¿Beneficios de la destrucción?

Alberto Benegas Lynch (h)

Parece de ciencia ficción, pero inmediatamente después de la catástrofe de los espantosos vientos huracanados en el sur de Estados Unidos, el presidente de la Reserva Federal de Nueva York, William Dudley, declaró que el efecto neto de la destrucción desembocará en resultados positivos para la economía. Estas declaraciones trasnochadas fueron levantadas por varios medios estadounidenses de tirada nacional pero de modo acrítico. Dijo textualmente el personaje de marras: "El efecto a largo plazo de estos desastres en realidad eleva la actividad económica, porque hay que reconstruir todas las cosas que han sido dañadas por las tormentas".

Cualquier principiante en economía sabe que las antedichas declaraciones constituyen un dislate mayúsculo. Cualquiera que conozca la bibliografía elemental sobre estos temas hace que aquella manifestación patética lo remita al texto de la obra Economía en una lección, de Henry Hazlitt, en su segundo capítulo, titulado "La vidriera rota".

En el primer capítulo de ese libro, Hazlitt explica la falacia de los supuestos beneficios de la destrucción de activos. Comienza escribiendo el autor que la economía contiene más falacias que otras disciplinas donde se mezclan los efectos a largo plazo con los de corto plazo, por una parte, y por otra, mezclan los efectos visibles de los que laten en la trastienda, que muchas veces resultan los más contundentes y decisivos. También señala la manía de centrar la atención en los efectos sobre un grupo sin ver los efectos sobre el conjunto.

Hasta el infante más distraído sabe por propia experiencia, sigue diciendo Hazlitt, del disfrute de engullir caramelos, pero también se percata de los efectos perniciosos si se excede en la cantidad. Sin embargo, el autor subraya la desaprensión de economistas considerados de renombre que proponen todo tipo de desatinos, como, por ejemplo, aconsejar que todo el gasto vaya al consumo "para reactivar la economía", y en esa línea argumental desdeñan el ahorro y la consecuente inversión como si se pudiera consumir lo que no se produce, revirtiendo la cadena causal.

En todo caso, en el antedicho segundo capítulo, Hazlitt refuta de hecho las referidas declaraciones del presidente de la Reserva Federal de Nueva York realizadas 70 años después de publicado el libro. Este capítulo emula algún escrito del decimonónico Frédéric Bastiat en el que alude al escenario siguiente. Un chico rompe de una pedrada el vidrio del escaparate del un panadero del barrio. Los vecinos se reúnen y observan los vidrios rotos sobre los pasteles en la vidriera del panadero y comienzan a deliberar sobre el suceso. Al principio, todos se lamentan y condenan al malechor que se ha fugado, pero luego de transcurrido un rato alguien dice que las cosas no son tan negras, puesto que el vidriero tendrá más trabajo y la suma correspondiente le dará la oportunidad de adquirir nuevos bienes y servicios, y así sucesivamente con los que reciben el dinero, lo cual crea un proceso virtuoso de reactivación, que es lo que ha enfatizado el burócrata de la Reserva Federal.

Lo que no se ve, puntualiza la dupla Bastiat-Hazlitt, es que el panadero dispondrá de menos precisamente por la cantidad que destinó para reponer el vidrio en cuestión que lo tenía pensado para comprase un nuevo traje y así el sastre no podrá gastar el dinero correspondiente, y así sucesivamente.

Ahora bien, ¿cuál es el efecto neto de la destrucción del cuento? Se cuenta con un activo menos (el vidrio) y se podría haber ganado el traje (o mantener los ahorros del sastre) si no fuera por la pedrada. En lugar de contar con el vidrio y el traje, la economía solamente dispone de la reposición del vidrio que ya estaba antes de la rotura. La pérdida neta es el vidrio y, en nuestro ejemplo, mantener la inversión en dinero o adquirir el traje.

Días pasados, Bertie Benegas Lynch publicó un artículo en Infobae donde explica detenidamente los efectos devastadores que produjeron las intervenciones gubernamentales en los precios a raíz de las tragedias de los huracanes en la zona de Florida, en Estados Unidos. Ahora, resulta que aparecen sujetos como el de la Reserva Federal que plantean el absurdo a que hemos hecho referencia, lo cual empeora notablemente el cuadro de situación y sienta un pésimo precedente para el futuro.

Desafortunadamente, no está solo quien ponderó los supuestos efectos beneficiosos de la destrucción; los pioneros en este tipo de declaraciones y razonamientos han aparecido en la Primera Guerra Mundial y también en algunos textos que pretenden ser de economía. En algunos textos se confunde lo dicho con la "destrucción creadora" de Joseph Schumpeter, que nada tiene que ver con el análisis que queda consignado en la presente nota. Este economista se refiere a la innovación permanente que tiene lugar en el capitalismo en un contexto evolutivo y creador en el que se dejan de lado bienes de consumo, bienes de capital y formas de producción obsoletas para reemplazarlas por nuevas perspectivas. Concluye Schumpeter, en el séptimo capítulo de su Capitalismo, socialismo y democracia: "Este proceso de destrucción creadora constituye el dato de hecho esencial del capitalismo".

