El país acaricia su meta preferida: la alta inflación

Tal vez el destino de los argentinos sea abrazarse a la inflación como a un ser querido, convivir, sufrir y estallar junto con ella

Marcos Peña y Nicolás Dujovne, en la conferencia de prensa del pasado jueves

Las medidas anunciadas el jueves guardan la típica impronta pueril de Cambiemos. Tres ministros tratando de explicar que, de acuerdo a algún precepto difuso, es el Ejecutivo quien fija las metas de inflación y el Banco Central quien determina los mecanismos monetarios para lograrlo. (Eso no es así en casi ninguna parte, justamente para eso se creó, junto con la salida del patrón oro, la figura del banco central independiente, que pondría en caja el posible dispendio de los gobiernos). En consecuencia, la República Argentina ha blanqueado que no tiene un Banco Central independiente. De esto tomarán debida nota los inversores, los analistas y los especuladores financieros, más allá de las formas y las palabras. Quizás sirva también para abandonar esa ficción que tanto equivoca al leer las cuentas públicas.

En concreto, el trío ministerial determinó el cambio de las metas inflacionarias, como venían reclamando los empresarios de dentro y fuera del ámbito gubernamental. También lo reclamaban los especialistas, operadores y economistas. Pero divididos en dos grupos con razones diferentes. A un sector pragmático, le molestaba que una meta demasiado ambiciosa en el tope buscado de inflación obligara a neutralizar el circulante mediante una tasa de interés creciente que terminara secando el consumo y al mismo tiempo apreciando más al peso, con las consecuencias que ya se empiezan a notar tanto en la pobre creación de empleo como en la balanza comercial.

Los más ortodoxos -casi un defecto hoy en día- más que el nivel de la meta le molestaba el nivel del gasto y el del déficit total que garantizaba el fracaso de cualquier objetivo y el estallido del déficit cuasi fiscal por vía del crecimiento de las Lebacs, ya explosivo hoy, al superar toda la base monetaria.

Los anuncios no han cambiado nada del mecanismo, que seguirá siendo el de neutralizar la propia emisión con tasas, una especie de formalidad para quedarse tranquilos creyendo que se trata de ortodoxia. Sólo se han subido las metas del límite de inflación, con lo que se apuesta a que el Central "voluntariamente" baje las tasas de interés y eso aumente el crédito y el consumo. Como contrapartida, y usando el concepto de gradualismo con el que se suele apodar eufemísticamente la decisión de patear para adelante las medidas que le cuesta tomar o que no quiere tomar al gobierno, se ha prometido que el Banco Central (obviamente, también por "decisión independiente"), irá reduciendo la emisión monetaria conque asiste a financiar el gasto y el déficit del Estado.

Traducido a lenguaje simple, se podría resumir la nueva política con esta frase: "un poco de inflación controlada no le hace mal a nadie y ayuda a reactivar el consumo, y de paso a que crezca el PBI y así bajar la importancia relativa del déficit". De paso, al bajar la tasa de interés, se crea una corriente compradora de dólares, lo que ayudará a devaluar el peso, por lo menos en el corto plazo. Esto rematado con la afirmación interna de que ninguna de estas medidas afectará el nivel de precios.

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Ese mecanismo de pensamiento se ha aplicado muchas veces fallidamente en la historia universal, casi siempre con soporte académico, teorías, teoremas, ecuaciones, fórmulas, curvas, papers y demás y en el caso argentino ha llevado a tres hiperinflaciones, además de largos períodos de alta inflación como el que se inició en 2005, que aún perdura, que han paralizado el crecimiento real del país y hundido a tantos en la pobreza irredenta. Los sectores pragmáticos del Gobierno y el establishment agitan ahora como nuevo argumento el quantitative easyness de las grandes economías y el abaratamiento del crédito, sin comprender que los países pequeños no pueden darse el lujo de copiar los desatinos de los grandes, ni percatarse de que las tasas que Argentina está pagando son altas y probablemente lo sean más.

Estas consideraciones deberían incorporar algunas cuestiones técnicas, como la serias dudas que existen sobre la eficacia de la política de metas para controlar inflaciones por encima de un dígito, inclusive utilizando la tan mentada Regla de Taylor, que tiene en cuenta otros factores como el PBI, que nunca ha sido tampoco aplicada, sino sólo usada como referencia descriptiva, como debería hacerse con todos los modelos similares.

Esta columna sostuvo hace 8 meses, en una nota titulada "El Banco Central ¿Dr. Jekill o Mr. Hyde?, que se llegaría a una situación insostenible, ya que la máxima autoridad monetaria subía desaforadamente la tasa de interés para controlar una inflación que él mismo convalidaba al emitir fuertemente para cubrir el déficit que el gasto excesivo del Estado demandaba. Se proponía allí fijar un algoritmo de emisión autónomo, es decir sin injerencia del Ejecutivo. Evidentemente la nota no tuvo mucho éxito en su sugerencia, o el Central no tiene mucha independencia, no sólo desde el jueves último.

Como nada ha cambiado en realidad, excepto el aumento del crédito que empeora la situación específica, nada nuevo puede esperarse, salvo un aumento de la inflación. Y aquí no se puede evitar recurrir a una dura metáfora. Los argentinos somos infladictos. Como los alcohólicos o los drogadictos. Esto es más cierto en los sectores empresarios que se imbrican en el Estado y que se cobijan bajo el ala de todos los gobiernos. "Un poco de inflación no está mal" -como no está mal una copita, o un consumo social de droga- es la idea. Todos sabemos cómo termina la historia. Que ya empezó ayer, con el Gobierno colocando deuda en pesos en la Anses, para aumentar las similitudes.

Con este semianuncio, el Gobierno está diciendo que soltará la mano un poco, que las metas se estirarán en el tiempo para aceptar la realidad, es decir el alcoholismo, la drogadicción o la infladicción, que va a parar la emisión de a poco, en el futuro, que es como si el adicto prometiera que va a volver a tomar un poco más ahora, pero que a partir del año que viene, en algún momento, va a reducir de nuevo la ingesta y ahí sí se recuperará. Y se baña, se pone traje y se peina húmedo y con raya y hace aerobics para parecer sincero.

Y los familiares del adicto tienen que creerlo porque sin alguna esperanza la vida con un adicto es durísima. Igual derecho tienen los ciudadanos en el caso de los infladictos. Tal vez el destino de los argentinos sea abrazarse a la inflación como a un ser querido, convivir, sufrir y estallar junto con ella, para renacer y empezar de nuevo olvidando los errores del pasado, y así hasta el infinito, como en una tragedia griega cada vez más aburrida y más mediocre