Con atención y entusiasmo seguí la saga que representó el mini Davos, celebrado el mes pasado en el emblemático Centro Cultural Kirchner. Imponente el marco, impecable la organización, calificado y numeroso el auditorio. Una tremenda y vistosa puesta en escena del Gobierno de Cambiemos, que esperemos redunde pronto en una puesta en valor en términos de puestos de trabajo.
No me referiré el tema de las inversiones y la actividad económica, largamente tratado por analistas, inversores, medios e interesados. No es mi interés hacer futurología sobre un campo que no domino, máxime en un país en donde hasta el pasado resulta incierto. Desearía, en cambio, realizar una pequeña reflexión alrededor de la imagen final y la foto de cierre del evento, con el presidente Mauricio Macri rodeado de cuatro destacados emprendedores tecnológicos argentinos, a quienes genéricamente se los identificó como unicornios, a pesar del reclamo de alguno de ellos.
Las empresas Mercado Libre, Globant, Despegar y OLX, representadas en esa foto final por sus socios fundadores, son casos empresariales de éxito, de eso no cabe duda alguna. La etiqueta de unicornio es una medalla que muchos emprendedores querrían lucir con orgullo, pero que muy pocos pueden llevar con justicia. Desde el año 2013, se llama de esta manera a los emprendimientos o start ups de base tecnológica que, en menos de diez años desde su nacimiento, logran superar los mil millones de dólares de valor de mercado, aun cuando no coticen en bolsa. Por lo tanto, si bien la foto es justa y el reconocimiento más que merecido, no estoy seguro de que sea la imagen o el mensaje que más colabore con el desarrollo de una cultura emprendedora en el país. Me explico.
El mundo avanza invariablemente hacia una economía del trabajo basada en el autoempleo. En la actualidad, según datos del Departamento de Trabajo y Empleo de los Estados Unidos, un tercio de su fuerza laboral es autoempleada. Dicho guarismo, proyectado al año 2030 según la consultora Gallup, alcanzaría al 65% de la fuerza laboral de todo el mundo. Usted podrá estar más o menos de acuerdo con esta proyección, o podrá argumentar defensivamente desde su propio territorio, su industria, su empresa o su condición, pero no puede obviar algunos datos o realidades: que la estabilidad laboral en una empresa es una práctica del pasado, que la antigüedad promedio del personal de las empresas se reduce año tras año, que las empresas contratan cada vez más para proyectos (con principio y fin) y cada vez menos para puestos. Este debilitamiento del vínculo entre empleado y empleador, perfectamente comprensible desde la aparición de internet y la teoría de los costos transaccionales de Ronald Coase, sólo opera en una única dirección: la de transferirle al trabajador la responsabilidad primaria de que se provea sus propias fuentes de ingresos, y que estas sean estables en el tiempo, con independencia de las empresas de turno. Ya por 2005 circulaba la idea en el mudo empresario de que los jóvenes tendrían 14 empleos antes de cumplir los 40 años de edad, y de que los chicos ingresaban a la universidad para aprender a resolver problemas que aún no se conocían, y para entrar en vínculo con empresas que todavía no habían nacido.
El vínculo empleador-empleado (la tradicional relación de dependencia), acuerdo y práctica en la que tanto ha descansado el mundo desde la primera revolución industrial hasta fines del siglo XX, se va transformando aceleradamente en un vínculo más efímero, informal y transitorio de contratante-proveedor de servicios (relación de interdependencia). El mandato de las empresas de mantenerse competitivas y adaptables a la vez las obliga a ir livianas de contingencias, principio que no sólo aplica a las grandes corporaciones, sino especialmente a las pequeñas y las medianas empresas. Si consideramos que en Argentina el 85% del empleo privado proviene de esta categoría de empresas, es dable esperar que ellas también modifiquen en el corto plazo su forma de contratación, dado que poseen una espalda financiera más pequeña, y una estructura de costos laborales y crediticios cuasi asfixiante.
Este cuadro de época deja sobre la mesa un claro mensaje: si los hasta ahora empleados no aprenden a autoemplearse, el Estado no podrá hacerse cargo ni del excedente de mano de obra no contratada por el sector privado, ni de los costos sociales derivados de sostener el desacople estructural de millones de trabajadores sin empleo. La variable de ajuste de este panorama se daría, por un lado, en la precarización de la mayoría de los trabajados privados y, por el otro, en un Estado semiquebrado que sube al barco a muchos más desempleados de los que puede sostener. ¿Le suena?
Volviendo al cierre del mini Davos, me quedo pensando si lo que necesitamos en Argentina son veinte unicornios o diez millones de autoempleados. Ya lo sé, usted quiere todo y lo acompaño en ese sentir. Aplaudo de pie y con admiración a Alec Oxenford, Martín Migoya, Roberto Souviron y Marcos Galperín. Pero, seamos realistas, debemos elegir un camino sustentable, progresivo e inclusivo, tal vez menos sexy y rutilante, y más de trabajo adaptado a la época, que permita reconvertir la condición del trabajo en el país en los próximos diez años. Y para ello necesitamos otra normativa, una nueva arquitectura de instituciones, formas inteligentes de fondeo de proyectos pequeños unipersonales y un rediseño curricular de la escuela que incluya los ingredientes esenciales del emprendedorismo. El Estado debe lograr un diseño que acompañe esta reconversión laboral que, junto con la demorada revolución educativa y el impostergable rediseño del sistema impositivo, son los grandes talones de Aquiles del nuestro país.
El mini Davos cerró con una foto soberbia, pero con el mensaje equivocado. La Argentina del trabajo, la productividad y el progreso se resuelve si se logran reconvertir millones de empleados del Estado, muchos de los cuales son parásitos que viven de una base tributaria cada vez más pequeña, en emprendedores de cabotaje, sustentables. Menos Silicon Valley y más Valle de Calamuchita. Otro glam, pero mucho más nuestro.