Con la caída de Lula pierde la izquierda, no la democracia

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El encarcelamiento del ex presidente Lula ha puesto en apuros al progresismo en todas sus variantes. La imagen de uno de sus iconos condenado por corrupción es un golpe casi fatal para la izquierda real o declamada. Se supone –dentro de su concepción maniquea- que los que roban al pueblo son empresarios ambiciosos, políticos de derecha y economistas neoliberales, no los mártires de la causa de la lucha por la igualdad y contra la riqueza.

A ello hay que agregarle un hecho político de fondo: ha caído su principal baluarte en la región. Luiz Ignacio da Silva fue quién más hizo para consolidar como bloque regional de protección supranacional a la izquierda populista, tanto al impulsar la creación de la UNASUR, una entidad de autoprotección que amenazó en un momento con borrar las soberanías nacionales, y a la que con denuedo adhirieron y recurrieron los esposos Kirchner. Pero también cae el protagonista de un boom económico que fue un gran cartel publicitario: bajo su gobierno Brasil ganó prestigio como nación moderna y pujante, séptima industria del mundo y destino recomendado de las inversiones.

No importó si para ello terminara empujando a su país a la crisis de gasto y deuda en la que está sumido y de la que tardará mucho en salir, aunque algunos indicadores hayan mejorado efímeramente, ni que haya favorecido a los grandes grupos económicos proteccionistas, ni que haya ordeñado al Mercosur a costa de sus socios. Ni importó que haya desperdiciado, como otros presidentes regionales afines a su discurso, el momento único de las commodities siderales. El mundo lo admiró y lo aceptó como héroe. Suele ocurrir con el populismo, mientras hay algo para repartir. Le dejó la herencia a su heredera Dilma Rouseff, que ni siquiera advirtió el problema que tenía y siguió repartiendo hasta que la lluvia de bonanza se acabó. Terminó con otro procesado temible, Temer, haciendo lo que hay que hacer, contra su voluntad y en una gran contradicción.

Con el ajuste lejos de su mandato, la imagen de Luiz Ignacio quedó así plasmada como la de un líder de izquierda moderno y eficiente, proempresa y procapitalismo. Era la demostración de que se podía sostener las ideas socialistas y al mismo tiempo lograr el bienestar y el crecimiento de los pueblos.

Su enorme supremacía en las encuestas garantizaba su regreso a la presidencia de su país y al liderazgo de la región, donde las ideas del progresismo estaban castigadas por el desastre de Maduro y por el remplazo del gobierno distribucionista de Bachelet, la evidente sanción electoral a la corrupción e ineficacia de Fernández de Kirchner, todas decididas por el pueblo en elecciones libres y limpias, y la prisión de Humala y la renuncia de Kuczynski, provocadas por la acción de la Justicia, a lo que se agrega la salida de la propia Rousseff, destituída por un Parlamento también elegido por el pueblo en elecciones limpias e inobjetables, y dentro de las normas constitucionales.

Ante la doble desgracia de la condena a su símbolo Lula y la pérdida de su poder político regional, la izquierda reacciona instintivamente con sus defensas naturales: el relato, la posverdad, la dialéctica marxista y el gramscismo periodístico. Y entonces descalifica a la Justicia. Culpa por caso al Tribunal Superior Federal de Brasil, un cuerpo jurídico altamente respetado por los brasileños, de haber cedido a las presiones de una reciente declaración del postrado jefe del Ejército. Olvida deliberadamente los hechos. El proceso a Lula da Silva empezó mucho antes de esas declaraciones castrenses. Pasó por todas las instancias, apelaciones, recursos y revisiones que permite el mecanismo judicial del país vecino. Fue analizado por varios jueces sin conexión entre ellos, y hasta en la mayor instancia de apelación posible, la sentencia no sólo fue confirmada, sino que se aumentó la pena (sin decir nada de que es una ley impulsada y aprobada por el propio gobierno de Lula, conocida como "Ficha limpia", la que impide que un condenado en dos instancias como él se presente como candidato a las elecciones presidenciales).

Nada de eso cuenta para el relato. Elige la ruta fácil y barata de acusar al ejército de presionar al supremo tribunal, que en realidad ni siquiera se pronunció sobre la cuestión de fondo, sino que apenas debía fallar sobre un recurso de amparo relativo al momento de iniciación del cumplimiento de la pena. También omite que las mismas encuestas que descartaban el triunfo del candidato del PT, mostraban a las Fuerzas Armadas como la institución más respetada de Brasil. Pero se prefiere mirar esos datos como un indicio de golpismo incipiente, un delirio insostenible frente al compromiso férreo de los militares a defender la Constitución y las instituciones brasileñas.

Se descalifica injustamente a la Justicia de Brasil, comparándola con la justicia argentina. Y se dice que los sistemas judiciales están impidiendo que la oposición de izquierda gane las elecciones. Cuando Cristina perdió dos veces ya en elecciones limpias y claras, y nada le impidió candidatearse ni consagrarse senadora, ni usufructuar los fueros que le garantizan que no irá presa. Se mezcla a Maduro con Lula y se comparan las situaciones, sin advertir que son opuestas. O ignorándolo convenientemente.

Se deja latente la idea de un complot de las fuerzas del mal, o sea quienquiera que se oponga al reparto sin medir consecuencias. En ese plan, se omiten los casos de Humala, Kuczynski, Sendic, indisputables y cerrados. Y se deja abierta la posibilidad de un avance de las fuerzas armadas sobre la política de la región. Sin reparar que el gobierno de Venezuela, primero con Chávez y luego con Maduro, está en manos del Ejército, que lo máximo que llegará a hacer es reemplazar su títere. Ni tampoco se toma en cuenta que, luego del sabotaje deliberado del peronismo y la ineficacia de los radicales, las Fuerzas Armadas argentinas no podrían dar un golpe de Estado aunque lo quisieran, posibilidad además inexistente en la concepción actual de los militares.

En un paso más lunático, la falsa izquierda peronista avanza con otra tesis igualmente dialéctica: considera que el juez Sérgio Moro, de una impecable y laureada trayectoria, es un juez de los ricos, dedicado a sancionar a los representantes de los pobres. En esa concepción maniquea, Odebrecht viene a ser la serpiente que manda el diablo para tentar a algunos y crear disrupción en el plan de reparto, y el populismo viene a ser la Doctrina social salvífica.

Pero el mayor relato, la posverdad por excelencia, es el concepto que se trata de implantar de que lo que hace la Justicia de Brasil es sancionar al pueblo brasileño, no a Lula de Silva, al impedirle elegir a quien quiera. Tremendo falso dilema que destroza las bases de la justicia y de la lógica. Recuerda tristemente al "me cortaron las piernas" de Perón y Maradona. Y al caso Maldonado, todavía agitado como una desaparecido virtual. La sociedad no puede indultar ladrones públicos con su voto. Lula debe rendir cuentas ante los tribunales y lo está haciendo. Cualquier otro enfoque es subversivo, en el peor sentido del término.

La condena de Lula es percibida por el progresismo como su propia condena. La región se le va de las manos y huye de su garra política e ideológica. Su defensa será feroz, desesperada, implacable. Se basará siempre en sus únicas armas. La descalificación, la negación, la posverdad y el intento de apelar al regionalismo como último recurso. Aunque para ello tenga que sumergirse en un mar de contradicciones. Para los abanderados de la repartija en nombre del pueblo, la verdad fue siempre un detalle -y optativo- como los argentinos saben tan bien.

La izquierda descansa en su prisión de Curitiba. Prisión de lujo, como siempre.

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