Pero en los hechos hay otra forma de hace la apología de la destrucción y es recomendando políticas económicas desatinadas a que a la postre consuman activos. A la cabeza de este tipo de destrucciones se ubica John Maynard Keynes, quien en el prólogo a la edición alemana de su teoría general en 1936 (a confesión de parte, relevo de prueba), en plena época nazi, escribió: "La teoría de la producción como un todo, que es a lo que apunta el presente libro, es mucho más fácilmente aplicable a las condiciones de un Estado totalitario que la teoría de la producción y distribución de los resultados producidos bajo las condiciones de la libre competencia y del laissez-faire".

En el capítulo 2 del segundo volumen de su Ensayos de persuasión, Keynes afirma: "Estamos siendo castigados con una nueva enfermedad, cuyo nombre quizás aún no han oído algunos de los que me lean, pero de la que oirán mucho en los años venideros, es decir, el paro tecnológico". Este comentario sobre "la nueva enfermedad" pone de relieve la incomprensión de Keynes sobre el tema del desempleo. Como se ha puntualizado en diversas ocasiones, en una sociedad abierta, es decir, en este caso, allí donde los salarios son el resultado de arreglos libres entre las partes nunca se produce sobrante de aquel factor que resulta esencial, el trabajo manual e intelectual, para la producción de bienes y para la prestación de servicios.

Y no es cuestión de centrar la atención en la transición, puesto que la vida es una transición permanente. Cualquiera que cotidianamente en su oficina propone un cambio para mejorar está de hecho reasignando recursos hacia otros campos. La mayor productividad produce siempre ese resultado. Los empresarios en su propio interés están interesados en la capacitación en los nuevos emprendimientos.

G. R. Steele, en su Keynes and Hayek, resume bien el aspecto medular del autor a que nos venimos refiriendo al sostener que Keynes, paradójicamente, aparece como el salvador de un sistema que condena, es decir, el capitalismo, y concluye: "Keynes considera el capitalismo como estética y moralmente dañino por cuya razón justifica el aumento de las funciones gubernamentales". Afirma muy documentadamente: "Hayek tenía gran respeto por el hombre, pero muy poco respeto por Keynes como economista". Su conocida visión de que las obras públicas en sí mismas permiten activar la economía pasa por alto el hecho de que los recursos del presente son desviados de las preferencias de los consumidores para destinarlos a las preferencias políticas, lo cual implica consumo de capital. Si las obras en cuestión son financiadas con deuda, se comprometen los recursos futuros de la gente.

Keynes, mucho más que Marx, ha influido negativamente en la destrucción que comentamos, quien patrocinaba la liquidación de la sociedad abierta con recetas que, las más de las veces, resultaban más sutiles y difíciles de detectar para el incauto que el marxismo, debido a su lenguaje alambicado y tortuoso. Los ejes centrales de su obra más difundida a la que hemos hecho referencia consisten en la alabanza del gasto estatal, el déficit fiscal y el recurso a políticas monetarias inflacionistas para "reactivar la economía" y asegurar el "pleno empleo", ya que nos dice en ese libro: "La prudencia financiera está expuesta a disminuir la demanda global y, por tanto, a perjudicar el bienestar".

Todos los estatistas de nuestro tiempo han adoptado aquellas políticas, unas veces de modo explícito y otras sin conocer su origen. Incluso en Estados Unidos irrumpió el keynesianismo más crudo durante las presidencias de Roosevelt: eso era su "New Deal" que provocó un severo agravamiento de la crisis del treinta, generada por las anticipadas fórmulas de Keynes aplicadas ya en los acuerdos de Génova y Bruselas, donde se abandonó la disciplina monetaria.

En definitiva, Keynes apunta en su mencionada teoría general a "la eutanasia del rentista y, por consiguiente, la eutanasia del poder de opresión acumulativo de los capitalistas para explotar el valor de escasez del capital". No quiero introducir consideraciones demasiado técnicas ni cansar al lector con las incoherencias y los galimatías de Keynes, pero veamos solamente un caso que hemos apuntado en otra oportunidad y es el que bautizó como "el multiplicador", al efecto de disfrazar lo que en la práctica se traduce en destrucción neta a través del gasto estatal. Sostiene que si el ingreso fuera de 100, el consumo, de 80 y el ahorro, 20, habrá un efecto multiplicador que aparece como resultado de dividir 100 por 20, lo cual da 5. Y préstese atención porque aquí viene la magia de la acción estatal: afirma que si el Estado gasta 4, eso se convertirá en 20, puesto que 5 por 4 es 20 (sic). Ni el keynesiano más entusiasta ha explicado jamás cómo multiplica ese "multiplicador".

Resulta esencial percatarse de lo inexorablemente malsano de cualquier política monetaria del mismo modo que es altamente inconveniente la politización de la lechuga o de los libros. Este es el consejo, entre otros, de los premios Nobel en economía Hayek y Friedman en su última versión. Cualquier dirección que adopte la banca central, ya sea para expandir, contraer o dejar la base monetaria inalterada, alterará los precios relativos con lo que las señales en el mercado quedan necesariamente distorsionadas y el consiguiente consumo de capital se torna inevitable que, a su turno, empobrece a todos.

En otras palabras, hay formas directas e indirectas de generar destrucción, para lo cual quienes participan de los valores de una sociedad abierta deben estar en guardia… y no sólo respecto a las declaraciones grotescas como las del presidente de la Reserva Federal de Nueva York con que abrimos esta nota.