Hacia una nueva ley de enjuiciamiento criminal

Julio Báez

El lunes 20 de febrero del 2017, en la sede central del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, se llevó a cabo una reunión de la Comisión para la Reforma del Código Penal de la Nación. Se trató del primer encuentro del comité encargado de elaborar el anteproyecto de reforma y actualización de la norma jurídica sancionada en 1921. En este mismo espacio ya nos habíamos pronunciado tanto en favor de la actividad modernizadora del Código de Moreno —con una miradora compiladora, abarcadora en un cuerpo único de la normativa penal dispersa y enderezada hacia una visión en un marco de género, macrocriminalidad, tratamiento de las personas jurídicas, ecología, delitos informáticos y criminalidad financiera en toda su amplitud— como de la calidad de los juristas escogidos.

También creemos que es necesario extender ese enfoque modernizador hacia la vetusta legislación procesal que nos rigen en el orden nacional. No está demás recordar las palabras de ese jurista excepcional que es Miguel Almeyra, quien, al prologar el Tratado de Derecho Procesal, de nuestra coautoría, ha señalado certeramente que la ley 23984 tuvo el indiscutible mérito de introducir la oralidad en el procedimiento principal; supera así más de un siglo de férreo escrituralismo, sostenido con entusiasmo en el ámbito nacional, tanto desde la academia como en el foro, pese a que despertando el siglo XX don Tomás Jofré, un verdadero precursor del procesalismo, consagraba la oralidad y con ello la inmediación, que es en rigor lo que más importa, entre el tribunal y los restantes sujetos del proceso, en sus dos proyectos, luego devenidos en ley, para las provincias de San Luis y Buenos Aires. Y que no hablar del singular esfuerzo en la provincia de Córdoba, de los profesores Alfredo Vélez Mariconde y Sebastián Soler en tiempos de la gobernación de don Amadeo Sabattini.

Pero también nos recuerda Almeyra, en dicho prólogo, que el aporte del profesor Ricardo Levene (h) cumplió ya su ciclo, y la prueba más acabada es la saga de inconstitucionalidades que nuestra Corte Suprema se vio obligada a declarar de varios de sus preceptos, por su falta de sintonía con los resguardos convencionales aprobados legal y constitucionalmente en materia de derechos fundamentales del hombre. Y a ello cabe añadir que el modelo al que se adhirió el distinguido catedrático que abrevaba indirectamente, sin duda, en el viejo código cordobés ya había sido sensiblemente mejorado por las leyes locales 5303, 5859, 5549 y 5989 que fueron ignoradas por el autor, con el agravante de que contemporáneamente, con la sanción de nuestro actual digesto, la provincia mediterránea instituía derechamente el acusatorio formal.

Ya con antelación a los severos pronunciamientos jurisdiccionales, desde la doctrina se le había asestado al Código de Levene un elenco nutrido de embates que habían oscilado desde haber nacido viejo y caduco; amalgamar en un mismo cuerpo codificado diversas y hasta antagónicas concepciones filosóficas cuya heterogeneidad no había hecho más que complicar la interpretación orgánica y sistemática de sus normas y no haber guardado, infortunadamente, la indispensable armonía que en materia tan delicada, como es el juzgamiento penal, debió tener con la Constitución Nacional.

Siempre fuimos de la opinión —y así lo hemos plasmados de manera más extendida en numerosos artículos canalizados por intermedio de sendas revistas jurídicas— que se imponía una mutación radical de tan patético ordenamiento, cuya derogación lisa y llana era la medicina más certera para nuestra salud procesal, adoptando un modelo definidamente acusatorio propio de las orientaciones más modernas en la materia y compatible con el espíritu de la Carta Federal.

Las innúmeras modificaciones que alcanzaron a la ley 23984, parciales y asistemáticas, desembocaron en la controvertida decisión política de dar vida a la suspendida ley 27063. Al ser convocado por la Comisión de Legislación Penal del Honorable Senado de la Nación adelanté sobre la finalmente sancionada ley 27063 que si bien poseía el mérito de albergar una matriz acusatoria, expuse mis reservas en torno a que ese ordenamiento había nacido bajo el candelero de la luz fatua de no saberse a ciencia cierta quién era el padre de esa criatura. Se ignoraba quién o quiénes habían sido sus proyectistas; nada se dijo acerca de su genealogía y sólo se brindaron algunas imprecisiones o ambigüedades en torno a la actual morosidad, derogar prácticas inquisitivas y ahuyentar todo lo nocivo que germina del conocido eslogan sintetizado en la fórmula de la denominada puerta giratoria, arraigado ampliamente en los medios masivos de comunicación.

