Las relaciones entre Estados Unidos y Rusia nunca han estado tan mal en la era postsoviética. La tensión es tal que, evocando los acontecimientos de la Guerra Fría, políticos, especialistas y militares han puesto el interrogante en la hipotética premisa de una guerra nuclear. La discusión se refiere a la plausibilidad de una tercera hecatombe global, suscitada, entre otras cosas, a partir de la contrariedad que mantiene Rusia y el bloque occidental con respecto a Siria. Moscú ha dejado en claro que su intervención en el Levante no estará sujeta a ninguna negociación inquisitiva que busque restringir o limitar el alcance de la influencia rusa en Medio Oriente. Por otro lado, Washington observa con preocupación que está perdiendo su capacidad de disuasión, puesta a prueba por una Rusia envalentonada, que responde más agresivamente a la interposición norteamericana en sus asuntos.
El mero hecho de que un escenario de guerra abierta sea tomado en serio dice bastante acerca de lo volátil de la situación. Como en las relaciones internacionales la percepción ocupa un papel central, hay quienes dirían que —si llegase a ocurrir algún día— semejante conflicto será el resultado de una profecía autocumplida, pues se concede que, con el tiempo, los prejuicios y las palabras hostiles embrollan la percepción que los países tienen el uno hacia el otro. Por eso, cuando Estados Unidos dice que Rusia comete crímenes de guerra en Alepo, los rusos perciben hipocresía y, ante todo, una excusa para minar la consecución de sus intereses legítimos. En respuesta, el Kremlin expresa su malestar con amenazas y más precisamente, con la carta nuclear. Pero, como lo muestra este caso, las armas suelen hablar mucho más que las palabras, especialmente cuando las primeras son lo suficientemente potentes como para hacer valer las bravatas verbales.
Luego de ocuparse de modernizar el arsenal de la otrora superpotencia, Vladimir Putin revivió la vieja usanza soviética de negociar con una pistola sobre la mesa. Esta diplomacia caliente consiste en desplazar las fichas sobre el tablero para crear la impresión de que la dirigencia rusa tiene menos aversión al riesgo que sus contrapartes en Occidente. Por esta razón, una percepción desacertada puede desencadenar decisiones erradas y arrojar consecuencias fatídicas. Pese a la exhortación de moderación y templanza, las escaladas militares son una constante histórica, que devienen justamente de la capacidad de los líderes por interpretar —correcta o irreflexivamente— la voluntad de terceros actores en el teatro de la alta política. Ahora bien, este augurio pesimista no necesariamente se verificará en el presente. Aunque la tensión geopolítica entre Estados Unidos y Rusia subsistirá como eje de las discusiones, la guerra abierta perfectamente puede ser evitada, siempre y cuando los decisores juzguen correctamente las intenciones de sus adversarios.
Para entender esta cuestión es necesario evaluar el prisma con el que se miran las cosas desde Rusia. En este punto, Putin, el hijo pródigo de la vieja guardia soviética, representa la instauración de una cosmovisión fatalista en la política rusa, que otorga que Estados Unidos siempre será el rival por antonomasia del mundo eslavo. Preside sobre una vanguardia de generales que piensan que el desplome soviético fue la peor tragedia geopolítica de los últimos tiempos; una que ha permitido que los rusos fuesen humillados frente al avance occidental sobre Europa oriental.
En la última etapa de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov permitió la unificación alemana, sólo a cambio de garantías, provistas por Washington, de que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no buscaría expandirse más allá de la línea Oder-Neisse que marca la frontera entre Alemania y Polonia. Sin embargo, al cabo de quince años, la alianza militar llegó a las puertas de Rusia y confirió membrecía a las antiguas partes del Pacto de Varsovia. Hoy son miembros la República Checa, Hungría, Polonia, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Albania y Croacia. El colmo es la posible membrecía del pequeño Montenegro, que tiene algo más de medio millón de habitantes, y que poco tiene para identificarse políticamente con las sociedades occidentales; su gobernante domina la política y manda a discreción desde hace 25 años. Así y todo, mientras en Occidente se da por entendido que la ampliación de la alianza estriba del principio de autodeterminación —que habla de la potestad soberana que cada nación tiene para tomar sus propias decisiones—, en Rusia esto se ve con otros ojos. Se percibe como un caso de conjura estadounidense contra la buena voluntad que los rusos supieron mostrar; citan como prueba de ello la presencia de equipamiento militar en los territorios cercanos a la frontera, lo que significa los medios para ir a la guerra en territorio ruso.
