Cuando Barack Obama alcanzó la presidencia de los Estados Unidos muchos nos asombramos. Sentimos que allí, en la primera potencia del mundo, era posible castigar los dislates que George W. Bush había provocado y encumbrar en su reemplazo a un hombre negro, político de raza y salido de las entrañas mismas del Partido Demócrata.
Alguna vez le dije a quien conducía los destinos de la Argentina que, si no lográbamos congeniar con el gobierno de Obama, deberíamos admitir nuestro desinterés por tener un buen vínculo con los Estados Unidos. No tendríamos otro presidente norteamericano más respetuoso por nuestro continente que él.
Es que Obama no fue un presidente más. Puso de pie a un país que tras la caída de Lehman Brothers desató una crisis económica global de la que Europa hasta hoy no ha logrado escapar. Aunque fue inflexible con Bin Laden, sacó a su país de las guerras que su antecesor había promovido y no lo involucró en ninguna otra contienda, quitándole a los americanos el peso de ser los "responsables de la paz mundial".
Fue un hombre que hizo todo lo posible por terminar los conflictos. Su acercamiento a Cuba, la isla maltratada por un vergonzoso bloqueo impuesto por Estados Unidos durante más de medio siglo, fue tal vez su gesto más enorme para con América Latina.
Internamente, puso en orden la economía que explotó, precisamente, por el desdén republicano. Fue un keynesiano absoluto, salió de la recesión, recuperó el crecimiento y generó millones de empleos. Se ocupó además de mejorar las condiciones de vida de los más postergados. Su reforma de la salud, tan vapuleada por republicanos asociados al negocio médico, es una prueba cabal de lo dicho.
Es difícil entender la razón por la cual, después de semejante gestión, los americanos han elegido volver a la peor política reaccionaria votando a Donald Trump.
El presidente que acaba de elegir la mayoría de los americanos se mostró ante ellos como un emergente de la antipolítica aun cuando amasó su fortuna respetando el formato del establishment. Casi impúdicamente, destrató a Obama por sus fortalezas y no por sus carencias, alternando esas críticas con insultos a mujeres, negros, mexicanos y musulmanes. Su osadía fue tan enorme que llegó a desafiar la base misma de la democracia anunciando que sólo aceptaría el resultado electoral si resultaba vencedor.
Cuando trata de explicarse el fenómeno Trump se suele recurrir a la figura de las "entrañas mismas de los Estados Unidos". De allí parecen haber salido los votos. En ellas parecen vivir sujetos xenófobos que ven en el inmigrante un peligro, que quieren levantar muros que los protejan de "bárbaros" y que añoran al "sueño americano", no en los términos en que lo planteaba Martin Luther King sino como sinónimo de supremacía e imperialismo. Ellos parecen no estar cómodos en el lugar del que convive junto al otro y prefieren ser los que someten al semejante. Lo más llamativo es que han demostrado ser mayoría.
Es difícil entender en estas horas qué es lo que ha pasado. Pero para cualquier latinoamericano es razonable sentir la amenaza que representa ese triunfo que hoy festeja el Ku Klux Klan y lo más reaccionario de la sociedad americana.
Entonces, se hace inexorable volver la mirada sobre lo que está empezando a acabar y destacar quien ha sido Barack Obama para su país, para Latinoamérica y para el mundo entero. Es necesario hacerlo ahora que un "magnate" de modos brutales empieza a acercarse al Salón Oval de la Casa Blanca.
Triste es darse cuenta de que entre Bush y Trump, existieron ocho años distintos en la historia norteamericana, en los que gobernó un presidente que mereció el Premio Nobel de la Paz, dejó de promover guerras en el mundo y de inmiscuirse en los asuntos internos de América del Sur.
Ahora que los americanos han privilegiado su supremacía y han vuelto a añorar las victorias bélicas que alguna vez tuvieron, lo peor del imperialismo ha vuelto a aflorar convirtiendo a Obama en un recuerdo. Tan sólo en "el sueño de una noche de verano".