¿Y a esto le llaman democracia?

La sociedad, totalmente mareada, vacila entre odios y desilusiones. No entre proyectos, que no conoce y que no se debaten

Si algún E.T. desprevenido aterrizara por casualidad en Argentina y por error leyese todos los diarios, escuchase todas las radios y viese todos los programas políticos de la televisión, necesitaría una mente superior para comprender la discusión.

Una ex Presidente sospechada, acusada, acosada, investigada y perseguida por la Justicia y la opinión pública pregonando ética, sensibilidad y responsabilidad.

Esa misma ex Presidente que cultivó un manejo catastrófico de la economía, las relaciones exteriores y los contratos del Estado, clamando contra el gobierno que la sucedió por no haber resuelto al instante los problemas que ella misma causó en 8 a 12 años de desgobierno e irresponsabilidad.

Dicha política, que durante sus mandatos insufló el odio en la sociedad, le arrojó su indiferencia y su desprecio, le mintió y la agrietó hasta el borde de la disolución, ahora entrega su imagen de hada buena y comprensiva entre los que ayer no osaba ni mirar ni mucho menos tocar (sic). Al mismo tiempo, mostrando como en un culebrón a gente llorosa que son el residuo de la visión de ignorancia y despojo que ella enarboló en su previa gestión.

Esa misma política que porta a sus espaldas el asesinato de un fiscal y un par de tratados vergonzosos postulándose para senadora en busca de inmunidad e impunidad y obteniendo fuerte apoyo de las masas marginales a las que contribuyó fuertemente a pauperizar y excluir para transformarlas en esclavos subsidiados y seguidores ciegos.

Una supuesta estadista y abogada que en un escamoteo para candidatearse arma un nuevo partido de apuro, algo negado al común de los ciudadanos, tirando por el inodoro al frente usado que había armado para llegar al poder, desprestigiado y rechazado por su evidente corrupción, entre otros desastres. De paso, despegándose de todos sus ex funcionarios, acorralados por la Justicia y la opinión pública, destetándolos a patadas como las vacas hacen con los terneros a cierta edad.

Frente a ella, a veces como opositor, o como aliado, o como ex pareja, su partido original, el peronismo, dividido formal e informalmente en frentes con nombres diversos, o en liga de gobernadores o en bloques y bloquecitos, cada uno explicando que el peronismo es otra cosa, que propone otras ideas, y que están en contra de los corruptos, algo que omiten plasmar en sus votos en el Congreso cuando llega el momento de la verdad.

Todos estos actores con representantes haciendo de periodistas en programas de televisión y radio, donde sistemáticamente condenan exactamente lo que hicieron antes, jurando que cada uno de ellos es honesto y que los corruptos fueron "los otros".

Y todos con un proyecto común: explicar a la ciudadanía cuán lenta y equivocadamente ha procedido el Gobierno en solucionar las brutalidades que ellos grabaron a fuego en 12 años de mandato popular. Ese proyecto común es hacer lo mismo que hicieron antes. Cualquier antes.

Frente a esta propuesta, para denominarla de algún modo, se alza la ponencia del Gobierno, para denominarla de algún modo.

Consistió, primero, en no trasmitirle a la sociedad toda la magnitud del problema que recibió en sus manos, para no crearle pesimismo que se suponía que frenaría la economía. Eso incluyó no advertirle que se necesitarían varios años para recuperar lo perdido en 12 años de populismo y corrupción desbordantes.

Luego, no desmanteló las maquinarias de despilfarro dentro del sistema, ni desplazó a miles y miles de funcionarios nocivos enquistados en la estructura administrativa de todas las jurisdicciones. Sin embargo, agregó los suyos, muchas veces con cargos evidentemente superfluos, rayanos en lo ridículo.

Salvo los temas de supervivencia, como el cepo cambiario, no se cambió la política fiscal, de gasto, emisión, déficit y subsidios, excepto las tarifas, que no fueron compensadas con ahorro alguno en rubros superfluos. Un solo ejemplo: el subsidio a dos hipódromos por 500 millones de pesos anuales.

Durante sus primeros 18 meses, el Gobierno no desmanteló ninguno de los criterios que viene aplicando el país en las últimas ocho décadas. Sólo le dio otros nombres. Gradualismo, desarrollismo, normalización, crecimiento para absorber el déficit.

En ese período, la inflación se combatió con deuda interna y altos intereses, y el déficit se financió con deuda externa y altos intereses. Consecuentemente, el crecimiento es magro, y el empleo apenas crece debido, entre otras cosas, a una moneda apreciada por el endeudamiento.

