La vida de los dictadores siempre ha ejercido una fascinación sobre historiadores, psiquiatras y sociólogos, especialmente por las vicisitudes de su infancia y su juventud, donde sospechamos que puede detectarse la clave de esa monstruosidad que les ganó un lugar en la historia.
Stalin y Hitler se encuentran entre los top 10, junto con Mao, Genghis Khan, Atila, Napoleón, y la lista sigue. Ambos comparten el hecho de haber sufrido una infancia infeliz, padres alcohólicos que los menospreciaban y rumores de infidelidad de la madre, a la que adoraban. Ambos, en algún momento, se sintieron discriminados.
Ninguno de los dos fue bautizado con el nombre con el que pasaron a la historia. Adolf era hijo de madre soltera y su apellido original era Shicklgruber, después adoptó el del hombre que se casó con su madre. El nombre real del segundo era Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, pero al entrar en la clandestinidad usó varios nombres, hasta acabar adoptando Stalin, que quiere decir "hombre de acero".
Tanto Hitler como Stalin cultivaron una vena artística. El primero, la pintura, pero fracasó al intentar ingresar a la Academia de Viena; el segundo, con la poesía, con algunos poemas publicados en libros de antología poética georgiana que pueden verse en el Museo Stalin de Gori. Quizás por esta inclinación Stalin fue más tolerante con los escritores como Boris Pasternak que con los músicos como Dmitri Shostakóvich.
Uno se volcó prontamente a las lides políticas; el otro, después de un período en el seminario, donde perdió a Dios, encontró a Marx y fue expulsado, se dedicó a las luchas partidarias. Mientras Hitler, en Múnich, usaba sus fuerzas de choque para enfrentar al flagelo rojo, Stalin, llamado Soso cariñosamente por su madre y sus amigos, pasó a autotitularse Koba, una especie de Robin Hood georgiano, y con su banda se dedicó a asaltar bancos a fin de recaudar fondos para el partido, ya que, a falta de Dios, había encontrado la pluma vibrante de Lenin como fuente de inspiración.
Tanto Hitler como Stalin les otorgaban una connotación religiosa a sus convicciones personales.
Aquí se acaba el paralelismo, Hitler fue más sofisticado, si vale el término, dejó de lado la lucha armada y llegó al gobierno por medio de las urnas, aunque siempre lo rodeaba un halo de violencia, que la dirigencia alemana pensaba utilizar para tranquilizar a la nación y después descartar al "pequeño cabo", como le decían los jerarcas militares. En cambio Stalin siempre fue más directo y brutal, nada de sutilezas ni argucias, su contundencia era efectiva pero creaba recelos. Sus formas impactaron negativamente en Lenin, que si bien se valió de "sus virtudes" (Lenin dejaba que sus seguidores se ensuciaran las manos, ya que él era un intelectual), estaba consciente de la brutalidad de su seguidor, a punto tal de pedir que no fuese Stalin quien lo sucediese (carta del 4 de enero de 1923). El deterioro mental de Lenin le impidió mediar en las luchas que se desataron para ocupar su sitio.
Este hombre picado de viruela, único supérstite de cuatro hermanos muertos a temprana edad, que había nacido con sindactilia del pie izquierdo (los dedos unidos por una membrana fibrosa), con secuelas por una fractura mal curada de un brazo, que padecía una molesta psoriasis, disimulada bajo sus camisas abrochadas hasta el cuello, un hombrazo de aspecto adusto, que apenas esbozaba una sonrisa en público y no estaba dotado del poder dialéctico de Trotsky o la oratoria de Lev Kámenev, tuvo la astucia de moverse sin hesitar para hacerse del poder tras la muerte de Lenin.
Para seguir con la costumbre ancestral de adueñarse del áurea mítica de su predecesor, Stalin organizó el funeral del líder bolchevique, evitando por todos los medios que Trotsky estuviese presente. El invierno despidió a Lenin con 40 grados bajo cero, circunstancia que obligó a los músicos del Bolshoi a mojar la boquilla de sus instrumentos con vodka para ejecutar la marcha fúnebre de Chopin. Esta fue la música que acompañó el ascenso de Stalin.
Como secretario del Partido, Stalin designó a los secretarios que le respondían incondicionalmente y, dividiendo para gobernar, separó a Trotsky del poder, haciéndolo desaparecer de toda la iconografía donde se lo veía junto a Lenin.
Asentado en el poder, se dedicó a la colectivación y la industrialización de Rusia, luchó especialmente contra los Kulaks o propietarios de tierras agrícolas, a quienes arrebató sus fincas. Todo terminó en una feroz hambruna con millones de muertos. Este desastre era para Stalin un mal necesario en aras de la Revolución bolchevique y la instauración de "el nuevo hombre soviético".
