Estoy convencido de que si erradicamos la desnutrición infantil mediante los centros de tratamiento y prevención ideados por la Fundación Conin, para luego insertar a esos niños en un sistema educativo apto para el mundo actual y el que vendrá, tendremos seres humanos capaces de adaptarse a la dinámica sociedad del conocimiento en la que se encontrarán inmersos. Si nos empeñamos incansablemente en esta causa, los beneficios socioeconómicos no tardarán en llegar. No es una hipótesis a comprobar ni una utopía irrealizable. El Estado chileno junto a la organización nombrada ya lo demostraron luego de 40 años ininterrumpidos de trabajo mancomunados.
En Chile, según el Servicio Nacional de Salud, los niños menores de un año que murieron en 1968 fueron 22.807, es decir, 1.900 cada mes, 63 por día, 2 cada hora. Eran tantos que ni siquiera se les hacían autopsias porque las causas eran sabidas: bronconeumonía, diarrea, gastroenterocolitis, meningitis o tuberculosis, todos problemas asociados a la miseria y a la desnutrición. La pediatría se había convertido en una lucha titánica contra la muerte masiva de infantes, y la tragedia mayor no era que ellos fallecían, sino que los que sobrevivían lo hacían con taras mentales y físicas.
¿Existía entonces relación entre el ingreso per cápita anual de 400 dólares y la mortalidad infantil que superaba los 180 por mil nacidos vivos? ¿Estaba la sociedad trasandina generando discapacidad sin darse cuenta o eran conscientes de que la deserción escolar del 70% derivaba de su inacción? ¿Cómo explicar si no el analfabetismo del 23% y la escolaridad promedio de sólo dos años?
¿Qué progreso alcanzarían si el 60% de los jóvenes moría antes de cumplir 15 años? ¿De qué manera generarían riqueza si el acceso a la universidad era sólo del 2% y la expectativa de vida de un chileno a mediados del siglo XX no superaba los 38 años?
Fernando Mönckeberg —escuchado hace una semana ante 700 personas, entre ellas, la vicepresidente de la nación, Gabriela Michetti— explicó junto a su discípulo Abel Albino cómo resolvió, con investigaciones y acciones, cada una de las preguntas formuladas. Él y su organización trabajaron al servicio de su país década a década, gobierno tras gobierno, ejecutando un plan perfectamente diseñado. "¿Puede repetirse la historia?", preguntó el auditorio. "¡Por supuesto! La situación de Argentina es infinitamente mejor de la que partimos nosotros", exclamó el referente internacional de Conin.
En 1950, la tasa de mortalidad infantil chilena era del 150 por mil nacidos vivos, hoy es del 7 por mil. La expectativa de vida era de 38 años, llega en la actualidad a los 79 años para los varones, 82 años para las mujeres. El analfabetismo llegaba al 23%, hoy es del 0,1 por ciento. Sólo el 35% de los habitantes tenía educación primaria completa, hoy, el 99 por ciento. Guarismos que en la educación secundaria pasaron del 12% al 75%, lo que permitió que el ingreso a las universidades se elevara del 2 al 50 por ciento. Todo ello contribuyó a que el ingreso per cápita, que en 1950 era de 400 dólares, ascendiera en 2016 a 23.563 dólares, lo que refleja el notable crecimiento del vecino país.
¿Qué debemos hacer para lograr ese milagro acá? Realizar un mapa de la desnutrición; lograr la salud absoluta de cada niño que nace de los 600 que lo hacen en condición de pobreza cada 24 horas; evitar las cinco muertes por día de desnutrición en los hospitales ideados por la ONG; construir o refaccionar edificios que permitan la aplicación de la exitosa metodología de prevención y promoción humana para los más de un millón doscientos mil niños menores de 4 años pobres; realizar obras de saneamiento ambiental, que incluya la provisión de servicios de cloacas, agua potable y electrificación de las viviendas.
¿Estaremos a la altura de las circunstancias? ¿Parece costoso lo propuesto? ¿No lo es más que siete de cada diez chicos no sepan resolver un cálculo matemático elemental y que cinco de diez no comprendan un texto básico? ¿Cómo queremos salir adelante si uno de cada dos no termina el secundario, por lo que hoy contamos con la triste cifra de que siete millones de adultos no lo concluyeron? ¿Qué pretendemos resolver enfocando el tema de la pobreza de una misma manera, lo que nos ha llevado de dos millones de planes sociales en el 2002, a tener ya en la actualidad una cifra cercana a los nueve millones?
Debemos cuidar el cerebro de los niños en sus primeros mil días, dándoles el estímulo y el alimento necesarios para que logren expresar su potencial genético. ¿Cuáles son las consecuencias de no recuperar la desnutrición del niño en el único tiempo posible? Los problemas serán psiquiátricos, anatómicos, funcionales, bioquímicos, eléctricos y un bajo coeficiente intelectual —en promedio 70— que llevarán a tener malos resultados académicos (en un territorio donde el analfabetismo alcanza a 600 mil personas y sólo el 30% de los universitarios se gradúan), que se traducirán en un posterior abandono de los estudios y una vida condenada al subempleo o el desempleo y, cuando no, lisa y llanamente a vivir bajo el asistencialismo perpetuo. Esa tragedia es individual y social. Nos afecta a todos y es un pesado lastre que impide que nuestra nación despegue.
No queda mucho margen de maniobra para poner en jaque a nuestro subdesarrollo. Miles de desnutridos crónicos no podrán detener ni comprender la tecnología si no se los rescata de las garras de la miseria y la injusticia. Pobreza y desnutrición van de la mano. Desnutrición y educación, también. Con cerebros intactos y educados, el desarrollo será una consecuencia.
El autor es licenciado en Administración de Empresas (UCA). Magíster en Economía por la Swiss Management Center University de Suiza. Representante de Conin en Buenos Aires.