¿Sirve medir las percepciones de corrupción?

Natalia Volosin

Guardar

Ayer se conoció el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) que elabora en forma anual Transparencia Internacional (TI) para medir las percepciones de corrupción en el sector público a nivel global. El estudio califica a los países con un índice que va de cero (muy corrupto) a cien (nada corrupto). El IPC 2016 muestra a la Argentina con 36 puntos, ubicada en el puesto 95 sobre 176 países. En 2015 había obtenido 32 puntos, ocupaba el puesto 107 de 167. La mejora relativa seguramente obedece al cambio de Gobierno y a algunas modificaciones normativas importantes como la sanción de una ley de acceso a la información pública.

Aunque el IPC es muy criticado en la literatura especializada, sigue siendo el sistema de medición más difundido y, en consecuencia, considerado por los gobiernos. Así, por ejemplo, cuando se conoció el IPC 2015 para esta misma época del año pasado, desde la Oficina Anticorrupción se señaló que el objetivo del Gobierno era mejorar la calificación de la Argentina en cuatro años. A continuación, analizo los límites del IPC y destaco una política de medición complementaria que debemos realizar en forma urgente a nivel local.

Empiezo por los aportes. El IPC ayuda a visualizar de un modo comparable una actividad global disvaliosa que, por ocurrir en forma clandestina, es obviamente difícil de medir. Además, este y otros índices similares disparan investigaciones empíricas útiles para la academia y, desde el punto de vista político, en países como la Argentina —en los que el trabajo serio en la materia no abunda— sirven el propósito simple pero valioso de poner el tema en agenda al menos una vez al año.

Pero los indicadores subjetivos de corrupción, y en particular el IPC, presentan debilidades metodológicas graves, como lo señalan, por caso, Susan Rose-Ackerman y Michael Johnston, dos de los académicos más prestigiosos en la materia. Empecemos por las ya clásicas críticas a la subjetividad del índice. El IPC no mide corrupción, sino las percepciones que determinados sujetos tienen de ella. Los límites que esto impone se agravan por la selectividad de los perceptores.

El IPC es un indicador compuesto que se elabora mediante la estandarización de índices de terceros: fuentes institucionales que TI considera confiables. El IPC 2016, por ejemplo, utilizó trece fuentes (no todas aplicables a los 176 países) incluyendo al Banco Africano de Desarrollo, a Freedom House, al Banco Mundial y al Foro Económico Mundial. A su vez, los índices de las fuentes institucionales se basan en encuestas ciudadanas y opiniones de "expertos": líderes de opinión, empresarios y técnicos, tanto locales como extranjeros. En lo sustancial, son las mismas personas cuyas percepciones se usan para medir en todo el mundo factores como: clima de negocios, riesgo político, rule of law, competitividad o democracia. Los indicadores que miden una u otra cosa se refuerzan entre sí cada año.

Rose-Ackerman apunta, además, a la circularidad interna. Algunos de los índices de las fuentes que usa TI no se hacen todos los años, por lo que el índice de un período sirve para calcular los IPC de varios años. Además, es imposible que los consultados no tomen en cuenta los índices de años anteriores. Todo ello deriva en una tabla de posiciones casi estática, con fuerte persistencia de algunos países en lo alto y de otros en lo bajo, en la que unos pocos ascienden o descienden en forma significativa.

Pero los problemas no son sólo cómo mide el IPC, sino qué mide. Tanto los índices subjetivos como las encuestas de victimización apuntan casi exclusivamente al soborno, dejan afuera un mundo de actividades relevantes como el nepotismo, los conflictos de interés, la corrupción privada o la pata privada de la corrupción pública. Incluso se han creado índices que miden fenómenos distintos pero íntimamente ligados a la corrupción, en los que algunos de los países mejor rankeados en el IPC caen al fondo de la tabla, como el Índice de Secreto Financiero de la Red de Justicia Fiscal. Algunos autores, como Bill de Maria, han llegado a calificar al IPC de "neocolonialista".

Sin ir tan lejos, Johnston da en el centro de las debilidades del índice y apunta al tipo de mediciones en las que la comunidad internacional empieza a advertir que deberíamos concentrarnos si lo que buscamos es evaluar y atacar la corrupción en un contexto específico. Según Johnston, el IPC concibe a la corrupción como un problema unidimensional: un continuo que opera del mismo modo en todo tiempo y lugar, en el que un país puede ser ubicado en forma relativamente sencilla más arriba o abajo.

Pero la corrupción no es algo que se tiene o no, ni que se tiene en una medida tal o cual. Se trata de un fenómeno complejo que obliga a considerar varias dimensiones: quién paga, a quién, qué gana, quiénes pierden, cuánto se paga, qué costo tiene, cómo impacta en determinados grupos sociales, cómo se oculta el producto, cómo ocurre en el sector de salud y en qué se diferencia de la corrupción que opera en las fuerzas de seguridad, qué oportunidades de participación ciudadana existen para controlar la inversión educativa, cómo impacta la falta de autonomía de los organismos de control, cómo se vinculan corrupción y evasión, cómo se financia la política, cómo se elige y controla a los magistrados, qué dependencia tiene el sector privado del sector público en distintas cadenas de valor. Son sólo algunas de las preguntas relevantes para calificar la gravedad del problema en una sociedad y su capacidad de atacarlo.

Este tipo de análisis institucional, público-privado, local y microsectorial es el que deberíamos estar haciendo para comprender el alcance de la corrupción en la Argentina, para difundir el costo social oculto que ayude a vencer la pasividad cultural y para adoptar medidas remediales adecuadas. En esto consiste una política anticorrupción, no en escalar posiciones en un índice internacional.

 

La autora es abogada, magíster en Derecho (Yale).

Guardar