El decreto 257/2015 dejó sin efecto aquellos aspectos de las leyes 27063, 27148, 27149 y 27150 vinculados con la implementación del Código Procesal Penal de la Nación, con la finalidad de evitar la aplicación errada y carente de integralidad de un diseño institucional cuya puesta en funcionamiento no se encuentra acabadamente planificada. Ello con fundamento en que dada la magnitud de la tarea aún pendiente, que ha sido advertida por la Comisión Bicameral de Monitoreo e Implementación del Nuevo Código Procesal Penal de la Nación y por la Unión de Empleados de la Justicia de la Nación, no se encontraban reunidas las condiciones básicas para asegurar la implementación proyectada en el plazo oportunamente establecido, y, en consecuencia, tal implementación en las actuales condiciones pondría en grave riesgo la correcta administración de Justicia.

Creo que fue plausible, hace más de un año, el diferimiento plasmado en el decreto de mención, puesto que fue de una improvisación supina la enmienda que se pretendía y que era tal la inopia del legislador que desconocía que para hablar de reformas procesales —más allá de su anhelo— deben contemplarse partidas dinerarias de funcionamiento, creación o reasignación de recursos humanos, reequipamiento del mobiliario existente, etcétera, todo lo cual lucía ausente en aquella oportunidad.

No obstante ello, lo cierto es que ha pasado un espacio por demás prolongado desde aquella atinada adopción de posponer la seráfica reforma; ello nos ha obligado a seguir conviviendo con un conjunto normativo longevo cuya lobreguez emula a un triste cortejo fúnebre, donde todos consuelan a los deudos pero nadie levanta al muerto.

En condiciones de asepsia política creo que es necesario que, en paralelo a la modificación del Código Penal, se haga lo propio con nuestra ley de enjuiciamiento cobijando una arquitectura acusatoria similar a la adoptada por la mayoría de las provincias argentinas. Como también nos vuelve a recordar Almeyra, la eliminación del juez de instrucción, cuya función no es difícil de adscribir a uno de los tres perfiles de los que tanto nos habló Niceto Alcalá Zamora —el juez espectador, el juez director y el juez dictador—, no puede dejar de recibir la mejor bienvenida en tanto normativamente —esto es, la contrapartida de la discrecionalidad— se prevea la predeterminación del magistrado del ministerio fiscal, que habrá de asumir la preparación de la acción pública, con anterioridad al hecho de la causa y se instituya el mecanismo adecuado para resguardar el contralor de su actuación.

La posición en que se ha ubicado institucionalmente el Ministerio Público, luego de la enmienda constitucional de 1994, lo ha consolidado como un verdadero poder independiente del Estado, pero, de ninguna manera, supone la discrecionalidad en la persecución penal ni, mucho menos, que sus actos estén al margen de toda suerte de contralor de los poderes constituidos. No obstante ello, la actuación del Ministerio Público resulta importante, aunque no exclusiva, en cuanto a la promoción de la acción penal pública, lo que concreta matices diferenciales con los antecedentes de la antigua Grecia y Roma en los que el damnificado del delito ejercía exclusivamente la acción penal y disponía de esta, manteniéndola o renunciándola a su entera voluntad.

Estoy persuadido de que también es comulgante con el embeleso el reconocimiento del derecho de la víctima a ser escuchada, asistir a las audiencias, la posibilidad de ser legitimada activamente y subrogar, en algunas oportunidades, la inacción estatal. La acción penal puede ser tomada por el agraviado, devenido en querellante, ante la posición taciturna del perseguidor oficial.

Es necesario alejarnos del convidado de piedra, frase que inmortalizara nuestro genial Julio Maier, como síntesis de su posición adversa a la franca incorporación del ofendido en un escalón de igualdad con el imputado y como manifestación del burdo y petiso escalón que transitó el poder punitivo, luego de la caída de Roma, por el que usurpó o desplazó al particular del puesto de damnificado, degradando a la persona lesionada y expulsándola de la relación procesal, cuya titularidad asumía.

Es cierto que el proceso penal se estructura —porque así lo indica la Constitución Nacional, los pactos internacionales y las normas reglamentarias— partiendo del imputado y de sus derechos. También no dudo en proclamar que el derecho de defensa, que es sagrado, abarca la posibilidad de audiencia, la de ofrecer la prueba que desvirtúe la imputación, que se corroboren las manifestaciones de inocencia, la posibilidad de controlar la prueba tanto de cargo como de descargo, e inspeccionar los actos procesales que autoriza la ley de rito.

Pero, sin perjuicio de ello, entiendo que la defensa en juicio es bidimensional —comprensivo tanto de los derechos del imputado como de la víctima— dado que el perjudicado directo en sus bienes jurídicos debe tener una intervención amplísima durante el enjuiciamiento criminal, cuando así lo desee.

Para hablar del proceso como de una contienda entre iguales, quien sufre el menoscabo en sus bienes jurídicos debe encontrarse en un pie de correspondencia con el perseguido (el cual, que quede bien en claro, no debe ser despojado de ninguna de las prerrogativas con que se lo enviste para contestar la acusación y ofrecer la prueba que hace a la presentación de su caso) colocándose el juez en un lugar pasivo, distante de las partes, y ejerciendo su poder de resolver la contradicción que se pone en su conocimiento.

