El Presidente intenta mantener firme el tono de la voz. Consciente del calibre de las palabras que va a pronunciar, toma distancia del micrófono con un tímido silencio y, titubeando, recita el hit de campaña: "Para que haya pobreza cero vamos a crear trabajo y ampliar la economía". Meses después, un informe de la Universidad Católica Argentina (UCA) sepulta el espejismo: en Argentina la pobreza alcanza al 33% de la población. Y no detiene el galope: los estómagos vacíos se multiplican, el desempleo se viraliza y la economía continúa de malhumor. Mauricio Macri pidió perdón por la quimera que soltó, pero no por el millón y medio nuevo de pobres.
Varios kilómetros más al norte, precisamente en Florida, otro empresario convertido en político trona contra la inmigración. Se apoya en un atentado ocurrido la noche anterior en Suecia. No precisa número de víctimas ni modus operandi. Tampoco autores. El público presente estalla en aplausos, fervor y, claro, el combustible indispensable para prender la xenofobia, insensatez. Pequeño detalle: en el país escandinavo el único incidente que hubo el día anterior fue la nieve que cubrió algunas arterias viales. Y ni Alá ni ningún mexican estuvieron involucrados en el "crimen meteorológico". El ataque terrorista nunca existió. Donald Trump, el rey Joffrey de la postmodernidad, nunca se retractó.
La mitomanía política es moda. Sí, la verdad ha perdido todo tipo de erotismo; quedó anticuada. Resulta aburrida para los tiempos que corren. Los ciudadanos ya casi no penalizan la falsedad (PolitiFact, una especie de chequeado.com norteamericano, sacó a la luz que sólo 76% de los mensajes de Donald Trump son falsos o erróneos). Es más, si la fantasía política viene con un arco narrativo coherente, vertiginoso y atrapante, la demandan. Sobran motivos para el diván social.
Para algo de realidad está Netflix. La pantalla está superando en veracidad a la no ficción. Las series más taquilleras, House of Cards, Borgen o The Wire gozan de mayor objetividad que varios de los líderes que ostentan el timón hoy en día. Reproducen de manera más fidedigna las roscas palaciegas, el ajedrez de la realpolitk y la escalera del poder. Por más contradictorio que suene, riman mejor con la verdad.
Y el fenómeno dista de ser patrimonio exclusivo de un barrio ideológico. Trump, Macri o Maduro, a izquierda y derecha el acting es la norma. La posverdad arrasa con cuanto credo se le ponga delante. El envoltorio discursivo puede variar —el inmigrante como chivo expiatorio, la transparencia republicana o la revolución bolivariana—, pero la "patología" es la misma: simular algo hasta convertirlo en sentido común.
Venezuela fue otro ejemplo palmario esta semana. Después de la clausura del Parlamento por parte del Tribunal Supremo, el Consejo de Defensa de la Nación de Venezuela (Codena), ante la presión internacional, exhortó al máximo órgano de Justicia a que reviera su decisión. ¡Como si el cambalache fuera una iniciativa autónoma de una logia de jueces con paladar dictatorial! Un verdadero insulto contra la materia gris del planeta. Si hay fantasía, por favor, se agradece un mínimo de producción. De lo contrario, es preferible el silencio brutal de China, que no gasta en cosmética ni en fuegos de artificio. "Las mentiras más crueles son dichas en silencio", diría el escritor escocés Robert Stevenson.
Hace tiempo que la forma se devoró al contenido. Ya poco importa la sustancia en la gramática política. Todo es cáscara. El argumento está en peligro de extinción. El marketing colonizó la comunicación política. Ni el maquiavelismo indómito del protagonista de House of Cards, Frank Underwood, enlaza con esta nueva raza de dirigentes. Nada de fines: el medio es la tónica. No se va hacia ningún lado. El poder se mira el ombligo y, de paso, nos regala un poco de show.
Geert Wilders, János Áder, Marine Le Pen y Michel Temer, los casos de calumnia política son infinitos. La vara ética está enterrada varios metros bajo tierra. Vale todo. Berlusconi is back; sólo que esta vez vuelve como mainstream, no como rara avis.