El 8 de diciembre pasado, dos jóvenes con antecedentes penales salieron a delinquir, un turista norteamericano paseaba con su cámara de fotos por el barrio de La Boca y un policía honesto se dirigía a hacer horas extras para complementar su salario. Todos sabemos cómo concluyó la escena en la que confluyeron: lo sabemos porque las pocas veces que un delincuente termina muriendo en la comisión de un delito se abren debates que realmente cuesta imaginar que se den en otros países. Un debate que unos pocos tratan de imponer, ya que la inmensa mayoría se cansó de tener miedo y no ve en el accionar de Chocobar más que un acto de defensa de la ciudadanía.
Pero en el debate de estos días poca atención se prestó a los antecedentes de ambos delincuentes y al rol de todas las instituciones que fallaron, incluyendo a la familia y a la Justicia. Frente a esta omisión, culpar a Chocobar parece un lugar cómodo y políticamente correcto.
Juan Pablo Kukoc tenía 18 años y había estado tres meses en el Instituto de Menores San Martín por "una causa parecida de la que no quiero hablar", dijo su mamá en un momento, quien en una entrevista con La Izquierda Diario, también reconoció que le costó poner límites a su hijo: "Siempre lo malcrié demasiado, creo que ese fue el primer error mío, que sobrepasara todos mis límites".
El 8 de diciembre, un amigo de Juan Pablo que había conocido en ese mismo Instituto recuperó la libertad y para festejar, le propuso salir a recorrer el barrio de La Boca "para ver qué sale". Lo que "salió" fue asestar diez puñaladas en el pecho para robarle una cámara a Joe Wolek.
En ese momento intervino Luis Chocobar, quien persiguió a los dos delincuentes mientras se identificaba como policía y daba la voz de alto. Luis disparó al aire y luego hacia debajo de la cintura. Dos balas alcanzaron a Juan Pablo, quien se desplomó. Tras cuatro días internado en el hospital Argerich, finalmente perdió su vida en el mismo nosocomio donde su víctima, Wolek, se salvaría de milagro.
Luis Chocobar fue procesado y encarcelado el mismo día del asalto. Pasó tres días durmiendo en un calabozo acusado de "homicidio agravado". Tras ser liberado, su causa siguió abierta. Este mes el juez Enrique Gustavo Velázquez decidió embargarlo por 400.000 pesos: veintiún salarios de este policía, quien arriesga su vida todos los días por 19.000 pesos al mes.
Luis no puede volver a su casa, porque hasta ese día vivía en el mismo barrio que la familia de Kukoc. Amenazado, teme por su seguridad, la de su pareja y la de sus hijos. Y esta es una cuestión que sería interesante pensar: ¿tan distinta fue la vida de Kukoc y Chocobar? Ambos eran jóvenes, humildes, habían venido a Buenos Aires desde Salta y vivían en el mismo barrio. Frente a esta realidad, el mensaje de la Justicia Penal parece ser: "El camino del delito te transforma en víctima y el camino del esfuerzo te transforma en asesino". Parece que para unos no hubo opción y para otros miles de ellas.
Predecir que el delito había cesado para Chocobar, cuando una persona que acababa de apuñalar 10 veces escapaba con el arma en sus manos, parece ser fácil desde una computadora o para los filósofos de "la ley", esa misma ley que puede tener 100 interpretaciones diferentes para un mismo hecho. Pero, ¿saben para quien hubiera sido más fácil predecir este final? Para el Juez que liberó a una persona peligrosa. Ellos sí cuentan con el tiempo y las herramientas de la psicología, la psiquiatría y las ciencias sociales para al menos saber si es conveniente la libertad de los criminales que pasan por sus juzgados.
