Pepsicodrama

La lucha de muchos dirigentes gremiales ya no es contra el empresario opresor. Es contra sus propios afiliados

"Yo viví el llanto de la pobre chica que la policía se llevaba de los pelos, mientras clamaba que con ese trabajo mantenía a sus dos hijos". Apoyada en sus propias lágrimas, Vilma Ripoll, actuando como una delegada interna, trataba de conmover a Martín Tetaz, el economista de Radio Mitre que la entrevistaba, quien, con mucho aplomo, supo encontrar las respuestas adecuadas, no sin antes tener que explicarle a la llorona que él también tenía corazón.

A continuación, la trotskista enardecida y envalentonada pasó a esbozar su plan integral de creación de empleo, consistente, entre otras cosas, en la aplicación de una jornada laboral de seis horas, la construcción de barcos cerealeros y aviones propios, la restricción al derecho de las empresas a cerrar o abrir plantas donde les parezca, mientras paguen las indemnizaciones legales y el uso de subsidios. Todo ello basado en la crisis estructural argentina y mundial, similar a la de posguerra en Europa.

No conforme con su elaboración estratégica, procedió luego a sostener que las fuerzas de seguridad no tenían derecho a "reprimir", porque PepsiCo no había cumplido con las pautas legales ni tampoco había comunicado adecuadamente el cierre de la planta a sus trabajadores. Como si la policía tuviera que investigar las razones por las que se está cometiendo un delito antes de actuar. Por supuesto, volvió sobre el gran número de efectivos desplegados, que supuestamente indicaba la intención de la gobernadora y la ministra Bullrich de aniquilar a los trabajadores.

El lacrimógeno drama planteado por la enfermera ahora postulante a senadora, pese a su similitud artística con los discursos de los familiares de presos que siempre sostienen su incontrastable inocencia, sirve como base para analizar toda la problemática laboral argentina incluyendo el no derecho a cortar calles, rutas, vías y tomar fábricas o predios.

Se debería comenzar por una afirmación. El derecho de una empresa a cerrar una planta, a redimensionar su fuerza laboral, a despedir personal, es absoluto. Cualquier restricción sobre esa prerrogativa, si existiese, sería inconstitucional y, sobre todo, sería irracional para un país que necesita crear dos millones de puestos privados de trabajo en los próximos cinco años. Ello no excluye la obligatoriedad de pagar las indemnizaciones correspondientes. Los trabajadores no tienen la atribución de aceptar o no la indemnización. Pueden reclamar legalmente si no están de acuerdo con la forma de liquidación, pero no disputar la decisión.

El argumento de que no se informó con anticipación al personal la medida, algo raro cuando 80% decidió dar por terminada la discusión aceptando el doble de indemnización que le correspondía, no concede derechos. Cualquier falla en la comunicación o en el manejo de recursos humanos, tampoco.

El tema se entiende mejor si se le quitan las connotaciones ideológicas y sobre todo el mote de crisis estructural, que llama a la apelación de emergencia, que a su vez justifica saltar por sobre la ley. El escenario global es de competencia. Ello incluye la lucha por el empleo, que será sin duda el bien más escaso del siglo XXI. En ese escenario, el llanto no sirve. Sirve tratar de hacer lo que más protegerá el empleo. Y tratar de defender el empleo con prohibiciones, rigideces, tomas, huelgas y diatribas, es lo que menos sirve. El fallo de la Cámara de Apelaciones que obliga a reincorporar a 10 trabajadores es apropiado para el régimen soviético, como se advierte de una lectura. Es de suponer que la sala IV espera que PepsiCo reabra la planta para cumplir el fallo, que tendrá efectos muy nocivos en las decisiones de contratación de personal, en especial en las medianas empresas atemorizadas por la piratería judicial laboral.

Por supuesto que la tragedia individual de quedarse sin trabajo es conmovedora y dolorosa para quien la padece y para quien la observa. No se trata de un campeonato de solidaridad. Duele. Le duele a toda persona de bien y lacera a la sociedad. Pero ese dolor no debe transformarse en decisiones heroicas, efectistas y, peor, contraproducentes. Lo que muchos proponen como solución es lo mismo que nos ha traído hasta acá, luego de 80 años de repetirlo como un credo infalible. Eso incluye la construcción de barcos, aviones, el proteccionismo empresario, el sindicalismo arcaico, las huelgas salvajes, los paros políticos, los juicios alevosos contra las pymes, y todas las políticas macroeconómicas que nos alejaron del mundo, a lo que cabría agregar el trumpismo subdesarrollado de la señora de Kirchner.

Uno de los mayores obstáculos para el crecimiento del empleo lo ofrece esta rara figura del desacato de las comisiones internas o un sector desprendido de ellas que se enfrenta con el sindicato madre en las negociaciones. Luego de haber obligado al país a un sistema sindical único, cuando a ciertos sectores les resulta conveniente, esa unidad se rompe. Entonces la empresa no sabe con quién negociar, o si negocia con unos, se enfrenta a un grupo minúsculo que disputa a su propia conducción.

Esto ha pasado con los metrodelegados, por caso, y en muchas otras instancias, como en PepsiCo, donde el grupo que reclama es totalmente minoritario. Esa conveniente dualidad, que ha creado muchos millonarios y muchos ventajeros políticos, paraliza la creación de trabajo. Las empresas, de cualquier tamaño, están preparadas para negociar con los sindicatos, pero no para meterse en una guerra de guerrillas gremial.

La defensa que una parte del sindicalismo y la izquierda en todos sus formatos, incluida la corrección política, hacen de los trabajadores es ya un sabotaje a la creación de trabajo. Los trabajadores no lo ignoran. Por eso se apela a la violencia de las tomas y los piquetes para imponer criterios minoritarios. La lucha de muchos dirigentes gremiales ya no es contra el empresario opresor. Es contra sus propios afiliados.

El aspecto de la acción de las fuerzas de seguridad para desalojar la planta debe ser analizado con prescindencia de todo lo anterior. Aun con prescindencia de la justicia o la injusticia de las decisiones de la empresa. No sólo por la elemental defensa del derecho de propiedad, que ni siquiera la Constitución socialista de Raúl Alfonsín pudo demoler, sino porque el reclamo sobre un tema laboral no convalida el accionar delictivo en ningún aspecto. La Justicia debe resolver los temas laborales, pero el Estado tiene la obligación de intervenir de inmediato y restablecer el orden social cuando es alterado de tal modo. No es tarea de la policía determinar si alguien que está estrangulando a su mujer lo hace porque ella lo engañó, o viceversa. Esto puesto en términos comprensibles para la delegada vocacional Vilma Ripoll.

Los 500 efectivos, tan criticados también por el kirchnerismo, no son un indicador de que la ministra Bullrich decidió aniquilar a los tomadores. Es una técnica que se aplica universalmente para evitar el enfrentamiento y para minimizar los heridos de uno y otro lado. Esto también lo conocen los gremialistas y los políticos, pero usan la dialéctica de barricada para conmover y llamar al facilismo, también conocido como populismo.

El drama del desempleo es un hecho individual y social. Pero con estos planteos, declaraciones, alegatos y protestas, en vez de resolverlo, se colabora a agravarlo. Para ponerlo de modo asequible a la mentalidad deformada por el interés barato de gremialistas y políticos, al impedir un análisis y una discusión seria del problema, están colaborando eficientemente a transformar el drama del desempleo en tragedia. Y esa sí será una crisis estructural.