Invocando esta causa, no dudó en deshacerse de los enemigos que amenazaban su poder, como Kirov, Kamenev y Zinoviev, todos viejos camaradas de lucha durante los años de enfrentamiento al zar, la Revolución del 17 y las guerras civiles.
También sus purgas, dentro del partido y el ejército, fueron eficaces para mantener su poder, gracias al terror, una característica propia de su condición psicopática, esa falta de empatía bañada por una paranoia que lo empujaba a excesos, la más de las veces innecesarios.
Gracias a la Segunda Guerra Mundial, Stalin logró unir al país ante la amenaza nazi y mostrar sus condiciones de líder en la adversidad. No por esto dejó de cometer errores, pero los escondió con el manejo propagandístico o disfrazó de victorias. A costa de millones de muertos, frenó el avance nazi en Stalingrado y Leningrado, siempre asistido por "el general invierno". Vencedora, la Unión Soviética se erigió como una potencia mundial y Stalin asistió a Yalta a repartirse el mundo con Franklin Roosevelt y Winston Churchill. A pesar de que los tres padecían trastornos cerebrovasculares (la psoriasis le inducía una vasculopatía que fue uno de los detonantes de su muerte), fue quien logró la mejor tajada para su país. La caída de la cortina de hierro, como la bautizó Churchill, fue el apogeo de su poder.
A diferencia de Hitler, Stalin fue el vencedor y escribió la historia exaltando las barbaridades del alemán y justificando las propias como males necesarios. A los 70 años la memoria del jerarca comenzó a fallar. El doctor Vladimir N. Vinogradov, su médico personal, le detectó una hipertensión que comenzó a tratar a la vez que le recomendaba que disminuyese su ritmo de trabajo. Fruto de su percepción paranoica de la realidad, sospechó una conspiración, echó abruptamente a su médico y dejó de tomar las medicinas. En estas circunstancias recibió una carta de la doctora Lidia Timashuk, quien acusó a Vinogradov y a otros médicos de origen judío de estar envenenando a altos mandos del Partido y Ejército. Sin perder tiempo, arrestó a 37 profesionales complotados y les arrancó una confesión mediante torturas. Como 17 de ellos eran judíos, se revivieron los progroms de la era zarista.
Gente del círculo íntimo de Stalin desapareció o fue ejecutada. Todo era recelo y desconfianza. Una nueva purga se desató y nadie sabía quién sería la próxima víctima.
Según la versión oficial, el 28 de febrero de 1953, Stalin se reunió con su círculo de confianza para ver una película, comer y beber copiosamente. Soso se fue a dormir. Al día siguiente no salió de su cuarto. Las horas pasaron y nada… Ni los guardias ni los criados se atrevieron a entrar a la habitación. Nadie quería despertar al monstruo por temor a una de sus habituales arranques de furia.
Finalmente, a las 10 de la noche, casi un día más tarde, forzaron la puerta y encontraron al hombre de acero en el piso. Era evidente que había sufrido un accidente cerebrovascular, aun así demoraron en llamar a los médicos. Los convocados a consulta se limitaron a observar la evolución. Nadie quería tomar una decisión. El miedo que inspiraba Stalin terminó llevándolo a la tumba.
Lavrenti Beria, como jefe del Servicio Secreto, se hizo cargo de la situación. A pesar de la gravedad y el tiempo transcurrido, Stalin reaccionó. Fue entonces que una enfermera empezó a darle leche con una cuchara, pero sufrió un nuevo ataque y tuvo un paro cardíaco. Los médicos trataron de reanimarlo, pero Nikita Kruschov, quien se perfilaba como su sucesor, ordenó detener las maniobras después de 90 minutos. "¿No ven que está muerto?" les gritó.
Los hijos de Stalin, Vasily y Suetlaya, se encargaron de difundir el rumor de una muerte por envenenamiento. Eran muchos quienes querían ver muerto a este hombre que sólo inspiraba terror. Sin embargo, en las fábricas y las plazas lloraban su muerte. Él había conducido a la Unión Soviética en sus horas más oscuras. ¿Qué sería de ellos sin Stalin?
Según nos cuenta Kruschov en sus memorias, fue Beria quien, en una reunión de Politburó, confesó: "Yo lo maté y los salvé a todos". ¿Murió a manos de Beria o Stalin ya estaba muerto por su propio accionar? Los tiranos con tendencias psicopáticas siempre tientan al destino probando la paciencia de sus coetáneos, como lo hizo Iván el Terrible, personaje al que Stalin admiraba. Ambos labraron su propio final, aunque en el caso de Iván los textos de historia dirán que murió cuando se aprestaba a jugar una partida de ajedrez, al igual que al referirse a Stalin sostengan que murió de un accidente cerebrovascular.
El autor es médico oftalmólogo argentino, investigador de Historia y Arte. Es director de Olmo Ediciones.