Una reflexión menos pesimista sobre las elecciones en Alemania

Andrés Reggiani

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Los resultados obtenidos por el partido de derecha populista Alternativa para Alemania (AfD) en las recientes elecciones parlamentarias alemanas han hecho temblar a Europa. Por primera vez en la historia de la República Federal una fuerza nacionalista y xenófoba ingresará al Parlamento, algo que no ocurría desde los años de la malograda República de Weimar. Con sus 94 diputados, la AfD será la tercera fuerza presente en el cuerpo legislativo, por debajo de demócrata cristianos (CDU) y socialdemócratas (SPD), y por encima de liberales (FDP), la izquierda (Die Linke) y los verdes (Die Grüne).

Las elecciones del domingo 24 de septiembre ratificaron una tendencia ya perceptible en las elecciones europeas de 2014, cuando la AfD logró colocar 22 diputados, y las regionales de 2016, cuando ingresó a los parlamentos de los estados de Sajonia, Brandenburgo y Thuringia. No es poco cosa para un partido creado en 2013 y cuyos afiliados no llegan a 30 mil. A modo de comparación, el Frente Nacional de Marine Le Pen tiene unos 85 mil adherentes, pero cuenta sólo con ocho diputados y dos senadores.

En las elecciones de 2013, la AfD se había quedado fuera del Parlamento por un margen ínfimo (4,7%). En cuatro años revirtió esa situación y triplicó ese resultado. Todos se han apresurado a vaticinar que el partido derechista introducirá en la civilizada convivencia parlamentaria un estilo crispado y provocador que podría tener consecuencias negativas para la cultura democrática. Puede que haya algo de razón en este temor, aunque en esta lectura también hace sentir su peso el recuerdo de experiencias pasadas poco alentadoras. ¿Sucederá con la AfD lo mismo que con los diputados nazis, quienes tras su ingreso masivo al Reichstag luego de las elecciones de 1930 degradaron la institución parlamentaria con gritos, insultos y amenazas?

Buena parte de la prensa, en especial la extranjera, ha caracterizado con tonos casi apocalípticos los resultados de las elecciones del 24 de septiembre. Con algo de esfuerzo y una pizca de imaginación, una ojeada a algunos titulares llevaría a pensar que estamos en los prolegómenos de una nueva Machtergreifung, la conquista nazi del poder en 1933. Estas caracterizaciones catastrofistas no sólo reflejan un desconocimiento de la historia alemana y su cultura política actual; lo que es más grave, al sobreestimar la dimensión de sus éxitos electorales, por muy reales y significativos que sean, contribuyen a alimentar el triunfalismo de la derecha.

La primera observación crítica que debe hacerse es la referida al lenguaje. Invariablemente se designa a la AfD como neonazi, cuando en realidad es un partido populista de derecha (Rechtpopulismus), así es como se lo define en Alemania. Esta distinción no significa minimizar su xenofobia racista, sino que permite entender por qué logró cosechar éxitos allí donde otros grupos extremistas fracasaron, como los neonazis de Die Rechte (La Derecha), que obtuvieron algo más de dos mil votos.

A diferencia de las posturas "revolucionarias" de la extrema derecha, siempre expuesta a la proscripción legal, en la retórica de la AfD resuena con más fuerza el lenguaje de "retorno", "recuperación" y conservación de ciertos valores amenazados por la globalización y las migraciones —el país, la cultura, la lengua, etcétera. Esta postura más conservadora se vio reflejada, por ejemplo, en los esfuerzos del partido para que sus diputados electos al Parlamento europeo en 2014 integrasen el grupo conservador y no la bancada de la derecha radical, prefiriendo sentarse con los Tories de David Cameron que con los extremistas de Le Pen.

En varias ocasiones dirigentes de la AfD han hecho uso de un lenguaje y defendido valores asociados con la tradición autoritaria y nacionalista. Tras conocerse los resultados del 24 de septiembre, Alexander Gauland, fundador del partido y uno de los principales candidatos electos, declaró a sus simpatizantes que la AfD "cazaría" a los otros partidos. Poco antes este político septuagenario había desatado un escándalo al señalar que si los ingleses podían amar a su monarquía y los franceses glorificar a Napoléon, los alemanes también podían enorgullecerse de los soldados que habían defendido su patria en la Segunda Guerra Mundial. El año pasado, durante la campaña que llevó a la AfD a los parlamentos de varios estados de la ex República Democrática, el candidato de Thuringia, Björn Höcke, denunció el Memorial del Holocausto, situado a metros de la Puerta de Brandenburgo, como un símbolo que ofende al pueblo alemán. Meses después, durante el principal programa de periodismo político de la televisión alemana, este profesor de historia produjo consternación entre los presentes cuando sacó de su bolsillo una bandera alemana y empezó a hablar del "pueblo alemán", dos cosas que en la cultura cívica democrática nunca van juntas.