El comportamiento del Kremlin bajo Putin es un resultado de esta coyuntura. Rusia es una potencia con controversias revisionistas en lo que compete a la geopolítica. Esto significa esencialmente que cuestiona el orden mundial orientado por Washington, que obstruye la libertad de acción del Kremlin en los territorios cercanos a las repúblicas eslavas y centroasiáticas que forman parte del país. No obstante, aunque los rusos ciertamente se lanzaron a una carrera para recuperar las glorias del pasado, la lógica oficialista que se maneja en el establecimiento moscovita es mucho más sólida de lo que generalmente perciben los estadounidenses y está encasillada en la nostalgia imperialista.
Varios expertos vienen discutiendo que el comportamiento de Rusia en la arena internacional estriba de las convulsionadas memorias colectivas de su gente, celosamente guardadas por la élite cleptocrática que dirige el país. La rusa es una historia de sacrificios, de crisis internas y de prolongados enfrentamientos con sus vecinos. Susceptibles a la idea de que los dramas del pasado puedan repetirse, los rusos hicieron de sus experiencias la base para su política exterior. En concreto, impartieron la promesa solemne de velar por la seguridad y por la estabilidad. Dicho de otro modo —vistas las cosas desde esta perspectiva—, el principio de autodeterminación enarbolado por Estados Unidos es percibido como un pretexto para apadrinar causas separatistas, y así debilitar a Rusia. Acto seguido, nuevamente según el parecer del Kremlin, los movimientos independentistas terminan fomentando inestabilidad, ya que presentan un ejemplo que otros podrían intentar replicar, lo que generaría incertidumbre y provocaría la sensación de inseguridad e imprevisibilidad.
El modelo de caos por excelencia, marcado con fuego en la mente de los estrategas rusos, es la desintegración de la antigua Yugoslavia. Inmediatamente tras la implosión soviética, el desasosiego geopolítico dio paso a un renacimiento en los nacionalismos étnicos. Rota la mordaza de hierro del autoritarismo, los nacionalistas, librados a su suerte, desplazaron las placas tectónicas de la península balcánica. La colisión trajo un saldo de 140 mil muertos y estampó una década entera de guerras y escaramuzas, que resultó en la completa fragmentación de la región. Pero más significativo aún, por lo menos para esta aproximación, es el hecho de que la OTAN haya intervenido en la contienda, y particularmente contra los nacionalistas serbios, los aliados naturales de Rusia.
Siguiendo este argumento, la fragmentación del bloque soviético, conjugada con la expansión de la OTAN, y más recientemente con las sanciones económicas acordadas entre Estados Unidos y la Unión Europea, son todas jugadas orientadas a denegarles a los rusos su lugar en el mundo; su destino manifiesto. En términos geopolíticos, comprender a Rusia requiere pensarla como a una bestia herida. Está debilitada y, paradójicamente, eso la hace más peligrosa. Como está desesperada, percibe que el peligro a su alrededor es más urgente, por ende, actúa más agresivamente, quizás incluso impulsivamente. Pero los depredadores a su alrededor no son el único problema. El oso, la criatura más probable para esta analogía, también fracasó al no saber adaptarse al nuevo ecosistema postsoviético. La economía rusa sufre de una estagnación cultural y económica causada por el apego de su gente a viejas costumbres autoritarias y a una hacienda que está a merced del precio de los hidrocarburos en el mercado. Podría discutirse que el ejercicio sociopolítico de introspección que Rusia necesita para adaptarse no es exactamente realizable bajo la sombra de un poderoso líder populista como lo es Putin. Por ende, dado que el oso en cuestión es soberbio y orgulloso, en su angustia, depositará todo su resentimiento en el rival de siempre: Estados Unidos y Occidente. Hoy en día, la prensa oficialista habla sin pelos en la lengua acerca de la posibilidad de un enfrentamiento nuclear, y el Gobierno ya instruyó por televisión a sus ciudadanos a prepararse para lo peor.
Los medios internacionales atribuyen la escalada de tensiones entre Washington y Moscú a los eventos en Siria y, más concretamente, a la realización de que sus intereses allí son irreconciliables. En realidad, Siria, aunque es un tema central, no es la única pesadumbre que socava las relaciones bilaterales. Más bien, por lo expresado recién, la postura rusa se explica tomando a todos los puntos de fricción como parte de una misma trama, como desarrollos paralelos que conducen a un mismo escenario holístico.
A raíz de la expansión de la OTAN, los analistas vienen discutiendo que Rusia apela a la diplomacia caliente para coaccionar a los países de Europa oriental para que no se integren al bloque occidental. La estrategia consiste en coaptar a políticos afines, intervenir en la escena doméstica de Bulgaria, Hungría, Letonia, Serbia y Eslovaquia (por no mencionar a Ucrania). Según esta hipótesis, para llevar a cabo su agenda, la nomenklatura habría sacado provecho del poco arraigo institucional que existe en los países de la antigua órbita soviética. Cuando las cosas no funcionan y las zanahorias no alcanzan, Rusia deja por entendido que los costos de pactar con Occidente serán prohibitivos. En principio, puede amenazar con congelar importantes inversiones, con interrumpir las exportaciones de gas y, por si el mensaje no fuera lo suficientemente claro, puede lanzar intervenciones militares cuando sienta que sus intereses primordiales se vean amenazados.
