A tres meses de la por ahora inexplicable tragedia del submarino ARA San Juan, poco es lo que se sabe sobre las causas que determinaron su desaparición, si bien ya es una realidad irrefutable que la nave no estaba en condiciones de hacerse a la mar.
Más allá de los sobrehumanos esfuerzos del vocero de la Armada Argentina para certificar la aptitud de la nave, el informe del desaparecido comandante Fernández no deja el más mínimo margen para que cualquier perito que se designe como auxiliar de la Justicia dictamine la falta de aptitud náutica de la nave.
Balbi tiene razón al sostener que el informe sobre el estado de la nave que distintos medios divulgaron hace algunos días es una foto de la situación de la embarcación al 1º de septiembre de 2017. Vamos a imaginar que muchos de los pendientes reclamados por Fernández hubieran sido solucionados antes de la zarpada en su último viaje, aunque esas constancias no figuren aún en la causa. ¿Qué hacemos con el increíblemente excedido plazo de revisión fuera del agua, a la que tendría que ser sometido el submarino cada 18 meses?
¿Se imagina usted, amigo lector, a un avión militar o civil volando sobre su cabeza sin respetar los períodos de revisión que cada fabricante de aeronaves marca como límite de uso? ¿Suena razonable que si en un informe un capitán dice que le entra agua a su nave por las válvulas que conectan el interior con el mar exterior igual se haga a la mar? ¿Es lógico que un submarino navegue sin su periscopio en condiciones?
Sin lugar a dudas, no hace falta ser profesional del mar para entender que alguien tendrá que dar muchas explicaciones a la Justicia cuando finalmente comiencen las indagatorias. Dejemos, por lo tanto, las especulaciones y las conjeturas de lado, que sea la Justicia la que llegue a la verdad.
Pero aprovechemos estas líneas para avanzar y profundizar sobre el perverso mecanismo de indulgencia estatal que parece estar enquistado en el ideario de quienes conducen la cosa pública y que nos ha costado ya demasiadas vidas.
Un submarino navega, con sus habilitaciones vencidas, pero un buque comercial en un estado de conservación similar es interdicto por la autoridad marítima con la muy sensata razón de que una nave en malas condiciones constituye un peligro para sus propios tripulantes y para las otras naves que navegan en sus proximidades. Esa misma autoridad marítima estatal que supervisa al particular no puede dictaminar el mismo riesgo a una embarcación del propio Estado. Curioso, ¿no?
¿Cuántas veces le ha tocado, querido amigo, cruzarse en la calle o en la ruta con móviles policiales sin luces, con las gomas lisas o con sus carrocerías destruidas? ¿Es que acaso la vida de los servidores públicos que van en ellos está protegida por alguna divinidad superior? No quiero abrumarlo, pero, ¿nunca ingresó a un edificio público y prefirió usar la escalera al ascensor?
Cada tanto algún programa periodístico nos muestra la sobrecarga que sufren las estructuras de edificios judiciales por el peso de los expedientes, también se nos muestra la precariedad de las instalaciones hospitalarias, las cárceles, las dependencias policiales y las escuelas. Todo, absolutamente todo lo público está literalmente atado con alambre.
Tuvo que ocurrir la tragedia de Once para que alguien metiera la mano en el bolsillo estatal y aparecieran algunos vagones y locomotoras que, si bien no son comparables con los trenes del mundo civilizado, no son de principios del siglo pasado. Seguramente el caso San Juan servirá para que se revean los parámetros de aceptabilidad del resto del material móvil de las Fuerzas Armadas.
Los periódicos cachetazos que nos da la realidad nos sacuden por un rato de nuestra modorra ciudadana, de nuestra indolencia colectiva o, si lo prefiere, nuestro acostumbramiento a la mediocridad. Nos despertamos de golpe y con vehemencia reclamos "juicio y castigo" a los responsables.
Por estas horas, una cierta necesidad de ver a uno o más oficiales navales juzgados y degradados en plaza pública al mejor estilo de lo ocurrido con el capitán Dreyfus durante la Tercera República Francesa parecería ser lo que la sociedad está reclamando. Pero, antes de ello, deberíamos preguntarnos qué es lo que ha pasado con los parámetros de funcionamiento de nuestro Estado. ¿De qué forma y por qué razón lo que es inaceptable para los mortales comunes es aceptado sin miramientos si es que funciona bajo la tutela estatal?
"La Marina está llena de seres perversos, que mandaron a morir a 44 compatriotas". Es una forma de verlo. Otra, y no digo que sea mejor o peor que la primera, es el acostumbramiento institucional a arreglarse con lo que hay, al parche ingenioso, al forzamiento del mecanismo, al "no pasa nada". Y, además, con la intención final de cumplir con el deber. Aunque a la luz del resultado es evidente que algunas cabezas han de rodar, ya que algunas veces lamentablemente lo que tenía que pasar pasa.
Un prestigioso almirante octogenario contó en los medios su orgullo por haber participado de la construcción del San Juan, otro oficial un tanto más joven detalló su experiencia como primer comandante de la nave. Oficiales más jóvenes, pero ya también retirados conforman la junta que investiga el "accidente" junto con un ex comandante de unos 65 años, cuyo hijo de 35 era nada menos que el segundo comandante al momento de la desaparición. Varias generaciones de marinos y el mismo submarino. No puedo abstraerme a la imagen de mi propio padre, que a sus 88 años miraba pasar un tren y reconocía las mismas locomotoras que había manejado 40 años atrás.
Si bien tenemos ahora un Ministerio de Modernización, el Estado y fundamentalmente sus bienes huelen a viejo. La pregunta del millón es, a no dudarlo, por dónde comenzar.
Imaginemos por un momento que el actual Presidente decide invertir unos cientos de millones de dólares en la compra de un submarino. ¿Cuál sería la reacción de la sociedad? No hace falta que lo diga, pero tampoco hace falta que le diga que con fierros viejos no se defienden ni la patria ni sus recursos naturales.
Tal vez por el latrocinio sin control, o por falta de interés o de capacidad de conducción, las cosas públicas están vetustas, rotas o inservibles y comenzar a poner en orden el inventario es harto difícil.
Sería racional, en primer lugar, que la dirigencia política en su conjunto planteara el problema y estableciera un plan. Para ello haría falta una dosis de pensamiento estratégico y visión de futuro, algo que suelen tener unos personajes llamados estadistas. Ahora, en el mientras tanto deberemos extremar el ingenio para que no se hundan más barcos, ni se caigan aviones ni ningún bien del Estado se transforme en una trampa mortal para nadie.