Uno de los problemas que hacen complicada una caracterización adecuada de la AfD son los énfasis y las orientaciones diferentes que el partido ha adoptado desde su fundación, en 2013. Hoy coexisten al interior tres tendencias más o menos claras que por momentos se contraponen y en otros se complementan. Una de ellas es la corriente euroescéptica y neoliberal representada por uno de los fundadores y primer presidente del partido, Bernd Lucke. Esta tendencia, cronológicamente la más antigua y con la cual el partido se lanzó a la política en plena crisis griega, se nutrió del descontento de muchos simpatizantes del Partido Liberal Alemán (FDP), con la excesiva tolerancia del gobierno de Ángela Merkel para con los países agobiados por la crisis financiera.

Pero en poco tiempo los temas migratorios desplazaron a las preocupaciones económicas y, en 2015, Lucke dejó el partido en disconformidad con la nueva orientación nacional populista representada por la estrella en ascenso, la mordaz Frauke Petry. Si bien el partido nunca estableció una relación formal con la organización Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente), en la práctica el peso que adquirió la retórica anti-islámica y anti-inmigrante a partir de los episodios de Colonia —agresiones masivas de migrantes magrebíes contra mujeres alemanas— y Berlín —ataque suicida Breitscheidplatz reivindicado por ISIS— contribuyó a diluir las diferencias entre el partido y la organización islamófoba que marchaba todos los lunes en la ciudad de Dresde.

A la neoliberal-euroescéptica y nacional populista se suma una tercera corriente, de orientación más social-conservadora, preocupada por la defensa de valores como la familia, la religión y la cultura nacional. Que estas posiciones sean defendidas por una candidata como Alice Weidel, lesbiana y en pareja con una ciudadana suiza descendiente de migrantes de Sri Lanka, es un ejemplo más de la capacidad del nuevo populismo xenófobo para acomodar algunos aspectos de la modernidad, en este caso, la identidad sexual, a una matriz esencialmente conservadora y etnocéntrica.

Sin ser necesariamente incompatibles, estas posturas han dado lugar a conflictos y rupturas. Es lo que ocurrió con Lucke en 2015 y lo que acaba de ocurrir con Petry, que renunció en desacuerdo con la estrategia oposicionista que adoptará el partido. La praxis parlamentaria probablemente acentuará las diferencias internas y los antagonismos personales. Privados hasta hoy de un líder con la capacidad suficiente para unificar o disciplinar las corrientes internas, como hizo Le Pen con el Frente Nacional, y repudiados por los otros partidos, los diputados de la AfD —94 entre los 700 que integrarán el próximo Bundestag— serán un minoría aislada y con pocas posibilidades de ejercer influencia en el trabajo parlamentario. En el mediano plazo, el partido deberá, además, esforzarse para retener los más de dos millones de votos arrebatados a otras fuerzas —un millón a la CDU, 500 mil al SPD, 430 mil a la izquierda, 50 mil a los liberales.

Semejante transferencia es un arma de doble filo que en el futuro podría volverse contra la AfD. Ello dependerá en gran medida del éxito o el fracaso de la integración de los refugiados que sean admitidos en calidad de asilados, hasta ahora cerca del medio millón, y de una presencia más activa del Estado para mediar rápida y efectivamente en situaciones de conflicto intercultural, inevitable si se consideran las posturas tan diferentes de europeos y migrantes árabe-musulmanes en materia de familia y sexualidad. El éxito o el fracaso del populismo xenófobo dependerá no sólo de su habilidad para hablarle a un electorado diverso y volátil, sino también de la capacidad de partidos y gobiernos democráticos para articular políticas que permitan acoger a aquellos que llegan a Alemania buscando seguridad y bienestar y, al mismo tiempo, atender, sin clichés ni frases vacías, los temores a incertidumbres que estos procesos de cambio generan en amplios sectores de la población.

Aunque suene polémico, la irrupción de la AfD puede considerarse como un fenómeno normal en el contexto global del terrorismo islámico y el ascenso de los nacionalismos populistas. Más bien lo que cabría preguntarse, teniendo en mente el ejemplo de Le Pen, es por qué la AfD no surgió antes; por qué, pese a algunos incidentes aislados en el este, Alemania no conoció nada parecido a los estallidos de violencia étnica de los suburbios de París (2005) y Londres (2011). ¿No es preferible que los que respaldan a la AfD tengan la posibilidad de expresarse por la vía democrática y dentro de lo que marca la Constitución, que por otra parte es muy severa en todo lo relacionado con el racismo, en lugar de empujarlos a formas ilegales o violentas de protesta colectiva? Ello obligará a los dirigentes populistas, si es que desean tener un futuro en política, a distanciarse claramente de neonazis y otros grupos radicalizados. Al mismo tiempo permitirá a los poderes públicos y las organizaciones de la sociedad civil vigilar a aquellos que transitan el límite de la legalidad democrática.

El autor es docente investigador, Departamento de Estudios Históricos y Sociales, Universidad Torcuato Di Tella.

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