El presidente Mauricio Macri ha convocado a un gran acuerdo nacional de reformas permanentes para sacar al país de su derrotero de fracaso y hacer los cambios que lo reposicionen en la senda de futuro. La tarea no es sólo ardua, sino que requiere de algunos milagros. Pero el Gobierno tiene en sus manos un caso piloto ideal para demostrar su voluntad inquebrantable de cambio y para solucionar por lo menos un problema concreto y dar señales inequívocas de su vocación de apertura y competitividad: Aerolíneas Argentinas.
No hace falta volver sobre la historia del Grupo Aerolíneas, así denominado casi irónicamente, que con un formato seudoempresario paraliza el crecimiento del transporte aéreo desde hace muchos años. Su conjunto de varios gremios internos con el apoyo de otros gremios periféricos actuando en coordinación, si no en complicidad, ha sido la causa fundamental del déficit crónico del ente, y peor, del atraso del sector. Se podrían sacar otras conclusiones que incluirían figuras abarcadas en el Código Penal, en gradaciones diversas, pero no es el objeto de esta nota, que sin embargo reclama una auditoría mucho más estricta e imparcial que la actual, como corresponde.
La combinación entre un ente estatal y un sistema corporativo gremial que lo secuestra impide cualquier gestión gerencial que tenga alguna oportunidad de éxito, ya que el grupo está condenado a producir siempre pérdidas o a tender a un distante equilibrio, pero solamente con base en encarecer el precio de los tickets a los pasajeros-rehenes. Además, cualquier ejecutivo profesional que se designase caería siempre en la trampa de intentar que la entidad funcionase y a creer que puede persuadir a los millonarios sindicalistas, con puestos clave en la organización, a abrazar métodos racionales de funcionamiento empresario. Y peor, defenderá la permanencia de la explotación (sic) como si se tratase de un hijo. Se ha visto muchas veces a lo largo de la historia.
También fracasará cualquier intento de privatización. Porque solamente un improvisado, un aventurero o un delincuente puede comprar una estructura que sabe que no podrá dirigir ni operar con eficiencia, porque las leyes laborales, los sindicatos y todo un sistema perverso de sabotaje se le opondrán con cientos de artilugios, como también se ha visto varias veces. Se trata de un sistema desmadrado donde los pilotos deciden qué aeronaves pilotearán y cuáles no, e indirectamente las que se deben adquirir, o los mecanismos de adquisición.
La cuestión se resuelve cambiando el centro de la discusión. El problema no pasa por la defensa de Aerolíneas, la soberanía o los puestos de trabajo. El problema para el Estado debería ser cómo asegurar un sistema de transporte a valores razonables para toda la población.
El primer mito a desterrar es el de aerolínea de bandera, figura que todos sabemos que no existe virtualmente en el mundo, donde Argentina es obviamente una excepción, como en otros temas. Ese declamado concepto no asegura ninguna clase de soberanía, es apenas una rémora del tiempo en que la aviación era una cuestión militar. Tampoco se garantiza ninguna clase de seguridad, ni para el pasajero, ni sobre el delito. Por el contrario, deja enormes brechas para el contrabando y el tráfico de drogas, que no se han terminado de advertir o descubrir todavía, tal vez por conveniencias del mismo contubernio descrito.
También se suele sostener que el monopolio se justifica porque garantiza el servicio a zonas que de otro modo estarían aisladas. Curioso que eso no ocurra en general en los países donde no hay monopolio. Y curioso que el Estado, supuestamente tan preocupado por el bienestar de las poblaciones lejanas, haya desmembrado con gran prolijidad todo el transporte ferroviario, y haya permitido el encarecimiento desaforado de los costos de camiones y colectivos, pero se preocupe por el servicio aéreo. Aun así, este argumento muere cuando se advierte que cuando alguna low cost ha intentado cubrir a precios razonables estos destinos, ha sufrido todo tipo de patoteo y maniobras en su contra, que incluyen decisiones de varios gremios, reparticiones estatales y el propio sistema de aeropuertos.
Pero mucho peor, y desnudando la mentira del argumento, es el límite legal que impide bajar los precios de los pasajes por debajo de un cierto monto, medida digna de la Unión Soviética. Y por otro lado, el sistema de Aerolíneas y su hermanastra Austral parece ser el de cobrar barato donde existe alguna competencia y caro donde no la hay, como saben sus pasajeros-rehenes. Hay diversas maneras de atender a las necesidades de las poblaciones menos rentables, todas menos costosas e ineficientes que la actual, que tampoco es cierto que cumpla esa función.
Los funcionarios del área parecen estar conformes con que Aerolíneas pierda "solamente" cuatrocientos millones de dólares por año, sin advertir que las pérdidas totales son mucho mayores, por el costo adicional para los pasajeros y porque se está frenando una colosal expansión en el sector. Justamente el Gobierno ha trasmitido su expectativa de un boom del transporte aéreo, para el que está preparando un ambicioso plan de ampliación y mejora de aeropuertos. Nada más opuesto a ese objetivo que un monopolio como el de Aerolíneas.
Justamente, las llamadas low cost son la base de una gran expansión de la actividad, de un acceso masivo de la población a los servicios aéreos, de la inclusión de zonas hoy aisladas, de los viajes interzonales directos, del transporte de la producción regional. Ese aumento de actividad creará más puestos de trabajo que todos los existentes hoy. Sin embargo, es común escuchar a los empresarios gremialistas del monopolio sostener que están defendiendo las fuentes de trabajo. Argumento poco original a esta altura.
La teoría económica, respaldada por la realidad en todos los casos y en todo el mundo, dicta que ese aumento de oferta multiplicará la demanda del usuario y la demanda de mano de obra, a la vez que bajará los precios del servicio.
Pero el Gobierno no debe limitarse a las low costs. Todo el mercado debe ser abierto a la competencia. Los cielos deben ser abiertos y no debe existir reserva alguna de zonas, frecuencias ni destinos. Las exigencias deben ser las mismas para todos y el Estado, ocuparse de que no se inventen distorsiones por parte de nadie. Aerolíneas debe desaparecer y su personal será absorbido por las demás empresas, con un nuevo régimen laboral y legal que impida el sabotaje y el secuestro como ocurre hoy.
Mientras exista un monopolio sindical-estatal como en el presente, ninguna apertura será en serio. Y si se intenta aplicar la receta del gradualismo, se diluirá como se han diluido todos los otros intentos de cambio. La mezcla entre agua limpia y sucia, como ya se ha expresado, da como resultado agua sucia.
Por supuesto que estas medidas generarán huelgas, resistencias, acciones y otros actos de inaceptable presión, como ocurre exactamente en este momento. La tarea de Cambiemos será avanzar pese a esos inconvenientes y explicar a la sociedad el porqué de los cambios y por qué debe colaborar soportando el chantaje de los que paran o sabotean cualquier apertura. Se supone que eso es lo que quiere decir Cambiemos. Se supone que para eso sirve el respaldo que acaba de votar la ciudadanía.
Se dirá, como ocurre siempre, que esta solución es imposible por la resistencia que encontrará. En cuyo caso, tampoco debería creerse en la posibilidad de hacer acuerdos patrióticos para cambiar ninguna otra cosa, ya que todas las propuestas que se han mencionado en ese temario son mucho más complejas que esta.
Disfrute el paro de Aerolíneas. Es en beneficio de todos. De todos los sindicalistas-empresarios de nuestro monopolio aeronáutico orgullosamente estatal y argentino.