Son certeras las reflexiones plasmadas en la tesis doctoral de Francisco Castex, quien cobija que la víctima puede pretender la imposición de un castigo como consecuencia del derecho de tutela judicial efectiva que reconoce su simiente en la Declaración Americana sobre los Derechos del Hombre, recogida, a su vez, por otros ordenamientos supranacionales, y que se unen de manera simbiótica con el derecho jurisprudencial plasmado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Zambrano Vélez vs. Ecuador) y por la nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nacional (fallos Toculescu; Otto Wald; Sociedad Civil Club Deportivo Morón vs. Cigarra s/ Usura; Pancirolli; Oroz y Baretta) aún cuando sea prudente señalar que, por una lógica transitiva de las relaciones procesales, no todo reclamo del ofendido debe venir embarazado de la imposición del castigo; la víctima debe tener amplias facultades para hesitar la jurisdicción pero los tranquilizadores límites constitucionales impiden que de manera automática su petición de traduzca en un verdecito de condena.

Es imperioso consagrar normativamente mecanismos alternativos, distintos de la suspensión del juicio a prueba contemplada por la legislación de fondo, como herramienta para que las partes posean una solución a sus incordios distinta a la pena estatal evitando la saturación del trabajo de los tribunales, la selección anárquica de los asuntos que son llevados a sus estrados y la necesidad de que los jueces y los representantes del Ministerio Público procuren resolver el conflicto surgido a consecuencia del hecho punible, dando preferencia a las soluciones que mejor se adecuen al restablecimiento de la armonía entre sus protagonistas y a la paz social. Ricardo Grisetti, uno de los proyectistas de la ley procesal jujeña, en su obra Mecanismos alternativos de resolución de conflictos en el Código de Jujuy, nos explica lo aceitado que funcionan en esa provincia la conciliación, la reparación y la mediación como formas de apuntalar el principio de justicia restaurativa.

Lamentablemente, en el orden nacional, al seguir vigente la ley 23984 afiliada en soluciones más tradicionales, pero descontextualizadas de los huracanes que soplan en materia de enjuiciamiento penal, nos vemos privados de algunas de las salidas alternativas para dirimir los escollos. Es por ello que si no se desea mantener los cimientos de la ley 27063, debe derogarse definitivamente y acudirse a otro conjunto normativo que evidencie la existencia de una Justicia emergente de un Poder Judicial y de un Ministerio Público fiscal que, con funciones bien diferenciadas, abonan una similar ponencia: afianzar la Justicia o la resolución de una contradicción de los adversarios procesales.

Creemos que ya es hora de plasmar definitivamente nuevos tiempos procesales que erijan a los fiscales en toda su amplitud en los únicos conductores del proceso criminal, quienes han de llevar sobre sus espaldas la carga de probar la culpabilidad del acusado a la par de desarrollar también la actividad tendiente a la incorporación de la prueba que concierna a la dilucidación del litigio. Queda en manos del juez el alcance de la respuesta punitiva.

Es necesario sepultar, y nunca más exhumar, el procedimiento ex officio del juez de instrucción, característica del tipo inquisitivo, el que no hace más que introducir la confusión entre las funciones de acusar y juzgar. Debe reservarse al juez toda la actividad jurisdiccional propiamente dicha, ya que quien investiga no debe juzgar.

Ese ha sido el enfoque que le ha dado nuestra Corte Federal en cuanto que ha reconocido que Juan Bautista Alberdi y los constituyentes de 1853 optaron por el modelo norteamericano, originariamente opuesto por completo al europeo, su antípoda institucional, y que el proceso penal es un sistema horizontalmente organizado que no puede comulgar con otro sistema que no sea el acusatorio (Corte Suprema de Justicia de la Nación, causa 21.923/02, "Sandoval, David Andrés s/ recurso de hecho", rta. el 31 de agosto del 2010; considerando 14 del voto del Ministerio Zaffaroni).

En síntesis es necesario dar un nuevo mordisco a la manzana y establecer reglas procesales modernas que contemplen, entre otros supuestos que exceden el marco de este espacio, una actividad de la fiscalía más extendida, mayor intervención del ofendido y mecanismos de solución de conflictos distintos a la anodina condena de suspendido cumplimiento.

Finalizo estas reflexiones predicando que la situación actual no admite más ambigüedades o indefiniciones; se ha llegado a un punto de inflexión: no se puede estar eternamente condenados a seguir conviviendo con el Código de Levene. Debemos entre todos los actores del sistema articular los mayores esfuerzos y consensos —como fuente que apuntala la legitimidad en la administración de Justicia— para contar con una ley procesal ágil, actualizada y fresca, ya sea dejando sin efecto la postergación prolongada de la ley 27063 o dar vida a otro conjunto normativo con los alcances reclamados por la mejor doctrina.

El autor es juez de Cámara por ante el Tribunal en lo Criminal n° 4. Doctor en Derecho Penal y Ciencias Penales.