En la vida política de un país hay hechos que, observados en su perspectiva histórica, permiten entender y también pronosticar, casi con científica certeza, cómo los mismos vicios y las mismas virtudes del pasado reciente vuelven a instalarse en la agenda política de la actualidad.
Se cumplen por estas horas 40 años del secuestro del histórico líder de la Democracia Cristiana (DC) italiana Aldo Moro, un acontecimiento de múltiples interpretaciones y teorías conspirativas que sacudió por varias décadas el tablero de la política italiana, cuyo futuro inmediato es totalmente incierto por la falta de acuerdos para formar un nuevo gobierno tras las elecciones realizadas el pasado 4 de marzo.
El 9 de mayo, después de permanecer privado de su libertad durante 55 días en un departamento de la ciudad de Roma, Moro fue asesinado de 11 balazos en el baúl de un Renault 4 de color rojo. Tenía 61 años y se había desempeñado como presidente del Consejo de Ministros de su país en tres oportunidades, además de haber estado al frente de las carteras de Justicia y de Asuntos Exteriores.
El secuestro, ocurrido a media mañana del 16 de marzo, mientras se dirigía al Congreso para apoyar una moción a favor del gobierno encabezado por Giulio Andreotti, fue dirigido por un comando de las Brigadas Rojas que lo capturó en pleno centro de Roma tras asesinar a cinco integrantes de su custodia.
En esos turbulentos días, Andreotti buscaba afianzar el llamado "compromiso histórico", un acuerdo programático entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista italiano encabezado por Enrico Berlinger que era mal visto por los grupos extremistas más radicalizados de la izquierda. El Gobierno de Jimmy Carter, paradójicamente, tampoco estaba a favor del ingreso de las huestes de Berlinger al gobierno de la DC.
Las Brigadas Rojas, organización terrorista de extrema izquierda fundada en 1969 y liderada por Renato Curcio, se hizo cargo del secuestro el mismo día de producido a través de una comunicación a la agencia de noticias Ansa. Dos días después, difundieron su primer comunicado en el que se presentaron como la "vanguardia armada" de la clase obrera, y como un "movimiento de resistencia proletario ofensivo", declarando además "la guerra en favor del comunismo contra los Estados imperialistas de las multinacionales".
A los pocos días del secuestro comenzaron a tomar estado público las negociaciones políticas para el rescate que incluían la participación del mismísimo papa Pablo VI y el secretario general de la ONU, Kurt Waldheim. En paralelo comenzaron a difundirse numerosas teorías conspirativas que sugerían como instigadores del hecho, en plena Guerra Fría, tanto a comandos de la KGB como de la CIA.
A fines de abril las negociaciones entre el Gobierno y las Brigadas Rojas estuvieron a punto de lograr un avance decisivo cuando, a través de un comunicado, los secuestradores solicitaron la liberación del líder de la DC a cambio de la liberación de una decena de brigadistas detenidos, entre ellos, Renato Curcio, el jefe del grupo terrorista. Dos días después, en una carta en la que exhortaba a su partido a la negociación y lamentaba su "intransigencia", Moro afirmó: "El intercambio es la única salida".
A partir de la trama judicial del caso que terminó con la vida del líder demócrata cristiano, la clase política y el periodismo se dividieron entre los que estaban a favor de negociar o no su liberación, siendo Bettino Craxi, líder histórico del Partido Socialista, el dirigente más importante que apoyaba el canje de Moro por los terroristas.
También hubo una grieta entre prominentes figuras intelectuales, destacándose la polémica sostenida entre el escritor Indro Montanelli y su colega Leonardo Sciascia. Este último, quien había ingresado al Parlamento como diputado del Partido Radical de la mano de su líder, Marco Panella, tuvo un papel protagónico en la comisión investigadora del crimen de Moro.
Emulando la máxima del escritor norteamericano Norman Mailer, "la historia como novela, la novela como historia", Sciascia publicó El caso Moro, obra centrada principalmente en el análisis de las cartas que el dirigente asesinado enviara a familiares y dirigentes políticos.
Referenciando a su gran amigo Pier Paolo Pasolini, cuyo asesinato también dio lugar a brumosas teorías conspirativas, y con alusiones a Jorge Luis Borges y Edgar Allan Poe, Sciascia despliega una lógica determinista sobre el caso al sostener: "No he estado nunca de acuerdo con aquellos que consideran que el Estado no podía negociar con los terroristas por una cuestión de principios. Sobre todo porque el Estado ha pactado a diario con miembros de las brigadas tanto arrepentidos como no arrepentidos. Y lo hizo antes de la muerte de Moro. La verdad es que Moro debía morir".
Montanelli, por su parte, afirmaba que mientras que a él le importaba la figura de Aldo Moro como estadista, a Sciascia le interesaba solo como persona. Y agregaba que, a diferencia de su gran amigo, a quien mucho valoraba por sus escritos sobre la mafia sicialiana: "El estadista Moro no puede pedir al Estado que se arrodille ante la violencia, como Moro hacía en sus piadosas (en todos los sentidos) cartas, y decirle al Estado que se avenga a un pacto con los violentos".
Al margen de todas las interpretaciones que puedan hacerse sobre el secuestro y el asesinato de Aldo Moro ocurrido en 1978, 15 años después se desencadenó en Italia el proceso conocido como Mani Pulite que llevó a la cárcel a numerosos políticos y empresarios, y encumbró la imagen pública de jueces y fiscales.
Por estas horas, 25 años después del Mani Pulite, tras las elecciones parlamentarias de hace dos semanas, los partidos "antisistema" parecen imponerse en el nuevo escenario político italiano, aunque ante la falta de acuerdos para formar un nuevo gobierno no se descarta convocar a elecciones nuevamente. Es probable entonces que, una vez más, el famoso personaje de El Gatopardo, Tancredi, reedite la advertencia que le hiciera a su tío Fabrizio: "Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie".
El autor es socio director de RHB Consultores.