ArgenLula

(AFP)

Lula fue condenado. Al cabo de dos instancias, se le impusieron 12 años de prisión en virtud de los delitos de corrupción leve, lavado de dinero y tráfico de influencias. Esa condena está aún pendiente de revisión por parte del máximo tribunal de Brasil.

La acusación que determinó la condena le atribuyó haber aceptado y reformado una vivienda de tres plantas en una zona costera de San Pablo por un valor superior a 1,25 millones de dólares; todo ello pagado por la constructora OAS a cambio de contratos públicos.

¿Cuál ha sido la principal prueba de cargo en que se basa la condena? La confesión de Léo Pinheiro, ex presidente de la constructora OAS, que, a cambio de imputar a Lula el hecho por el que se lo condena, pactó beneficios penitenciarios que le permitieron reducir de ocho a cinco años de prisión la pena que le impusieron.

Tanto Moro, juez de primera instancia, como el Tribunal Supremo que confirmó su decisión aumentando la pena a Lula, admitieron en sus consideraciones que no ha quedado suficientemente acreditado que OAS haya actuado en contrapartida de un beneficio dado por el ex Presidente, pero lo dieron por probado porque la constructora era una de las empresas que participaba en el pago de comisiones ilegales a políticos a cambio de prebendas.

¿Y cómo ha hecho la Justicia brasileña para vincular ese departamento con Lula? El departamento en cuestión fue parte de un conjunto residencial que empezó a construir una cooperativa. En ese momento inicial, la familia del ex Presidente llegó a pagar una cuota de ingreso para poder adquirir un apartamento de 80 metros cuadrados. Pero la cooperativa quebró y sus promotores lograron que la constructora OAS se hiciese cargo de la continuidad del proyecto. En ese nuevo contexto, la nueva constructora dio a los inversores iniciales la opción de recuperar el dinero invertido o a pagar el saldo restante para quedarse con la propiedad, pero la familia de Lula no hizo ni una cosa ni la otra.

Aunque no hay ningún documento que pruebe que ese departamento haya ingresado al patrimonio del ex Presidente o de alguien cercano a él, la Justicia brasileña dio por acreditado que así ocurrió a través de un borrador de contrato sobre el apartamento encontrado durante un registro en casa de Lula. Ese borrador carecía de toda firma. En su acción inquisidora, los tribunales valoraron como un indicio las declaraciones de otros vecinos de la finca, que hablaron de rumores que afirmaban que esa vivienda era propiedad de Lula.

Un último detalle. La Justicia de Brasil remató ese departamento para que su propietario, que obviamente no era Lula, saldara su deuda. Sin palabras. Todo lo dicho surge de las sentencias dictadas. No son análisis o consideraciones propias.

Con esas pruebas, ningún tribunal norteamericano podría condenar a alguien en la tierra de Donald Trump. No lo digo yo. Así lo dijo un reciente editorial publicado por el New York Times que advierte la debilidad institucional de la democracia en Brasil.

Lula mereció una condena por un soborno que nunca fue probado en profundidad y que solo se sostuvo en la confesión de un empresario que se benefició con ella. Parece poco para tanto. Tampoco esto lo digo yo. Es la conclusión a la que llega Marcelo Cantelmi.

Lo que está ocurriendo en Brasil es muy grave. Allí la Justicia, con el noble argumento de castigar la corrupción pública, construyó la idea de que los gobiernos del Partido de los Trabajadores montaron un sistema de corrupción perfectamente aceitado. A Dilma Rousseff la removieron de la presidencia imputándole casi una falta administrativa. Ningún hecho de corrupción debió cargar sobre sí. Pero quien llevó adelante esa imputación hoy está preso justamente por corrupto. Quien la remplazó es un presidente absolutamente impopular y de cuya inmoralidad pública ya nadie tiene dudas.

La Justicia ha desbaratado el accionar de Odebrecht, una constructora dedicada a la obra pública que ha pagado sobornos en Brasil y en toda Latinoamérica. Así, ha encarcelado a muchos funcionarios ligados a Lula, pero nunca ha podido probar cabalmente su responsabilidad en esos hechos.

Esa misma Justicia que con la ayuda de los medios de comunicación predominantes ha instalado en el imaginario público la existencia de aquel "sistema de corrupción", no ha tenido la misma severidad para con todos. José Serra, opositor a Lula, fue acusado de haber recibido en el escándalo de Petrobras más de siete millones de dólares en una cuenta en Suiza. El caso fue archivado por la misma fiscal que impulsó la investigación a Lula. Sobre Michel Temer, actual presidente de Brasil, existen muy serias imputaciones por hechos de corrupción, pero las investigaciones judiciales avanzan con una lentitud que espanta.

Cuando uno repara en todo ello, advierte la gravedad. Y si uno lo compara con lo que la Justicia hace en Argentina, podrá encontrar semejanzas preocupantes. Aquí también la Justicia y los medios de comunicación han construido la idea de un "sistema de corrupción" montado por el anterior gobierno. Y en procura de acreditarlo, también han forzado pruebas e interpretaciones legales que han permitido que avancen causas en las que se han convertido decisiones políticas en delitos.

En Argentina, la Justicia ha llegado a interpretar que la condición de miembro de una asociación ilícita se hereda. También aquí se ha dictado la prisión sobre personas con el solo propósito de que no se insolventen, como si no existieran medidas cautelares suficientes para preservar el patrimonio de la gente (embargos o inhibiciones). También en nuestro país las causas avanzan a ritmos diferentes según quiénes resulten ser los imputados. No hace falta ser más explícito.

Estoy seguro que tanto en Brasil como en Argentina la ciudadanía quiere que se investigue la corrupción pública y se sancione a sus responsables. Pero lo que resulta inadmisible es que ello se haga desoyendo elementales mandatos que el Estado de derecho impone.

Porque, por muy antipático que resulte el eventualmente acusado, también él tiene el derecho a ser sometido a un juicio en el que se respeten todas las garantías constitucionales y en el que la inocencia se presuma hasta que la culpabilidad se demuestre. Cuando esas reglas se soslayan o se respetan selectivamente, la credibilidad se pierde, la institucionalidad cruje y la calidad democrática se deteriora.

De eso se trata el Estado de derecho. Imponer reglas previas que todos debemos respetar sabiendo que cada vez que se violen la sanción recaerá previo juicio al acusado. Nunca la búsqueda de la verdad y la imposición de la justicia pueden concretarse desoyendo los mandatos de la ley. Eso es algo que a esta altura, después de tantas interrupciones dictatoriales, todos deberíamos tener presente.

Pero parece que a veces el odio o la conveniencia política llevan a proceder de otro modo. Ese es el preciso instante en el que la democracia empieza a intoxicarse como se está intoxicando en Brasil. Y como puede acabar intoxicando a la Argentina.