La diputada Carla Carrizo, con una pregunta al Jefe de Ministros, reflotó el planteo que alguna vez hiciera su colega Carrió, en su versión antimística, y trajo al circo de la discusión de temas distractivos, aunque válidos, la cuestión de los subsidios específicos que el Estado otorga a ciertos miembros del clero católico.
Inmediatamente se generó la discusión buscada. La supuesta base para esta ayuda pecuniaria es el Artículo 2 de la Constitución, que determina que la Nación sostiene el culto católico. Ese artículo ha sido analizado en fallos de la Corte, que interpretan que sostener implica sustentar, fondear, costear, y está plasmado en tres leyes que – para agregar más fuego a la discusión – fueron promulgadas durante el llamado Proceso y continúan la legislación histórica. (Queda para otro momento la discusión semántica sobre si "sostiene" es lo mismo que "sostendrá", en términos de la diferencia entre declaración y compromiso. Lo mismo si "culto" es o no sinónimo de "iglesia")
Esas leyes determinan el pago de alrededor de 2000 sueldos, a obispos, seminaristas y curas de zonas desfavorables, atados a escalas salariales del escalafón del estado. Obviamente, sin contraprestación ni derecho a supervisión alguna por parte de las autoridades (ver la nota de Infobae explicativa). El Gobierno estima en $132.000.000 el costo anual de esta partida, aunque enterrados en el galimatías del Presupuesto, se encuentren gastos estimados 10 ó 20 veces esa suma, por donaciones, contribuciones y otros aportes a instituciones y campañas, si bien con contraprestaciones sociales muy valiosas, como la educación, o Cáritas. Por ello la discusión se centra en los sueldos que se pagan a los obispos, también exentos de impuestos.
Como se esperaba, el tema encendió una polémica de amplio espectro donde se mezclan conceptos heterogéneos, desconocimiento y convicciones religiosas, por lo que habrá que desbrozar la cuestión para ponderar sus ángulos. Es asimismo útil porque este punto se puede aplicar a todo lo que el Estado sostiene a costa del contribuyente y las razones que se esgrimen cada vez que se intenta reducir esa carga.
En términos económicos, la escasa importancia relativa de esa erogación es evidente. Los $ 132.000.000 son una migaja comparados con los casi $ 6.000.000.000 de la pauta publicitaria oficial, por ejemplo. O con los $ 3.000.000.000 que cuesta por año la TV Pública. O con los miles de millones que cuestan los subsidios a las organizaciones piqueteras, a las obras sociales sindicales y por el estilo. Por supuesto que, como esta columna sostiene, cada gasto debe ser estudiado con independencia de su relación de importancia con otros gastos, ya que, si se abren los conceptos al detalle, todo gasto es "irrelevante" para un ajuste, con lo que con ese criterio nunca se bajaría el déficit. Aun si se incluyesen las donaciones y otras erogaciones, habrá que aceptar que tienen más sustento y contraprestaciones – y mucho menor costo – que lo que se desperdicia en las organizaciones y los sindicatos. Pero si alguna vez se quisiera hablar con seriedad de la política fiscal – o si se decidiese aplicar alguna – este gasto deberá evaluarse también, como cualquier otro. Pero junto con todos los otros, por equidad.
Yendo a los aspectos jurídicos, la norma del Artículo 2 de la Constitución que se invoca puede servir para justificar las leyes mencionadas, pero no para obligar al Estado a transformar a la Iglesia Católica en un ministerio a su cargo. Lo que en la práctica no ocurre, ya que los montos en cuestión son una pequeña parte del costo de su funcionamiento en el país. En todo caso, aquí se plantea nuevamente el contrasentido que puebla nuestra Carta Magna, manoseada en sus dos reformas. Un texto declarativo y de garantías como el de 1853, y otra parte de reparto de derechos y creación de obligaciones del estado, sin contrapartida. El Artículo 1, por caso, determina que la forma de gobierno que se elige es la representativa, republicana y federal. Si se coteja esa declaración con la realidad, no con lo formal, difícilmente podría sostenerse que se cumple cabalmente tal mandato, más taxativo y perentorio que el Artículo 2. De nuevo se muestran las debilidades de una Ley Fundamental bipolar, en que cada artículo está neutralizado por otro, y cada gobierno, legislador o juez elige si apegarse a los renglones pares o impares, con la consecuente confusión resultante.
Confrontada con esa supuesta exigencia, la opinión pública más enconada contra la Iglesia pide una reforma constitucional. Lo que suena algo exagerado por $ 132.000.000. Pero si eso fuera política y prácticamente viable, habría que modificar toda la Constitución, poniendo serios límites a la capacidad de erogación del Estado, que como se ve en los ejemplos mencionados, es mucho más generoso con los piqueteros y los comunicadores que con la fe. Aunque es cierto que los piquetes espirituales y la comunicación de la Iglesia podrían ser más poderosos.
Y la discusión ampliada podría dar paso a hablar de la justicia humana, no sólo de la divina, lo que conduciría a replantear el sistema salarial e impositivo del sistema de Justicia.
Lo que lleva a la que debería ser la discusión de fondo: la laicidad. Argentina tiene una multiplicidad de religiones y creencias o no creencias, fruto de su libertad, su inmigración histórica y su tolerancia. El Artículo 2 y toda otra adhesión legal del Estado a cualquier religión son incompatibles con esa realidad, cualesquiera fuere la importancia de los valores económicos en cuestión. Correlativamente, como se trata de dineros públicos, los contribuyentes no pueden ser obligados a costear con sus impuestos religiones o causas en las que no creen. O simplemente a las que no desean contribuir.
Esto no debe interpretarse como un encono, una revancha o un intento de hacer un país ateo. La católica, como tantas religiones, creció explosivamente cuando ningún Estado la sostenía, más bien al contrario. Y parafraseando a la Constitución bipolar, las creencias religiosas están libradas a las conciencias de los ciudadanos.
En algún momento habrá que pensar en plantear la necesidad de un paquete de reformas a nuestra Carta Magna, que incluya estos aspectos y la torne nuevamente una misión, una visión estratégica común, una guía sin contrasentidos, un faro, como fue la de 1853. Está claro que éste no es ese momento, exactamente. Tal vez el nuevo nuevo Código Civil, que se espera que sea bueno esta vez, pueda avanzar en este sentido, hasta donde sea jurídicamente posible.
Mientras tanto, la discusión apasionada y enconada seguirá. Por dos semanas, como máximo. Luego será remplazada por algún otro tema, que luego de otra encendida y enconada discusión terminará en la nada. Como ocurre con todo el gasto, que, como es bien sabido, nunca puede bajar, porque todo gasto – sobre todo el que conviene a cada uno – es imprescindible, irrelevante, intocable y sagrado.