En estos tiempos, es realmente loable que haya argentinos que opten por ser parte de nuestras fuerzas de seguridad. Su trabajo es peligroso, sus recursos escasos y son desde hace años injustamente sospechados por el mal accionar de unos pocos. Nadie quiere una fuerza policial que se exceda, pero de ahí a considerar exceso todo su accionar en pos de defendernos hay una distancia muy grande. Las garantías constitucionales, que nadie discute en una sociedad democrática, son llevadas al extremo de dejar de ser el ejercicio legítimo de derechos para transformarse en un sistema de artilugios cuyo único objetivo es el de eludir la Justicia y garantizar la impunidad del que delinque y la culpabilidad de quien no muere en el intento de defendernos de un asesino. Esta desopilante teoría, mal llamada "garantista", nos da muestra en este caso de la falta absoluta de sentido común: mientras Chocobar estaba encerrado en una celda, el menor de edad cómplice de Kukoc quedaba en libertad.
Me pregunto qué harán esos jueces el día que alcancemos por fin la justicia social. El deseo de que llegue ese día es por suerte un punto en el que todos coincidimos, pero en ese momento nos daremos cuenta de que, aún en los países con mayor justicia social, el índice de criminalidad existe. Ese día, me pregunto, ¿qué justificación encontrarán a los delitos que destruyen tantas familias todos los días? La marginalidad y la droga potencian el delito, pero la impunidad que algunos de ustedes predican en sus fallos es la que lo fomenta, señores Jueces, a los que nunca escuché reclamar más y mejores Institutos de Menores y Cárceles sino que se aprovechan de sus fallas como una gran excusa para liberar y poner en riesgo nuestras vida todos los días.
El discurso de un Poder Ejecutivo que durante muchos años los acompañó se derrumba, como se derrumba la prédica de que el único camino es hacer escuelas (hoy sabemos que se deben hacer en paralelo). Y dicho sea de paso, no hicieron ni lo uno ni lo otro, cárceles no se construyen desde hace más de 15 años y no me voy a explayar sobre las evaluaciones a nuestra educación pública y privada, hoy sabemos que con el discurso no hacemos nada, que con la impunidad de corruptos, violadores y asesinos tampoco. Los resultados están a la vista. Basta de decirnos que Holanda cierra sus cárceles, porque ¿saben qué? Para cerrarlas primero necesitó inaugurarlas.
A Chocobar lo cuestionará la Justicia, esa misma incapaz de cuestionar cómo un juez liberó a un menor tan peligroso, esa misma que le falla una y otra vez a la sociedad entera que queda a merced de asesinos liberados sin ninguna consideración. Le fallaron al mismo Juan Pablo, a quien su familia no pudo contener y quien pudo haber tenido otro final si la Justicia se hubiese comprometido con su tarea.
Celebro que desde el gobierno provincial se estén haciendo todos los esfuerzos para recapacitar a policías que se habían recibido en tres meses y para brindarles más recursos a la hora de defendernos, como también celebro que el Presidente y la Ministra de Seguridad de la Nación hayan recibido a Chocobar, marcando que la doctrina ha cambiado, que para la inmensa mayoría de la sociedad -y, afortunadamente, para la mayoría de los miembros que nos representan en el Poder Ejecutivo- no caben dudas acerca de quién fue la víctima y quién fue el victimario. Ahora el Poder Judicial, divorciado de la sociedad que debe proteger, deberá escuchar el mensaje y el grito de auxilio que estamos dando muchos.
Vale la pena recordar el instrumento de Derechos Humanos dictado por la ONU, las tan mencionadas pero poco leídas Reglas de Mandela, que establecen que "los objetivos de las penas son principalmente proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia. Esos objetivos solo pueden alcanzarse si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, la reinserción social". El orden no es casual, ni tampoco la fórmula "en lo posible". La reinserción social debe ser un objetivo a cumplir de la condena, pero su fin primero y principal es la protección social de la mayoría silenciosa que no delinque. En este caso, hay alguien que salió de su casa dispuesto a matarnos y otro a defendernos.
Lamento el fallecimiento de Juan Pablo Kukoc porque el final de su vida estuvo en manos de varios, y no justamente de Chocobar, pero en una entrevista al pasar escuché a su madre decir: "Yo ahora tengo miedo por toda mi familia". Ese temor es el que sentimos hace años la mayoría de los argentinos.
La autora es diputada provincial (Cambiemos) y miembro de Usina de Justicia