Fue el gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas el primero en prohibir la práctica del carnaval. No es que estuviera abiertamente en contra, sino que vio en esta manifestación cultural el camuflaje perfecto para una conspiración unitaria, en un momento político y diplomático complicado.
Sus orígenes son inciertos, así como su nombre. La palabra carnaval vendría de carnelevarium ('quitar la carne'), ya que tenía lugar antes del inicio de la Cuaresma. Por su parte, los celtas solían armar un festejo, que incluía empujar a un barco sobre ruedas, mientras todos festejaban en cubierta, al que llamaban carrus navalis, que también tiene su similitud con el término carnaval.
Tiene una historia que arrastra siglos. Uno de los antecedentes más concretos son las Saturnales, la fiesta romana que se hacían en honor a Saturno, el rey de la agricultura. Esta tenía lugar cuando finalizaba la cosecha, los ánimos se distendían para dar rienda suelta a días de jolgorio y de fiesta desenfrenada. Todo estaba permitido, desde las bromas más inocentes hasta las más pesadas; muchos se disfrazaban y eran aceptadas las chanzas de los esclavos hacia sus amos. Hasta se suspendían las condenas a muerte.
Con el advenimiento del cristianismo, vanos fueron los esfuerzos de la Iglesia por erradicar esta costumbre pagana. Logró que dichos festejos tuvieran lugar antes del inicio de la Cuaresma.
Costumbre española
Con la conquista de América, los españoles trajeron esta práctica, el uso de las máscaras, cuyo sentido era el de burlarse de la gente en público, y de mojar al prójimo. Y todo lo que ello conlleva.
En 1771, el gobernador Juan José Vértiz implantó los bailes de carnaval en lugares cerrados, ya que había prohibido el uso del tambor, los bailes y los festejos en las calles. Se hacían en casas. Pero, invariablemente, terminaban mal: roturas de muebles, robo de pertenencias hasta abuso de mujeres y en algunos casos, crímenes.
El tema no quedó ahí. Desde el púlpito, un cura había amenazado con la excomunión a quien lo practicase. Y un grupo de ciudadanos llegó a protestar ante el rey de España, Carlos III, quien lo terminó prohibiendo en los dominios de España en América. "Hay que terminar con el escandaloso desarreglo que el carnaval provocó en Buenos Aires", sentenció. Pero Vértiz no acató la orden. No le veía el sentido a la prohibición si en España estaban permitidos. Y de paso mandó al cura amenazador de regreso a la madre patria. Vértiz encontró la solución. Se haría en el Teatro de la Ranchería, que funcionaba en la misma Manzana de las Luces.
Los virreyes que vinieron después intentaron regular esta costumbre. Después de 1810, se popularizó el uso del agua y de otros productos, como harina. Huevos vaciados previamente se llenaban con el líquido que se tenía a mano y los agujeros se tapaban con cera. También solían utilizarse las vejigas de cerdo para echarse agua.
Aun así, no era bien visto. El diario El Argos de Buenos Aires, en 1822, publicaba: "Se acercan los días de carnaval en que la generalidad de los habitantes de esta ciudad se abandona a una alegría que raya en furor. Las personas más distinguidas entregadas a este juego, que llamaremos bárbaro, parecen haber perdido entonces su razón, y las vemos confundidas con la plebe más grosera".
Cuando Rosas dijo "basta"
Durante el Gobierno de Juan Manuel de Rosas se intentó controlar los festejos del carnaval, cuya práctica estaba casi monopolizada por la población negra, a la que el gobernador Rosas tenía especial consideración. Solía visitarlos en el barrio del Tambor, hoy Monserrat, y en San Telmo, donde departía como uno más. "Las negras, muchas de ellas jóvenes y esbeltas, luciendo las desnudeces de sus carnes bien nutridas" escribió José Ramos Mejía.
El decreto del 8 de julio de 1936 establecía: "Reglas fijas para el juego de carnaval, a fin de precaver los excesos notables que algunas veces llegan a cometerse, y conciliar por este medio el respeto que se debe a los usos y costumbres de los pueblos, con lo que esencialmente exige la moral y la decencia pública".
Las máscaras y las comparsas eran permitidas, siempre y cuando se gestionase previamente el permiso policial. Pero el juego con agua debía circunscribirse a los tres días que durase el carnaval. Comenzaba a las 2 de la tarde, con tres disparos de cañón hechos desde el fuerte y finalizaba a las 18 horas, antes de la oración, con otros tres cañonazos.
De todas maneras, los desbordes y los desmanes existían. Como los heridos por piedras que tiraban de los balcones. Un inglés que por entonces visitaba Buenos Aires se vio envuelto sin querer en esta guerra de huevos, agua, harina y piedras, y no tuvo mejor idea que responder de la misma manera, ya que no entendía qué es lo que sucedía. Lo cierto es que la gente que estaba en contra se encerraba en su casa y la más pudiente dejaba la ciudad y se instalaba en los establecimientos que poseía en las afueras.
Con el bloque anglo-francés al Río de la Plata, el panorama cambió. Rosas temía que los unitarios usaran el carnaval para provocar disturbios o algo más serio. Una docena de navíos pugnaban por navegar por el Paraná, en abierta violación de la soberanía. Los cortocircuitos con los representantes diplomáticos de Gran Bretaña y Francia eran moneda corriente. El 22 de febrero de 1844 lo prohibió por decreto.
Prohibición mediante, muchos no le hicieron caso. Oficialmente, volvió a festejarse en 1854. El primer corso, organizado en 1869, ocupaba cinco cuadras de la entonces calle Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen. Y en el futuro, los carnavales serían sinónimo de bailes, del auge de las orquestas de tango, del brillo de verdaderas fiestas en los clubes de barrio y en duelos de comparsas. Y que haría escribir al poeta Homero Manzi: "Al ruido del tamboril, carnaval, carnavalera, me dijo que era feliz. Por eso con su canción, carnaval, carnavalera, se agranda mi corazón. Tenía los dientes blancos y las motas de carbón, eran claras las palabras y era negra la intención. En un carnaval me quiso y en otro me abandonó, pero yo no sufro tanto mientras canto esta canción".