Como sabemos, la reforma constitucional de 1994 incorporó los tratados internacionales ratificados por la Argentina a la cúpula de la pirámide jurídica, dándoles jerarquía constitucional. Es más: su art. 75 inciso 22 le otorga ese elevadísimo rango a una serie de tratados y específicamente a la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York el 20 de noviembre de 1989 y aprobada por nuestra ley nacional Nº 23.849.
¿Qué dice esa convención, que pueda ayudarnos para poner orden y lógica en el endémico conflicto de los gremialistas docentes contra todos los gobiernos nacionales y provinciales, salvo excepciones que por lo pocas, casi olvidamos?
Su art. 29 contiene una serie de objetivos generales de la educación que no por obvios son menos importantes: se debe educar para desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades; hay que inculcar a los alumnos el respeto de los derechos humanos, de las libertades fundamentales y de los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas, así como por supuesto el respeto a sus padres, a su identidad cultural, a su idioma y a los valores nacionales del país en que vive, del país de que sea originario y hasta de las civilizaciones distintas de la suya.
También se debe preparar a los chicos para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena e inculcarles niño el respeto del medio ambiente natural.
Obviamente que nada de lo dispuesto en ese artículo o en el artículo 28 se debe entender como una restricción de la libertad de los particulares y de las entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza, a condición de que se respeten los principios de esta Convención y de que la educación impartida en tales instituciones se ajuste a las normas mínimas que prescriba el respectivo país.
Esas sólidas reglas ya dan una pauta de la que podemos deducir algo: la huelga, como método de negociación de salarios y condiciones laborales, no parece ser encomiable cuando existen otras alternativas que evitan daños a terceros y especialmente a los alumnos, que se ven privados de aprehender todo eso que la escuela debe darle.
Mas concretamente, el art. 28 de la Convención consagra el deber de los Estados signatarios –o sea que nos incluye- de implantar la enseñanza primaria obligatoria y gratuita para todos, fomentando además el desarrollo de la enseñanza secundaria, para que todos los niños tengan acceso a ella. Esto incluye la implantación de la enseñanza gratuita y la concesión de asistencia financiera en caso de necesidad, porque incluso la enseñanza superior debe ser accesible a todos, sobre la base de la capacidad.
Este acceso a la educación incluye naturalmente que todos los niños dispongan de información y orientación en cuestiones educacionales y profesionales y tengan acceso a ellas, sin perjuicio de que cada país debe adoptar las medidas adecuadas para que la disciplina escolar se administre de modo compatible con la dignidad humana del niño y de conformidad con este pacto.
Y en lo que nos ocupa específicamente –la legitimidad o no de las huelgas docentes- la Convención es concretísima: reconoce explícitamente el derecho del niño a la educación, lo cual es directamente opuesto a dejarlo sin clases, aunque fuese con el argumento real o argumental de proteger derechos de los docentes.
Esta convención protege a los niños, no a los derechos laborales de nadie.
Más aún, obliga a los países –Argentina incluida, repito- a adoptar medidas para fomentar la asistencia regular a las escuelas y reducir las tasas de deserción escolar, lo cual es igualmente incompatible con admitir medidas de fuerza que suspendan el dictado de clases.
Se dirá que cuando existen conflictos de intereses, por ejemplo entre estos derechos de la niñez y los derechos laborales de los maestros, debe tratarse de compatibilizar ambos. Es cierto, cuando es posible. Y para ser prudentes y justos, los gobiernos y los jueces deben tener presente que las medidas de fuerza y de protesta no son solamente las huelgas, ya que los docentes bien podrían marchar, asentarse en plazas y ejercer los muchos modos de protesta a los que los argentinos nos hemos acostumbrado con una templanza de faquires, pero sin afectar las clases.
Por ejemplo, los miles de docentes sin horas de cátedra por ser suplentes, pueden manifestarse en horas hábiles en las capitales de provincia o en nuestra asolada capital y turnarse con los que dan clases, que manifestarían en horas en que no afecten su deber fundamental, que es ocuparse de los niños. Esto no es una utopía. Es una obligación constitucional de quienes libremente han decidido ser docentes y auxiliares docentes.
Ningún derecho constitucional puede dejar de lado las obligaciones que la misma Constitución impone, y muchísimo menos cuando se afecta a los más débiles de la sociedad, que son los niños, además de los enfermos y los ancianos.
Cuando maduremos política y jurídicamente y se declaren ilegales –con todas sus consecuencias- los actos que violen esa regla, comenzaremos a crecer. Antes, será imposible. Las huelgas docentes que impiden, demoran o afectan el dictado de clases son inconstitucionales y por ende, ilegales. Ojalá se lo declare de una buena vez y para siempre.
El autor es abogado y ex integrante del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación.