Si el Estado no se ocupa, la sociedad está por las suyas

Roberto Porcel

Para que una sociedad no se vuelva una selva, donde impere la ley del más fuerte, sus instituciones deben funcionar. En nuestro país, hace ya muchos años que las instituciones no funcionan o, en todo caso, se encuentran muy deterioradas. Tal lo que sucede, verbigracia, con el Poder Judicial, donde muchos de sus integrantes se hallan muy duramente cuestionados, tanto por la sociedad como por ellos mismos. Hemos asistidos, en los últimos tiempos, al panorama de jueces solicitando la destitución de algunos de sus pares. Ciertamente, algo inaudito hasta aquí.

Algo similar sucede con las fuerzas de seguridad. La sociedad no confía en ellas o, en todo caso, en muchos de sus integrantes. Por cierto, no deja de asombrar el nivel de riqueza de algunos de sus más encumbrados jefes y, del otro lado, la falta de los elementos más básicos para cumplir la función. En lo que toca a los servicios de inteligencia, que deberían ser el escalón más alto a la hora de brindarnos seguridad, no escapan a esta generalidad de cuestionamientos. Quizás el mejor ejemplo de lo que se intenta narrar —a excepción de la todavía no resuelta muerte del fiscal Alberto Nisman— es lo sucedido hace unos días con las autoridades de la Aduana, desplazadas de sus cargos por sendas denuncias anónimas.

A partir de allí, comenzaron los cuestionamientos cruzados entre las distintas autoridades nacionales vinculadas con el caso, para extenderse estas sombras y estas dudas a funcionarios o ex funcionarios de los servicios de inteligencia. En suma, nadie confía en nadie. Y si no tenés en quién confiar, lamentablemente, como se suele decir, "estás por las tuyas". Por supuesto que esta realidad se traslada a la sociedad toda.

A todo ello hay que agregar la legislación vigente y la ideología. Se nos ha hecho creer, sobre todo en estos últimos doce años, que actuar en defensa de nuestra vida o de nuestros derechos era políticamente incorrecto. Se ha insistido hasta el cansancio en que imponer orden o evitar que se lo interrumpa era reprimir, como si fuera de por sí una mala palabra. Se ha impuesto que lo normal es que el delincuente mate y lo extraordinario, que el delincuente muera en el marco del delito. Por ello, no deben sorprender los actos de defensa que vemos se están repitiendo en los últimos días, ejercidos por el ciudadano común. Lo que debería llamar la atención, por el contrario, son la dureza y la severidad con que, a excepción de la generalidad de la sociedad, se trata a la víctima de estos delitos.

Las instituciones, o sus miembros, parecería que todavía no han tomado nota del clamor popular de justicia y seguridad, y, sobre todo, de institucionalidad. En países donde las víctimas son eso, es decir, víctimas y el Estado no las transforma en victimarios, estas situaciones como las que vemos que hoy se repiten en nuestro país no suceden. O son hechos extraordinarios. No se trata de leyes más duras o de leyes más blandas. Lo que la sociedad necesita son leyes que sean lo suficientemente disuasivas para desalentar al delincuente a cometer el delito. Y, por supuesto, que esa legislación se aplique.

La legislación penal no tiene que ser ni dura ni blanda, sencillamente, tiene que disuadir. Hoy está a la vista que la legislación no disuade y que la ideología no ayuda. Se opta por desmenuzar el instituto de la legítima defensa, en lugar de preguntarse qué ha hecho mal el Estado para que el ciudadano común tenga que llegar a esa última instancia. No hay delincuente que se detenga que no cuente con un amplio historial de reincidencia. Ir a la cárcel no asusta, se sale rápido. Y en el mientras tanto, "ideologías" como las del "batallón militante" la hacen muy llevadera.

De una vez por todas, el Estado debe privilegiar y ocuparse del derecho de la víctima por sobre el del victimario. Se debe volver a la institucionalidad; que violar la ley sea algo lo suficientemente grave como para que el delincuente lo piense varias veces antes de hacerlo. Y si se viola la ley, que quien la viole sea severamente castigado. Eso debe ser, y no debió haber dejado nunca de ser lo políticamente correcto. Ese es uno de los secretos de vivir en una comunidad organizada. De lo contrario, seguirá el festival de inseguridad al que hoy asistimos indefensos y la sociedad, lamentablemente, continuará sintiéndose por las suyas.

El autor es abogado. Socio titular del estudio Doctores Porcel fundado en 1921.

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