En ese mismo lapso, la administración pareció más interesada en complacer con sus decisiones a los fanáticos del partido de quien había heredado un caos que a sus propios votantes que querían un cambio. En ese camino, profundizó los subsidios y continuó con las mismas prácticas dispendiosas de su antecesor. Y debe incluirse con un tono de gravedad el haber honrado y mantenido tratados con China cuyo contenido y extensión nadie conoce. Y algunos otros.

Ante el pobre resultado económico, el Gobierno ha decidido no hablar de economía durante la campaña y utiliza mecanismos de captación psicológica para conseguir votantes, eludiendo las propuestas concretas, el debate y la prédica.

Preocupado por el crecimiento de la intención de votos de su oponente, el Gobierno intenta ahora medidas que lo congracien con los sectores indecisos, que implican más populismo, mientras deja entrever que el ajuste vendrá luego de las elecciones, para desmentirlo de inmediato. Promete además una reforma tributaria de cuyo formato no tiene la menor idea y sin proponer simultáneamente una baja sólida del gasto, que no hará.

Durante 18 meses, el oficialismo se dedicó a proteger a la ex Presidente descrita más arriba, en la idea de que la confrontación con ella lo beneficiaría. Posteriormente, en una peligrosa actitud de soberbia, designó para competir con la peligrosa líder opositora a dos ilustres desconocidos en el distrito en que se libra esa batalla.

La sociedad, totalmente mareada, vacila entre odios y desilusiones. No entre proyectos, que no conoce y que no se debaten. La grieta entre los que quieren vivir del Estado, con razón o no, y los que, con toda razón, no quieren ceder más de su patrimonio y sus ingresos anuales o no pueden mantener sus empresas en estas condiciones, es cada vez más honda y fatal. Algunos sectores supuestamente lúcidos interpretan lo que ocurre como un claro síntoma de que hace falta un pacto federal sagrado y mágico para consensuar entre todos los factores los principios de fondo que se deben aplicar para salvar al país.

Omiten, sin embargo, que todos los protagonistas importantes de ese supuesto pacto piensan más o menos del mismo modo erróneo e histórico en relación con esos temas. O por lo menos así lo han demostrado en sus acciones concretas de gobierno. Nada más que la discusión de la coparticipación federal puede llevar a una guerra civil política. Simultánea y paralelamente, los grupos de organizaciones marginales y piqueteras, y las centrales sindicales, con sus diversos disfraces que van mudando según convenga, sabotearán cualquier decisión de quien fuese que intente cambiar el statu quo. Tampoco está claro cuál es el camino salvador que supuestamente debe seguirse, distinto al que ha traído al país hasta aquí, una y otra vez.

Ni está claro cómo se saldrá del atolladero por el que es imperioso modificar la Justicia corrupta, para lo que se debe conseguir el apoyo de quienes precisamente se espera que sean juzgados y condenados por una Justicia honesta. La ley que impide la delación premiada a las empresas, por ejemplo, ha sido aprobada y celebrada por amplia mayoría, cuando en rigor se trata de una tapadera.

Todo en un escenario en el que nadie propone nada importante sobre nada y se manosean emociones, percepciones, marketing e imagen política, salvo debates concretos, se gastan millones de pesos en una elección que no elige nada, en un sistema de internas creado para limitar el surgimiento de nuevos partidos, que se altera según lo que le convenga al que tiene el poder o los jueces para alterarlo.

Los ciudadanos han venido cayendo en la trampa en la que los políticos querían hacerlos caer. La discusión de barricada en la que incurren en público y en privado sobre personas, conductas, índices, encuestas, estadísticas, operaciones políticas, manipulación mediática e ideológica. Y, sobre todo, en la trampa del miedo, que es común a un amplio sector de votantes de cualquier signo.

Las opciones se resumen en dos grandes concepciones. Una con ideas viejas, con un pasado turbio, fracasado y sucio, lleno de errores. Otra, amenazando con un cambio, pero con miedo a cambiar y sin saber explicar o explicarse muy bien hacia dónde. Ambos grupos, escudriñando ávidamente las encuestas para ver qué quiere el pueblo que se le prometa. Ninguno pensando en liderarlo hacia la grandeza, sólo en ofrecerle un menú de populismo.

Y los votantes eligiendo entre quienes les parecen más buenos, o más queribles, o más redistribuidores, o más generosos con los patrimonios ajenos. Pero votando inútilmente, para no elegir a nadie.

A esta altura, E.T. regresa a su casa y cuando sus complanetarios le pregunten: "¿Qué es la democracia argentina?", seguramente contestará: "E.T. no entiende". Igual que nosotros.