Furia islámica en Jerusalén

Cabe preguntarse qué clase de cultura produce un sujeto como Omar el-Abed, dispuesto a masacrar a toda una familia inocentemente reunida en una mesa hogareña

La noche del viernes pasado, dos abuelos estaban celebrando el shabat judío y el nacimiento de un nuevo nieto ese mismo día en su hogar, en Neve Tzuf, un pequeño asentamiento de Cisjordania, en compañía de otros familiares. La puerta estaba abierta a la espera de más invitados. Entró un extraño inesperado: Omar el-Abed, un palestino de 19 años, simpatizante de Hamas, armado con un gran cuchillo. Apuñaló fatalmente a Yosef Salomon (70 años) y a sus dos hijos, Chaya (46) y Elad (36), e hirió gravemente a su mujer Tova (68), quien tuvo la trágica suerte de sobrevivir al ataque para ver a su esposo y sus hijos muertos en un charco de sangre. A Elad lo sobrevivieron su esposa y tres niños pequeños, quienes se salvaron al lograr encerrarse en una habitación. Los gritos desesperados de los presentes propiciaron que un vecino, soldado fuera de guardia, disparara al terrorista antes de que su carnicería continuara. El atacante fue curado en un hospital israelí.

"Tengo 20 años y muchos sueños, pero no hay vida después de lo que he visto en Al-Aqsa" posteó el-Abed en su perfil de Facebook antes de iniciar la masacre. ¿Y qué fue lo que había visto en la mezquita de Al-Aqsa que tanto lo consternó? Las autoridades israelíes habían puesto detectores de metales en los accesos a la Explanada de las Mezquitas, el tercer lugar más sagrado para el islam (y primer lugar sagrado del judaísmo, al que denomina Monte del Templo). ¿Y por qué pusieron las autoridades israelíes esos detectores? Una semana atrás, tres terroristas árabes de Israel contrabandearon armas hacia dentro de la Mezquita de Al-Aqsa y acribillaron a tiros por la espalda a dos policías israelíes en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Las víctimas resultaron no ser judías sino drusas: Haeil Sitawe (30), quien había sido padre hacía tres semanas y Kamil Shnaan (22), quien acababa de comprometerse en matrimonio.

En rechazo a esa decisión de seguridad, motivada por un atentado sin precedentes con metralletas contrabandeadas por terroristas musulmanes a la tercera más importante mezquita del islam, el liderazgo palestino inflamó a la calle palestina con acusaciones de que Israel pretendía modificar el statu quo del lugar santo, lo que el gobierno israelí negó reiteradamente. Fatah llamó a un "día de furia", la autoridad religiosa a cargo del lugar (Waqf), dependiente de Jordania y la Autoridad Palestina, instó a cerrar las mezquitas de Jerusalén el día viernes, y el muftí palestino llamó a todos los feligreses islámicos a que fuesen a protestar a la Explanada de las Mezquitas. Como era previsible, hubo enfrentamientos con la policía israelí y muertos palestinos, entre ellos uno al que le estalló en las manos la bomba molotov que estaba por arrojar contra las fuerzas de seguridad.

Dejando de lado el hecho de que en el acceso a la Gran Mezquita en la Meca hay detectores de metales, como también los hay a la entrada a la Tumba de los Patriarcas en Hebrón, en la propia Cisjordania —por no decir los que se hallan en cualquier aeropuerto, sala de conciertos e inclusive en Disneylandia—, cabe preguntarse qué clase de cultura produce un sujeto como Omar el-Abed, dispuesto a masacrar a toda una familia inocentemente reunida en una mesa hogareña. En Gaza comenzaron inmediatamente las celebraciones por la masacre de judíos. Mahmoud Abbas canceló toda cooperación con las fuerzas de seguridad israelíes.

Próximamente, la familia de el-Abed empezará a recibir dinero de la Autoridad Palestina, que —esto está determinado por ley— paga recompensas a los familiares de aquellos palestinos que hayan asesinado a israelíes. Cada año, la Autoridad Palestina eroga alrededor de 300 millones de dólares de su presupuesto nacional para pagar salarios a terroristas palestinos en cárceles israelíes y a las familias de terroristas muertos u otros palestinos que hayan caído al luchar contra Israel. Es posible que a futuro alguna plaza, calle o escuela sea nombrada en su honor, como ya tienen otros tantos infames palestinos que han matado israelíes en el pasado.

Para contemplar: tres musulmanes profanan la mezquita de Al-Aqsa al transformarla en un centro de operaciones de terror, matan por la espalda a dos policías israelíes drusos, la calle palestina-islámica estalla en furia colectiva cuando Israel, con entera justificación, instala detectores de metales para evitar una repetición de semejante atentado, y en reacción a todo ello un musulmán indignado apuñala salvajemente a una pareja de ancianos judíos y a sus hijos.

Ya padecieron este tipo de violencia insensata y desproporcionada los editores daneses del Jyllands Posten, los periodistas franceses de Charlie Hebdo, el papa Benedicto XVI tras su famoso discurso en Ratisbona y Salman Rushdie al escribir Los versos satánicos, por citar unos pocos casos. Quizás lo ocurrido sirva para validar algo que muchos venimos señalando desde hace tiempo: el terrorismo islamista que padece Israel no difiere del que padece el resto del mundo. O, parafraseando un viejo eslogan que buscaba concientizar sobre el SIDA en previas décadas: el terrorismo no discrimina, no lo hagamos nosotros.