Otro país, otra plaza, otro balcón

A la Semana Santa de 1987 le siguieron los alzamientos de Monte Caseros y Villa Martelli. Mohamed Alí Seineldín tomó la posta en las dos últimas rebeliones. Se perdieron vidas y muchos bien materiales

La Semana Santa de 1987 marcó el fin de la primavera alfonsinista. No hay espacio para una mirada romántica ni ligera sobre lo ocurrido en esos días febriles e inolvidables. La ley de punto final, promulgada el 23 de diciembre de 1986, precipitó el curso de los acontecimientos. Con las cúpulas militares ya juzgadas y condenadas en el histórico Juicio a las Juntas, se pretendió imponer un corte temporal a los requerimientos judiciales.

Todos los no convocados en un plazo de tiempo fijado por la ley quedaban fuera de la posibilidad de ser alcanzados por la Justicia. Eso precipitó los trámites. Las causas se aceleraron y más de cuatrocientos oficiales fueron citados por los jueces, al menos cien de ellos estaban en actividad. El malestar en los cuadros medios se tornó insostenible.

Rota la cadena de mandos y sin una superioridad en condición de contener a su oficialidad descontrolada, la crisis se expresó de manera dramática. La mañana del Jueves Santo estalló la asonada. Inquietantes noticias llegaban desde Córdoba. El mayor Ernesto Barreiro, quien se había negado a presentarse ante un juez, tras haber sido imputado por sus responsabilidades en la represión ilegal durante la dictadura, se atrincheró en el Comando de Infantería Aerotransportada 14. Fue sólo el comienzo. En apenas horas el foco era otro.

Aldo Rico, un oficial hasta entonces desconocido, se constituía al frente de la rebelión al copar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. La memoria de los que la vivimos de cerca guardó la intensidad de esos momentos casi en tiempo presente. El general Alais viene marchando. Su paso es lento, cansino. No parece dispuesto a llegar y reprimir. Su morosidad genera suspicacia y sobresalto.

Llegan noticias de otras unidades militares que se suman a la revoluta. Nadie puede mensurar la profundidad de la crisis pero los hechos se suceden con el vértigo de lo imprevisible. Los insurrectos velan armas. Se han pintado la cara para tomar los cuarteles, usan uniformes de combate. Exponen sus pretensiones a punta de pistola.

Quieren una amplia amnistía, que cesen los juicios a los acusados de graves violaciones a los derechos humanos, que renuncie el jefe del Ejército y la cúpula militar, y su reemplazo por los nombres que ellos propusieran. Quieren que los medios, los dirigentes y los periodistas no hablen más del pasado reciente. Que cese lo que definen como campaña comunicacional. Han tomado a las instituciones como rehén de sus planteos. Parecen dispuestos a todo. Están usurpando bienes y posiciones. El recuerdo de la gente en vigilia, llenando las plazas, rodeando Campo de Mayo, interpelando a viva voz a los militares amotinados, conminándolos a bajar las armas, emociona y conmueve treinta años después.

El presidente elegido por todos está bajo la presión de los que tomaron fusiles y cuarteles. Quieren imponer sus condiciones. Tienen la democracia bajo coacción, secuestrada y extorsionada. La multitud se agolpa frente a las puertas de la unidad militar. Los dirigentes intentan aplacar los ánimos. Temen un enfrentamiento. La idea de un encontronazo violento entre civiles desarmados y los carapintadas insurrectos produce escalofrío. Sin margen alguno, el menor desborde auguraba un baño de sangre.

Raúl Alfonsín regresa de su Chascomús natal. Llama a la Asamblea Legislativa y se constituye en la Casa de Gobierno. No saldrá de allí hasta la tarde del domingo, cuando, agotadas todas las instancias, decide ir personalmente a Campo de Mayo. Antes se le ocurre la loca idea de hacerse acompañar a pie por la multitud. Alguien lo disuade. Parte solo con su edecán, en helicóptero.

La plaza llena espera su regreso. Corren horas de una tensión insoportable. El mítico "Felices Pascuas" presidencial trajo alivio pero también desencanto y zozobra. La democracia llegaba al lunes fortalecida después de un fin de semana de terror, pero las palabras de Alfonsín dejaban entrever que aquello recién comenzaba, se había optado por el menor de los males.

No hubo amnistía ni derramamiento de sangre, pero el conflicto estaba lejos de solucionarse y una seguidilla de acontecimientos posteriores confirmó la inestabilidad de la situación y las peores presunciones que oscurecieron la tarde de ese domingo eterno.

En junio, la obediencia debida ya era ley pero no alcanzó. A la Semana Santa de 1987 le siguieron los alzamientos de Monte Caseros y Villa Martelli. Mohamed Alí Seineldín tomó la posta en las dos últimas rebeliones. Se perdieron vidas y muchos bien materiales. Repensar a treinta años aquellos días permite reconsiderar tantos valores que hoy parecen extraviados. Actualmente produce extrañeza la imagen de aquel balcón. El presidente Alfonsín y, a su lado, respaldando, acompañando como quien abraza, el líder opositor Antonio Cafiero, entonces jefe de la Renovación Peronista. Junto a él otros tantos dirigentes de diversas fuerzas políticas.

La Rosada abierta a todos y todos en la Casa de Gobierno sosteniendo al jefe de Estado, resguardando la todavía frágil democracia. Cerrando el paso a los querían llevarse puestas las instituciones que tanto había costado recuperar. Otro país. Otra plaza. Otro balcón. Saúl Ubaldini, el jefe de la CGT, convocando a ocupar la calle. Los medios alineados en la cerrada defensa del sistema, la Asamblea Legislativa en pleno y movilizada, la ininterrumpida transmisión de canal 7, de la que fuimos parte con el convencimiento de que estábamos obligados a superar nuestro papel jugando fuerte para incidir en el curso de la historia.

Todos juntos, en vilo, en peligro, a plena conciencia pero unidos. En estos días tan agresivos en los que todo se banaliza en 140 caracteres, en los que se habla con liviandad de inminentes enfrentamientos civiles, en los que se atizan fantasías de desestabilización y se hace merchandising con helicópteros de cotillón, suma mirar hacia atrás y refugiarse en el recuerdo de aquel momento en el que al menos por unas horas todos nos unimos para defender la democracia. En el que, con nuestras diferencias, todos nos sentimos parte de un proyecto común.