Cuando, el jueves pasado, en el encuentro con la canciller alemana en el Polo Científico Tecnológico, un investigador alemán del Instituto Max Planck reflexionó sobre la necesidad de sostener los acuerdos que esa organización tiene con Argentina, Ángela Merkel se refirió a la importancia de la investigación, la innovación y el desarrollo en ciencia y tecnología.
A propósito, mencionó que Alemania es de los pocos países europeos que cumple con la recomendación de la Unión Europea de invertir en esta área un 3% del PBI, meta aún más ambiciosa que la de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), a la que aspiramos pertenecer: 2% del PBI.
De acuerdo todos con la necesidad y la conveniencia de incrementar la inversión en el rubro, es probable que tendamos inmediatamente a preguntarnos si eso es posible en el próximo presupuesto nacional, como dando por sentado que en ciencia y tecnología la inversión es exclusivamente estatal. Creo, sin embargo, que la manera de alcanzar el objetivo es sumando más inversión privada. No es un hallazgo, nos lo demuestran los casos exitosos.
Como ya se dijo, Alemania destina casi el 3% del PBI a investigación, desarrollo e innovación, pero la participación del Estado en esa inversión es sólo del 25 por ciento. Estados Unidos destina un 2,73%; cerca del 70% lo aportan los privados. Israel, con el 75% de inversión privada, destina un 4,11% de su PBI. El secreto, sin duda, es la capacidad de esos países para incentivar y facilitar la inversión privada.
Argentina hoy destina a investigación, desarrollo e innovación el 0,8% del PBI, aunque el origen de esa inversión es casi exclusivamente estatal, al igual que otros países de la región que se caracterizan por la falta de reglas claras, la alta presión tributaria, la excesiva burocracia y la corrupción del sistema político.
Está claro cuál es el camino. Está claro que necesitamos aumentar la inversión en ciencia y tecnología, pero, como los países que crecen, tenemos que hacerlo fomentando y facilitando la inversión privada con herramientas adecuadas que actúen como incentivo. Por ejemplo, a través de programas de mecenazgo o de beneficios fiscales. Herramientas como la ley de emprendedores, sin duda, van en ese sentido. Aunque lo que definitivamente se necesita para que el capital fluya hacia proyectos innovadores es generar confianza como país. Ya hemos visto durante años que nadie invierte cuando se castiga el éxito con impuestos desmedidos, o cuando se dificulta la innovación con excesiva burocracia.
Promover la inversión privada en ciencia, tecnología e innovación no es buscar argumentos que liberen al Estado de su responsabilidad en la materia, ni justificar que disminuya su participación; es sumar recursos para alcanzar el objetivo de una ciencia pujante para un país también pujante. De hecho, los incentivos de los que hablamos significan también una forma de inversión estatal, por ejemplo, dejar de percibir recursos en impuestos para que vayan directamente del privado al sistema científico, sin pasamanos y con efecto multiplicador.
La lucha contra la corrupción, el desafío por la transparencia, la facilitación de trámites, la austeridad en las cuentas públicas y la reducción de la presión tributaria también forman parte del camino hacia el desarrollo científico y tecnológico.
El autor es diputado unión PRO-Cambiemos. Secretario de la Comisión de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva.