El 18 de febrero de 1938, Emilia Santiago Cadelago, que se encontraba con una amiga paseando por Montevideo, ve cómo sorpresivamente su espejo de mano se rompe, sin que lo hubiera golpeado. Atinó a decir: "Hoy cambia el curso de mi vida". Ella aún lo ignoraba, pero en un recreo de San Fernando, su gran amor, el poeta Leopoldo Lugones, ese mismo día, se quitaba la vida. Esta es la historia de un amor prohibido.
El 9 de diciembre de 1924, al cumplirse el centenario de la batalla de Ayacucho, el presidente del Perú, Augusto Leguía, invitó a hablar en la ceremonia conmemorativa a tres grandes poetas: el peruano José Santos Chocano, el colombiano Guillermo Valencia y a Leopoldo Lugones. Allí, el argentino afirmó: "Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada… Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir, al hombre que manda por su derecho de mejor, con o sin ley, porque esta, como expresión de potencia, confúndese con su voluntad".
Los militares encontraron en sus palabras los argumentos necesarios para inaugurar décadas de golpes y asonadas. Y en muchos de sus amigos y conocidos del poeta produjo el efecto contrario, enojo, desprecio y repudio.
Lugones se sentía solo. Adoptó un carácter hosco, que puso de relieve una mañana de 1926, cuando una jovencita acudió a la Biblioteca del Maestro, de la que el escritor era director, para conseguir un ejemplar de su libro Lunario Sentimental. La obra, editada en 1909, estaba prácticamente agotada y la chica debía leerla como tarea asignada en el Instituto del Profesorado, donde estudiaba.
"¿Qué quiere? ¿Un autógrafo?" preguntó Lugones. Como no tenía ningún ejemplar a mano, la citó para unos días después. Desde ese momento, Lugones quedó encandilado con la joven Emilia Santiago Cadelago.
Tiempo después, escribiría:
Lo que aquella tarde me cambió la vida,
dejándola a la otra para siempre atada,
fue una joven suave de vestido verde,
que con dulce asombro me miró callada.
No solo le dedicó Lunario Sentimental, sino que además le regaló un ejemplar de Las horas doradas. Ella, veinteañera; él, 52 años, comenzaron una relación en ese mismo año 26. Lugones le enviaba poesías escritas en castellano, francés e inglés, firmadas como Osolon de Ploguel o Ugopoleón del Sol. Y a Emilia la llamaba Diamelia Gacelio o, simplemente, Aglaura. Así puede verse en la segunda edición de Lunario Sentimental: "A Aglaura, mi dulzura".
Fueron años de un amor prohibido vividos con intensidad. La confidente de Emilia era su compañera en Filosofía y Letras, María Inés Cárdenas de Monner Sans. Emilia dispuso que, a su muerte, las cartas de amor que el poeta le escribiera pasaran a sus manos. Gracias a ella, que escribió Leopoldo Lugones. Cancionero de Aglaura. Cartas y poemas inéditos, conocemos las cartas que un poeta profundamente enamorado le escribiera a Emilia:
"Cuánto y cuánto te quiero, mi dulzura lejana. No hago ni he hecho más que recordarte y padecer con tu ausencia, y así será, querido amor, hasta que vuelva a verte. ¿Cuándo?"
"El sabor de tus labios queridos permanece en mi boca con un gusto de flor, que es el tuyo, mi diamela, y hasta el vacío de mis brazos conserva todavía la suavidad de tu cintura."
"…nunca imaginarás lo que vale como perfume del alma este dolor que me queda, único, de las palabras con que me daba en ti, un delirio, mi pasión, mi sangre, mi tortura, mi agonía…"
"Ya entre nosotros no hay poder que pueda borrar el encanto que supimos crear queriéndonos."
"Qué dulce y tierna eres, mi garcita de plata mi pichoncito de oro. Y si te tuviera aquí una vez más, otra y mil te devoraría".
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Su hijo Polo
El poeta tuvo un hijo, Leopoldo Lugones, "Polo". Durante el Gobierno de Marcelo T. de Alvear había sido director del Reformatorio de Olivera, donde había sido acusado de corrupción y abuso de menores. Fueron las súplicas de su padre hacia Hipólito Yrigoyen lo que lo salvaron de una condena a 10 años de cárcel. Uriburu, como presidente de facto, lo nombró comisario inspector de la Policía, donde daría rienda suelta a sus métodos de tortura, que incluía la novedosa picana eléctrica, que aplicaba en sus interrogatorios en la Penitenciaría Nacional, ubicada en lo que hoy es el Parque Las Heras.
Fue por 1932 o 1933 cuando Polo Lugones visitó a los padres de la joven Emilia, Domingo Santiago Cadelago, ingeniero de la Armada, y su esposa Emilia Moya, en su casa de Villa del Parque. El motivo de tan inesperada visita fue el de informar al matrimonio acerca del amor oculto de su hija. Les dijo que hacía tiempo había intervenido el teléfono, que tenía grabaciones de conversaciones y les advirtió que si esa relación no concluía, él comenzaría los trámites para declarar insano a su padre.
En una reunión social, cuando a Lugones le preguntaron por su hijo, respondió: "No me hable usted de ese esbirro".
El adiós
Las amenazas tuvieron el efecto deseado. Nunca más se volvieron a ver. Él imploraba en sus cartas: "Ayer mientras iba del Círculo a La Fronda, ¡tenía tanto deseo de verte! Me parecía a cada instante que serías una de todas; y todas eran feas, vulgares, tontas, cursis. Y la primavera se quedó triste sin su golondrina".
Emilia siempre culpó al hijo de Lugones del estado depresivo del padre, que lo terminó llevando al suicidio, y que la principal causa fue que haya hecho lo imposible por cortar la relación que ambos mantenían.
El hijo nunca más se referiría a esta cuestión. Solo dejó entrever algo en un prólogo que escribió en la década del 70, en una selección de prosa y verso de su padre. "Una tremenda realidad, compuesta de pena, soledad y angustia precipita al ser y despéñalo en la eternidad". Polo, a quien el diario Crítica mencionaba como "el torturador Lugones", se suicidaría en 1971.
Emilia Santiago Cadelago fallecería, soltera, el 12 de mayo de 1981. Su última voluntad fue que la enterrasen con un gato de peluche que Leopoldo Lugones le había regalado. Nunca lo había olvidado.
(Las fotos corresponden al libro Leopoldo Lugones. Cancionero de Aglaura. Cartas y poemas inéditos. Compilación: María Inés Cárdenas de Monner Sans. Ediciones Tres Tiempos. Buenos Aires, 1984)