Este es el prisma con el que hay que analizar las ofensivas militares del Kremlin, en Transcaucasia (Georgia), en 2008 y en la cuenca del Donets (Ucrania), en 2014. Representan la rápida disposición que tiene el oso orgulloso para mostrarle a la manada quién manda y delimitar, frente a otros predadores, cuál es su territorio, o como comúnmente se dice en geopolítica, cuál es su patio trasero. En suma, Rusia paralizó la ascensión de Georgia y Ucrania a la OTAN, anexó territorios rusoparlantes y reforzó sus fronteras. Se trata de una combustión entre pensamiento estratégico, por un lado y revisionismo histórico, por otro. El producto es una política exterior rudimentaria en su brutalidad como lo es desarrollada en su ideología. Para los rusos, la geopolítica es una asignatura constante que imparte que la pugna por la supremacía nunca termina.
Moscú busca evitar, por cualquier medio, mayor desmoronamiento en su área de influencia, ante todo frente a la embestida presentada por los ideales liberales, como la autodeterminación, que vienen de la mano con la expansión de Occidente. En oposición a estos valores, habiendo redescubierto sus raíces cristiano-ortodoxas, el establecimiento nacionalista ruso más ideologizado tiende a identificarse con una causa paneslava. Asimismo, a partir de la obra de Alexander Dugin, el geopolítico más influyente en los círculos oficialistas, hay elementos que piensan a Rusia no necesariamente como a un país, pero lo que es más pomposo todavía, como el corazón de una civilización eurasiática, que estaría bajo el asedio de las fuerzas "atlantistas" de un mundo que dice ser democrático, pero que se rige por élites faltas en propósito y carentes de espíritu. Esta es la narrativa que acompaña el establecimiento de la flamante Unión Económica Euroasiática impulsada por Rusia. No es polémica, porque nadie se la cuestiona o —mejor dicho— nadie está en condiciones de hacerlo. Para Dugin y los suyos, la vieja máxima que dice que el enemigo de mi enemigo es mi amigo debe orientar las alianzas de Rusia a los efectos de detener el avance de Estados Unidos y de sus valores liberales.
Es importante entender que los estrategas rusos conciben y proyectan una carrera por el señorío geopolítico que trasciende el plazo inmediato. Dejando de lado la retórica más alarmista del calibre de Dungin, el consenso apunta a que la tarea por delante es una de reconstrucción que llevará décadas y que, de hecho, nunca terminará. Piensan que están librando una guerra por la supervivencia de su país, si no de su civilización.
Puesto por Sergey Karaganov, un internacionalista prominente parte del cuerpo oficialista: "Lo que queremos es prevenir una mayor desestabilización del mundo, y queremos el estatus de ser una gran potencia. Desafortunadamente, no podemos renunciar a eso. En los últimos trecientos años, este estatus ha pasado a ser parte de nuestra composición genética. Queremos ser el corazón de una Eurasia expandida, una región de paz y cooperación. El subcontinente de Europa también pertenecerá a esta Eurasia".
La guerra en Siria se encuadra en este paradigma, porque en el campo de batalla los rusos se juegan su papel en el mundo: el acceso permanente a aguas calientes que necesitan para rubricar su estatus de potencia mundial; la preservación de un orden regional en Medio Oriente favorable para cultivar influencia y contener a plausibles rivales regionales como Turquía e Irán; y evitar que el fanatismo religioso de los militantes wahabitas se desvíe hacia el Cáucaso septentrional, donde el antecedente de Chechenia demuestra lo susceptible que son sus musulmanes al mensaje yihadista.
Esta realización es clave, porque mientras Estados Unidos percibe que sus disputas con Rusia son graves pero pasajeras y, a su tiempo, remendables, en el Kremlin presienten una guerra total predestinada, que tarde o temprano podría materializarse. No obstante, el aparato castrense no se hace ilusiones. Es consciente de que la victoria es poco plausible en cualquier hipótesis de conflicto abierto entre potencias y es por eso que apela a la diplomacia caliente. Hace, en geopolítica, lo que el enroque es para el ajedrez: un movimiento que perfectamente podría ser defensivo, pero que también podría dar cuenta de una ofensiva inminente. Lo cierto es que Putin y su comitiva saben explotar muy bien la vacilación de Estados Unidos y sus aliados, apostando a jugadas arriesgadas pero que hasta ahora parecen dar resultado.
