Sistema penal: ¿atacarlo o perfeccionarlo?

Julio C. Báez

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La reciente decisión de un juez de embargar patrimonialmente a un numerario del orden, en un proceso de amplia repercusión pública, ha renovado el debate en torno a la necesidad de tomar distancia de las corrientes abolicionistas que descreen del sistema penal. Previo a ello, la mesura impone señalar que no hemos de expedirnos en relación con la decisión jurisdiccional, merced al desconocimiento del derrotero del suceso. En caso de existir fisuras, falta de motivación o una interpretación artificiosa o carente de sustento legal que germine en la invalidez del razonamiento del magistrado, existen instancias definidas de revisión ante los tribunales superiores y, eventualmente, con la intervención del Consejo de la Magistratura, espacios donde se debe analizar en toda su amplitud, desde la óptica jurisdiccional o disciplinaria, la actividad del primero.

Ríos de letra han derramado las corrientes abolicionistas en aras explicar la anatomía y la fisiología de sus premisas. Con el alcance de este espacio, solo hemos de acudir a la literatura vernácula. En palabras del profesor Elbert, el movimiento abolicionista apunta a la eliminación de la pena privativa de la libertad, las cárceles y, en concepciones más radicalizadas, el abandono del sistema penal mismo. Entiende que el derecho penal es inhumano, reproductor y agravante de conflictos de los particulares; las autoridades de aplicación son ineficaces, conspiran contra la evolución democrática y la participación de los ciudadanos. Propone, ante la aparición del delito, un sistema más laxo, propio del derecho civil, que se concreta en una actividad reparadora o resarcitoria del ofensor.

Sin pretender ingresar en discusiones circulares acerca de definiciones, denominaciones o los fundamentos de la pena, lo cierto es que debemos mantener incólume la prédica de Luis Jiménez de Asúa en cuanto a que el castigo posibilita la existencia social. Nos recuerda Federico Morgenstern, en su obra Cosa juzgada fraudulenta: "El garantismo argentino expresa una miopía indiferente a los valores distintos que deben ser perseguidos y resguardados por el derecho penal empavesando el opio de nuestra comunidad jurídica".

Entonces nos efectuamos un interrogante medular: ¿Corresponde abolir o desterrar el sistema penal? La respuesta negativa se impone a poco que se pondere la naturaleza de las cosas. Estimar que el contrato social primigenio por el cual los individuos declinan su potestad de imponer una admonición y la descargan en una instancia política central, debe romperse y abolirse se sustenta en una alternativa lógicamente falaz. Creemos que las grietas estructurales del sistema deben paliarse. La ley penal no debe ser un recurso diferencial que solo alcance a los segmentos periféricos, sino que, sin renunciar al castigo de los injustos protagonizados por estos, debe colocar bajo su fusta la persecución y la admonición de los delitos de poder.

Es cierto que puede trastocar el contenido ético de la sanción cuando esta no supera el burdo y petiso escalón de dirigirse hacia los autores rústicos o con entrenamiento primitivo y logran escapar al arresto aquellos individuos galardonados por la astucia criminal o por la complacencia velada o solapada de los aparatos o las relaciones de poder. En la medida en que el umbral del castigo tienda a elevarse hacia quienes delinquen desde las tinieblas, con base en tramas o alianzas sostenidas sobre acuerdos y lógicas preexistentes, donde se articulan lealtades, jerarquías, intercambio de favores, ramificación del contexto de relaciones, cuya modalidad delictiva se desliza por senderos ocultos, podemos hablar de una calidad cultural del sistema admonitorio.

La selección arbitraria no debe poner en juicio la estabilidad del sistema. Si el proceso comunicativo que se gesta al compás de la selección conspira contra la armonía y la frescura de aquel, creemos prudente pensar en que resulta auspicioso mejorarlo, refinarlo, aceitarlo o colaborar en su evolución y no sumergirnos en su abolición. Si el sistema penal no funciona o funciona de manera deficiente, tiene que haber un compromiso de todos los actores en aras de perfeccionarlo y no bajar su telón.

Nino lo enseñaba con palmaria claridad en oportunidad de predicar que la selección anárquica del sistema penal, que existe, desde luego, puesto que el perno de la política criminal se dirige hacia los autores de obras toscas, con entrenamiento primitivo y visiblemente expuesto en el marco de las relaciones elementales, no invalida al sistema como tal. Si la selección arbitraria, junto con otros factores del sistema, son defectos de este, la solución no reside en deslegitimar el poder punitivo como tal, sino en corregir sus fallas. Una vez admitida su disfuncionalidad, las políticas deben encaminarse a subsanar las deficiencias. El profesor Donna, en su obra Teoría del delito y de la pena, proclama, en ese mismo andarivel, que no se debe caer en una teoría de Lombroso a la inversa; hay seres humanos incapaces de motivarse de acuerdo con la norma, solo que, en vez de encerrarlos, como decía el médico italiano, debemos premiarlos o por lo menos consentirles sus daños. Poco vale el papel de la víctima, aunque sea también marginada, la culpa se diluye en la historia.

Soler, pese a la crítica que le formula el profesor Alagia en su obra Hacer sufrir, desde los albores de nuestra ciencia, propiciaba la idea de la inevitabilidad de la pena para que exista sociedad humana. Este enfoque es recogido por Cúneo Libarona, quien en su texto Procedimiento penal: garantías constitucionales en un Estado de derecho insiste en que si bien la pena debe ser racional, no debe olvidarse que aquella importa siempre causar a la persona un mal, un dolor o un sufrimiento; esto es inevitable y propio de toda sanción legítima.

Finalizamos esta breve columna precisando que, con los alcances formulados, no hay que descreer ni de la pena ni del derecho penal. Nos parece errado el concepto de co-culpabilidad, atesorado por el abolicionismo, que trata a quienes delinquen como víctimas de la sociedad que los abandona, con lo que germina, en el acto criminal, una responsabilidad compartida y asumida por una sociedad expulsiva respecto del villano.

Es cierto que desempleo y criminalidad son variables que deben conjugarse. El flagelo de la desocupación y su incidencia, aunque no simétrica, en los índices de criminalidad debe alentar políticas de reinserción y readaptación desde el Estado nacional. Pero este no puede ni debe replegarse en la aplicación del castigo respecto de quienes incumplen con la norma ante la insuficiencia o la ineficiencia, ni adoptar el sendero errado de acudir a un sistema mucho más laxo e inaplicable en la realidad de hoy que equipara al delito con el pecado.

El autor es juez de Cámara por ante el Tribunal Oral en lo Criminal n° 4, doctor en Derecho Penal y Ciencias Penales, doctorando en ciencia política.

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