En la segunda mitad de los años noventa, cuando se popularizó y expandió internet a casi todos los rincones del planeta, nacieron las micronaciones: se trataba de pequeñas comunidades virtuales que jugaban a ser países. Cada una de ellas con su propio sistema político, ciudadanos, etcétera. Era una fantasía lúdica en la que cada uno podía crear su propio imperio y, si conseguía algunos súbditos, mejor aún.
Esa fantasía parece haber trasladado al mapa real de Europa: ya son bien conocidas las aspiraciones independentistas de escoceses, vascos y catalanes, pero no tanto las de islas como Córcega o el archipiélago de las Baleares. Cada uno apelando a la historia para explicar por qué no es hoy independiente, y a las costumbres y la lengua para sostener la necesidad de emancipación de hoy
En términos generales, la idea de la nacionalidad surge con fuerza en Europa con la crisis de la legitimidad monárquica hacia fines del siglo XVIII, recorre el siglo XIX y explota en el siglo XX. Lo que unía y daba sentido a un país era la figura monárquica. Así, en Francia solo un escaso 6% hablaba francés en tiempos de la revolución de 1789, era la lengua de la Corte y la administración. Pero Francia, con la revolución, necesitaba franceses que hablaran francés. Ese proceso de afrancesamiento se logró con la educación primaria y el servicio militar a lo largo del siglo XIX. El concepto de nacionalidad se vertebró en torno a la lengua. De este modo, era alemán quien hablara esa lengua, aunque viviera en el Imperio Alemán o el Austro-Húngaro, en Rusia, en los Balcanes o a orillas del Báltico.
Con el auge explosivo de las ciencias biológicas, a esta posesión de la lengua se le agregó el componente genético: ya no bastaba hablar con fluidez un idioma, también se sumaba la "sangre". Para otros nacionalismos, era una suma de lengua y religión, sobre todo cuando confrontaban con otras denominaciones religiosas, como ocurría entre polacos y rusos.
Según el historiador Benedict Anderson, si cada grupo lingüístico tuviera su Estado nacional, el mapa se dibujaría con unos quince mil países. Delicia del geógrafo y pesadilla para el cartógrafo, sería también un infierno para las relaciones internacionales. Porque tendríamos una multitud de micronaciones, pero, a la vez, otros gigantes que fácilmente engullirían a esos pequeños. ¿No será tiempo, entonces, de buscar otro concepto más dinámico y liberal de la nacionalidad, enfatizando más en la ciudadanía y los derechos individuales? La cultura en la que nacemos es una cartografía que nos permite ubicarnos en el tiempo y el espacio, y cada una ha ensayado sus respuestas a los dilemas fundamentales que tiene todo ser humano. Es bueno enriquecer, cuidar y transmitir esa cultura, sin caer en la idolatría de lo vernáculo, porque hay un humanismo cívico capaz de trascender las fronteras. Los desafíos globales de hoy nos exigen respuestas nuevas que abran las puertas a un mundo más integrado y en paz.
El autor es doctor en Historia, profesor titular en la Universidad de Belgrano y escritor.