Las actuales grandes tendencias sociopolíticas son: el principio democrático como única legitimidad política reconocida, enfatizado por el triunfo de Estados Unidos y sus aliados en la Guerra Fría, más el colapso del comunismo soviético; el resurgimiento religioso y el derrumbe del más poderoso sistema político que ha profesado el ateísmo. Pero si, exceptuando algunos países, la democracia representa el estadio más avanzado desde la reacción contra los dominios absolutistas clericales, ¿es posible la coexistencia democracia-religión? Y aquí el judaísmo tiene mucho y vasto para aportar.
La histórica demografía del pueblo judío fue mayoritariamente diaspórica y como minorías extranjeras sin ciudadanía pero con derecho de residencia, siempre presto a persecuciones, expoliaciones y matanzas en diversos países de Europa y oriente, lo que se alivianó con las democracias liberales hacia donde los judíos emigraron. Su aporte cultural y científico fue tal que Giovanni Sartori considera a la minoría judía como la piedra fundacional del éxito de la vida democrática en los países occidentales más desarrollados. Actualmente 5,5 de los 16 millones de judíos viven en Estados Unidos; representan menos del 2% de la población total, pero se desempeñan políticamente en proporción mayor que otros grupos.
Similarmente a los Estados Unidos de George Washington, acaeció en las democracias europeas ya desde la Gran Bretaña de George I y la Francia de Napoleón, donde ya sea por seguridad física, libertad de comercio, culto, acceso a profesiones o progreso social, nunca el judío fue usufructuario pasivo de tal realidad sino un colaborador activo. Cabe destacar que el Estado de Israel, donde los judíos son mayoría, es el más pequeño y único democrático de Medio Oriente donde, a pesar de las guerras, el terrorismo y los serios conflictos civiles internos, jamás desde su fundación se suspendió el proceso democrático.
No obstante, si bien todo ello confirma la moderna orientación histórica democrática del judío y su significativo aporte, no satisface la inquirida relación democracia-judaísmo y su posible coexistencia, porque, aunque existe el precepto de salvar la vida, salvo tres excepciones, este no fue el motivo de la mayoría judía emigrante bajo dicha circunstancia, dado que no vivían como tales, bajo su Ley, asimilándose mayormente a la cultura ambiente.
Sabida es la invocación bíblica como base del contractualismo moderno por sus fundadores como Hobbes, Locke y Rousseau, analogando el pacto Ds-pueblo de Israel con el Estado-ciudadano (Éx. 24:7); refiriendo a la liberación de la esclavitud (Éx. 1-15); la descentralización del poder y la igualdad ante la Ley, aun para el primus inter pares (Éx. 18 y Deut. 16-17); la manumisión de esclavos y la cancelación de deudas (Lev. 25 y Deut. 15); la igualdad entre el hombre y la mujer por su creación simultánea (Gén. 1:27), y en la humanidad, descendiente unilinealmente de Adam y Javá; la protección al débil en la figura del forastero, el huérfano y la viuda (Éx. 22:21-22 y Deut. 10:18); la lucha contra la pobreza (Deut. 15:4); la solidaridad (Éx. 23:22 y Lev. 19:9-10); así como la demanda de justicia social en diversos profetas. Pero esta relación entre mandatos bíblicos y principios democráticos modernos, o el uso político de aquellos, no describe su especificidad judía por no ser el objeto bíblico una formación política ni una doctrina social determinada, sino la demanda de culto a Ds, cumpliendo Su Ley.
Incluso bajo la misma falacia, podría alegarse que la coerción y la aceptación legal en la entrega de la Torá y en el establecimiento de un Estado democrático son de la misma naturaleza. El Talmud narra la imposición forzada de la Torá al pueblo de Israel conminándolo so pena de sepultarlo bajo el monte Sinaí; explicándose que dicha coerción divina fue debido al imperioso y perentorio carácter vital de la Torá para la existencia del pueblo de Israel, no librándola a la anuencia ni caducidad voluntaria humana. Pero dicha coerción, según la Ley, exceptuaría de pena a todo judío que incumpliese, ya que el compelido, si transgrede, queda exento de pena; y por ello en el libro de Ester 9:27 los judíos aceptaron voluntariamente la Torá. Análogamente, la naturaleza de la vida democrática se basa en obligaciones impuestas al ciudadano por imperio de la ley, forzándolo a actuar más allá de su voluntad; y donde la a priori obligación se torna en aceptación voluntaria a posteriori por el reconocimiento de necesarias normas y procedimientos en pos de una convivencia social pacífica y ordenada.
La específica y sustancial coexistencia democracia-judaísmo está dada por el mismo desarrollo milenario de la Ley como marco jurídico individual y colectivo, que presupone un judío diaspórico bajo un gobierno gentil, y por ello habiente de mecanismos para insertarse en un sistema político, legal y administrativo ya dado. Ejemplo de ello es el principio legal judío (Diná deMaljutá Diná, la ley del reinado es la ley), debiendo el judío cumplir con la ley impositiva, fiscal o administrativa-comercial del Estado. La Ley, así, valida la legalidad estatal acatándola, pero ante el conflicto, la obligación para con la ley expira por no ser el deber ante la Ley pasible de caducidad.
Esta distinción entre Ley divina como autoridad y ley estatal como poder de una sociedad que produce para sí un mecanismo gubernamental como marco existencial conforme a sus principios es lo que evita todo despotismo, limita la natural tendencia totalitaria del poder. Esto es, la autoridad trascendente como valor que imprime un deber demandando al hombre incluye y restringe el poder transitorio como instrumento que imprime una obligación satisfaciendo al hombre. En el judaísmo, sólo el deber preceptual otorga significado a la existencia y el hombre se reconoce como tal únicamente frente a Ds; y así en el Día del Perdón se dice: "Y no hay primacía entre el hombre y la bestia porque todo es vanidad. Tú [Ds] distinguiste al hombre desde el comienzo y lo reconocerás parado ante Ti". Y finalizando el Eclesiastés reza: "La conclusión del asunto es, cuando ya todo fue escuchado, a Ds temerás y sus preceptos observarás, porque esto es todo el hombre". Patriarcas y matriarcas bíblicos, más profetas, dan cuenta de ello y en coherencia con el "porque no es cosa vana para ustedes [la Torá], sino que es su vida" (Deut. 32:47), cancelando toda institución humana frente al deber preceptual ante su disyuntiva. Así, en esta estructura de deberes y obligaciones, la autoridad y el valor es Ds, y el Estado es el poder instrumental para la concreción axiológica, manifiesto de tal forma en Jeremías 29:7.
Luego, la obligación para con el Estado no es absoluta y por ello objetable, apelable; es un instrumento en función del deber. Incluso en democracia, cuando se obliga contra el deber impuesto por la Torá, esta tiene prioridad por su significado axiológico y no instrumental, es deóntica y no consecuencialista. Contrariamente, si la mera legalidad implicase obediencia absoluta, deviniendo el instrumento erigido por la sociedad para sí en significado de esta, acontece el fascismo, donde el ciudadano justifica crímenes alegando obediencia a la ley legítimamente sancionada, haciendo del Estado el valor y deber supremo, sin poder objetarlo.
Así, el judaísmo, su Ley, manifiesta de facto y cotidianamente en sus observantes, la relación y la contribución efectiva a la democracia, demandando la constante vigilia distintiva entre finalidad e instrumento, autoridad y poder, deber y obligación, valor y ley, limitando el absolutismo, evitando consagrar lo profano y fortaleciendo así las libertades colectivas e individuales.
El autor es rabino y doctor en Filosofía.