Cuba: la sombra del faraón Castro

El faraón caribeño sumió a la sociedad cubana a iguales condiciones de derecho y vida que las que experimentaron los egipcios bajo Ramsés II

Los faraones egipcios eran considerados dioses por sus fieles. También ellos se creían tales y, con base en esa convicción y la sumisión de sus súbditos, actuaban en consecuencia.

Cuba, en pleno siglo XX y parte del siglo XXI, tuvo su faraón. Un dictador que actuó como si hubiera sido una divinidad y que, al contar con el sometimiento de muchas personas dentro y fuera de la isla, designó a su sucesor, dispuso de vidas y bienes a su antojo y conveniencia.

La forma y el fondo del manejo del poder de Fidel Castro, la manera que dispensó favores y castigos deja apreciar que siempre se consideró un elegido, una especie de mesías que en su predestinación era capaz de predicar una verdad indiscutible, a la vez que era el único con la capacidad de concretarla. Como a todos los elegidos, los métodos a utilizar para lograr los fines les eran intrascendentes. Lo importante fue siempre la meta y no permitir que ninguna otra voluntad disputara la soñada conquista.

Su devoción por el poder no tenía precedentes en un continente que ha padecido déspotas de toda índole. Dictó leyes que le propiciaban mayor autoridad, a la vez que estructuraba una corte con servidores de extrema confianza, junto a un cuerpo represivo sin escrúpulos.

Emulando a dos de los dictadores más crueles de la modernidad, Joseph Stalin y Adolf Hitler, impuso un férreo control doméstico, mientras gestionaba estrategias y medios para impulsar la proyección imperialista de sus ambiciones. Siempre abrigó la certeza de que exportar los conflictos internos e internacionalizar los proyectos nacionales favorecía su perpetuación en el poder.

Esta certidumbre se apreció en el mismo año del triunfo de la insurrección, 1959, cuando aun antes de controlar de forma imperiosa el poder en Cuba, Fidel, en esa época no tenía apellidos ni para sus enemigos, entrenó, avitualló e hizo desembarcar contingentes militares compuestos en su mayoría por cubanos en Haití, República Dominicana, Panamá y Nicaragua.

No obstante, a pesar de los múltiples esfuerzos materiales y humanos, salvo en Nicaragua, fracasó en sus intentos de subvertir el hemisferio. Si el modelo que auspició tiene en la actualidad émulos en Venezuela y Bolivia, fue por la sumisión de Hugo Chávez.

Usó con doble propósito los recursos económicos y militares de la Unión Soviética. Se servía de ellos mientras cumplía como fiel lacayo todos los requerimientos del Kremlin. Oficiales cubanos recibían en la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus aliados entrenamiento militar, técnicas de espionaje y eran instruidos en actividades represivas, conocimientos que compartían con otros cubanos y los subversivos extranjeros que servían al régimen en sus planes de exportar la revolución. Realidad que se apreció en Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Uruguay, Bolivia y el resto de los países del hemisferio, incluidos Estados Unidos, asistencia que el dictador reconoció en junio de 1998.

Esta subordinación de Cuba a Moscú se patentizó todavía más con el apoyo de Castro a la doctrina de la soberanía limitada de Leonid Brézhnev, que puntualizó con su respaldo a la invasión de Checoslovaquia por ejércitos del Pacto de Varsovia, 1968, bajo el comando soviético. Incomprensiblemente el respaldo de los Castro a esta invasión, tal y como hicieron una década después, cuando Afganistán fue ocupada, no suscitó en sus aliados latinoamericanos, tan celosos de la autodeterminación y la no intervención, ninguna manifestación de rechazo o condena.

El faraón caribeño sumió a la sociedad cubana a iguales condiciones de derecho y vida que las que experimentaron los egipcios bajo Ramsés II, que gobernó 66 años en el siglo 13 a.C. Sin embargo, a diferencia de sus pares norteafricanos, el monarca cubano se destacó más por lo que destruyó que por lo que edificó, incluido el ridículo monumento funerario que ordenó para la conservación de sus cenizas, decisión sensata porque sobran voluntarios que destruirían una momia suya en las calles de La Habana.

Castro, tan cruel y paranoico como sus pares egipcios, no sólo cumplió con su ambición de poder en vida, sino que, después de muerto, su maligna sombra todavía domina vida y obra de los isleños, como certifica que a un año de su deseada muerte todavía estén en prisión dos ciudadanos que se negaron a guardar luto por su deceso, el médico Eduardo Cardet y el ingeniero Carlos Alberto González.