Los últimos "intercambios" diplomáticos dan cuenta de esta táctica y, en este sentido, políticos y decisores deben circunstanciarse con el arte de la diplomacia caliente. Frustrados por la feroz campaña del eje Moscú-Damasco (e Irán) en Alepo, los estadounidenses pusieron fin a las conversaciones, al sentir que estas no iban a ninguna parte y que le estaban hablando a una pared. Por su parte, el Kremlin acusó a los aliados occidentales de promover la "histeria rusófoba" con la que justifican la existencia de una rivalidad existencial. Nuevamente, dadas las sensibilidades en juego, esto es algo que el Politburó se toma muy a pecho y que utilizará para fomentar patriotismo.
Tomando como hecho catalizador el ataque aéreo norteamericano que mató a soldados sirios, Dugin sintetizaba, a finales de septiembre, la situación contemporánea de la siguiente manera: "Es completamente obvio que los Estados Unidos están preparándose para empezar una guerra contra Rusia. Los incidentes en las fronteras representan operaciones de reconocimiento […]. Si bien el punto de retorno todavía no se cruzó, ¿acaso no mostró la reacción de Moscú lo mucho que los rusos están prepararos para una confrontación directa y frontal con Estados Unidos y con la OTAN? […] Una tercera guerra mundial nunca estuvo tan cerca".
Por ahora, Putin ya retiró a su país de un acuerdo de regulación nuclear con Estados Unidos (concluido en el 2000) y, para reafirmar su determinación, mandó a situar misiles al enclave de Kaliningrado. Son los Iskander capaces de portar cargas nucleares. También se reporta que, dada la preferencia oficialista por Donald Trump —un homólogo con quien Putin puede identificarse—, los rusos habrían hackeado organizaciones demócratas, a modo de recolectar inteligencia sobre la campaña de Hillary Clinton. Sin embargo, algo más interesante ocurrió en Ucrania. El 3 de octubre, el mismo día en que las tropas gubernamentales tenían previsto comenzar una retirada paulatina de los territorios adyacentes a la frontera de facto, facciones prorrusas lanzaron una serie de ataques. A mi criterio, estos fueron orquestados para medir al Gobierno ucraniano y, sobre todo, para advertir a Occidente de que todo —absolutamente todo— está en la balanza. Lo que ocurre en Crimea va de la mano con lo que ocurre en el Levante.
La diplomacia caliente de Rusia radica en ilustrar amenazas con garrotes, con jugadas lo suficientemente atrevidas como para que los líderes occidentales no tengan coraje o voluntad de reciprocar. Así es como Rusia espera que la comunidad internacional reconozca su causa como válida dentro del tablero geopolítico global. En síntesis, el oso quiere respeto y quiere ser el líder de la manada en el ecosistema que reclama como propio. A cambio de restaurar las relaciones y el acuerdo congelado con Washington, Rusia exige que la OTAN retrotraiga su presencia militar en los países que se integraron al bloque aliado tras la caída del Imperio soviético. No menos importante, quiere que Estados Unidos le retire todas las sanciones económicas impuestas tras el comienzo de la crisis ucraniana y que todavía le paguen indemnización por los perjuicios económicos causados por dichas medidas de fuerza.
Volviendo a las premisas, el hecho de que funcionarios en Washington y en Moscú estén anunciando que la actual es la crisis más grave en décadas y que algunos personajes incluso avecinen una tercera guerra mundial, dice mucho acerca del papel positivo o funesto que ejerce la percepción en los asuntos internacionales. Una percepción adecuada puede conducir a buen puerto, pero una percepción equivocada puede llevar a maniobras funestas. El hábito peligroso que tiene Rusia para hacer valer su voluntad mediante una diplomacia coercitiva conlleva a que el escenario de un enfrentamiento nuclear se vuelva mucho más probable en los círculos rusos que en los estadounidenses. La doctrina estratégica norteamericana enseña que, con suficiente fuerza, cualquier matón puede ser mantenido a raya, sin necesidad de arriesgar un cataclismo global. Mientras tanto, la dirigencia rusa está dispuesta a apostarlo todo, o cabalmente da la impresión de que así lo está.
El desafío que tiene Estados Unidos por delante consiste en dar con una nueva doctrina estratégica para orientar sus relaciones con Rusia. En esencia, la próxima gestión en la Casa Blanca tiene que optar entre un enfoque conciliador y un enfoque agresivo. El primero otorgaría a Rusia su área de influencia en detrimento de los intereses globales estadounidenses, el segundo buscaría restablecer la degenerada capacidad disuasoria de las fuerzas norteamericanas. En Rusia perciben que una presidencia de Donald Trump conducirá a la opción número uno y que una de Hillary Clinton podría desembocar en la opción número dos. Sea como fuera, claro está que las armas hablan más fuerte que las palabras.
@FedGaon
El autor es licenciado en Relaciones Internacionales, consultor político y analista especializado en Medio Oriente. Su web es FedericoGaon.com.