Resulta una buena noticia, sin dejar de ser paradójica, que Barack Obama, el primer presidente afrodescendiente de los Estados Unidos, a poco de cerrar su ciclo presidencial, haya inaugurado el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana en la ciudad de Washington, que ocupa un lugar privilegiado en el National Mall, atractivo turístico y sitio central de la memoria histórica en la capital norteamericana.
Lo paradojal ocupa dos sentidos o tres. El primero y más importante, a la nueva institución, cuyo deber principal es testimoniar el pasado y la lucha protagonizada por los afroestadounidenses, le ha tocado apertura en una época donde la violencia racial es noticia y preocupa, con 194 muertes de afros bajo fuego policial en 2016, al momento, frente a 305 en total de 2015 (en ambos años los blancos, como grupo individual, superaron al resto). En segundo término, el proyecto no es obra original del presidente actual, sino de su antecesor en el cargo, George W. Bush, quien en 2003 dio luz verde a su construcción. Y, si se quiere, tercera paradoja (o más bien derivada de la anterior), el proyecto en sí es una idea antigua, que retrotrae a 1915, cuando un grupo de veteranos afro de la Guerra de Secesión solicitó al Gobierno un lugar para rememorar la historia de los suyos y la de sus esfuerzos a la patria. Con un desembolso superior a los quinientos millones de dólares, mitad cubierto por el Gobierno y la otra por donantes privados, como la encumbrada celebridad afro Oprah Winfrey, además de una llamativa tardanza, el museo se inauguró a 101 años de su idea primigenia, o bien tras los 13 que demandó su construcción.
Como sea, el retraso permite vislumbrar cuestiones que exceden el terreno material propiamente hablando, más allá de la construcción de un sitio de memoria. Adentrándose en lo simbólico, esta suerte de olvido se materializa de una forma desgarradora: con cifras que en realidad esconden identidades, rostros y realidades que no siempre salen a la luz. Es la de cada una de las víctimas del gatillo fácil en un país que escandaliza en su ratio de homicidios, más allá de la impronta con la que cargan los afrodescendientes en este terrible indicador.
Los medios presentan la ola de asesinatos de individuos afro en los Estados Unidos, a manos de la policía, como violencia racial (por colocarle una etiqueta reconocible), cuando en realidad es un problema social (y a lo sumo político, porque demanda una solución por parte de la autoridad), y que se replica no sólo en el país sino en todo lugar americano en donde hay descendientes de africanos, unos doscientos millones en el continente, que son siempre relegados a ser como ciudadanos de segunda. Las razas no existen; plantear lo contrario obedece a las tenebrosas exigencias de regímenes del pasado, como el nacionalsocialista en la Alemania y en la Europa de hace unos setenta a ochenta años atrás, sino que, en cambio, lo que sí existe es una única especie, la humana, de la que, aunque se pregona el discurso de la igualdad, las diferencias son socialmente construidas. De este modo, el estereotipo yergue un ideal en el cual el negro va ligado a la pobreza, la marginalidad y hasta la delincuencia, asociándose su figura con hábitos de la mala vida en general, como la vagancia y la pereza, idénticos atributos endilgados a los esclavos en el pasado. Entonces, el afro es el priorizado al momento de desconfiar de la lista de ciudadanos y, según parece, también casi el primero en ser apuntado (literalmente).
La presunción de que el móvil del episodio es de tipo racial encubre la desatención sobre las condiciones de existencia de un importante segmento de la ciudadanía que no sólo incluye a los afrodescendientes norteamericanos (una visita al portal web KilledByPolice es muy recomendada), sino también a otros ciudadanos, incluidos blancos. No necesariamente hay odio, sino que predomina la indiferencia, la que permite no viralizar casos de afrodescendientes asesinados en América, por supuesto fuera de los Estados Unidos. Muchas veces el hecho de un policía que dispara es el último eslabón de una cadena que se centra en el abandono estatal. Por otra parte, resulta difícil caratular los casos de estadounidenses blancos en la etiqueta del perfil psiquiátrico en su mayoría, cuando el medio induce en estos un comportamiento violento.
Sería propicio que las consideraciones y las inquietudes vertidas en los párrafos precedentes compusieran temario de los cuatro encuentros del debate presidencial entre los candidatos Donald Trump y Hillary Clinton. Ambos llegaron al debut con intenciones de voto empatadas. El martes 27 la cadena CNN fue la primera en concluir y dio por amplio margen ganadora del primer debate a la candidata demócrata la noche anterior. En este encuentro se incluyó la discusión sobre la situación de los afroamericanos y los latinos. Se verá qué deparan las tres restantes citas, puesto que el debate presidencial puede incidir sobremanera y torcer el rumbo del resultado electoral de cara al 8 de noviembre.
El autor es especialista en historia africana, docente e investigador.