La columna se ha desgañitado hasta el aburrimiento tratando de explicar que en un escenario de gasto y déficit desenfrenados, y emisión consecuente, con su inflación derivada, la suba del tipo de cambio simplemente explicita la pérdida del valor del peso, es una resultante inevitable. La creencia del perokirchnerismo, primero, y de Cambiemos, luego, de que tal devaluación se puede evitar con medidas, teorías o políticas de cualquier formato es voluntarista, errónea, cortoplacista y esencialmente nociva. Buena parte de las crisis que el país está sufriendo tiene que ver directamente con ese error político y técnico.
El segundo concepto que ha venido pregonando anticipada e inútilmente la columna es que el financiamiento del déficit con deuda externa es imposible, suicida e irresponsable, quienquiera fuese quien lo intentase (ver nota en este medio de hace dos años). La facilidad de colocar deuda internacionalmente, más la habilidad de algunos de sus miembros para hacerlo, hizo creer al Gobierno que tal opción era obligatoria y no tenía consecuencia alguna, un pensamiento pueril que lo llevó a enfrentar y afrontar con descalificaciones a quienes les puntualizaban el error. Esa es la causal complementaria de las crisis de hoy.
Ambos facilismos hicieron creer convenientemente al sistema político y a la sociedad que era posible no bajar el gasto de cada una de las jurisdicciones, lo que siempre fue, es y será inevitable, aun si como consecuencia de ese saneamiento las hordas incendiasen el país. A ese paquete de ignorancia y especulación política se le llamó gradualismo y a él adhirieron con distintos eslóganes los partidos y las corrientes políticas más representativas, que hasta criticaron que esa gradualidad no fuera aún más pausada, o nula.
En la misma línea de prédica inútil e inviable, se debe ahora salir al cruce de un tercer cómodo error que se está gestando con la ayuda inestimable de la prensa sensible con alma de panelismo millennial: el concepto de que es posible bajar la inflación sin pagar el precio de una recesión. Si bien existen algunos casos específicos teóricos donde por un tiempo es posible utilizar una combinación de políticas monetarias y cambiarias que conduzcan a ese milagro, de todos modos cortoplacista, no hay manera, en el presente contexto, de bajar la inflación y salir de la crisis de cuenta corriente y endeudamiento que no cree una retracción parcial o total de la demanda agregada. Esta columna apoyaría entusiastamente la candidatura al premio Nobel vitalicio de economía a quien pudiese demostrar con argumentos técnicos lo contrario.
Como también se ha dicho aquí en varias notas, el acuerdo con el Fondo Monetario supone afortunadamente una acción más seria para bajar el gasto, presupuesto fundamental no solo porque el aumento de endeudamiento se tornó imposible, sino para reducir la inflación y, en un horizonte de mediano plazo, generar la inversión imprescindible para el crecimiento y el bienestar, ahora lejanos y utópicos. Tan utópicos como la idea novelesca de bajar el gasto en término porcentuales por vía del crecimiento, que también han predicado todas las fuerzas políticas relevantes de la sociedad, con unánime desconocimiento de la ortodoxia económica, del empirismo y de la realidad.
Pasado el primer momento de susto, como en las películas de terror, los protagonistas comenzaron rápidamente a inventar mecanismos para paliar los efectos del ajuste y de los errores acumulados, una vieja historia que consiste en avanzar dos pasos por un lado y retroceder uno y medio por otro, por miedo o inseguridad. En ese concepto se inserta la nostálgica, casi quijotesca campaña del ministro de Producción, que trata de mantener con vida con aspirinas a las pymes que el modelo de decenas de años ayudó y ayuda a morir día a día. Lo mismo puede aplicarse a la gobernadora María Eugenia Vidal, que reparte dádivas salariales para contrarrestar los efectos del inevitable cimbronazo del choque con la verdad. También el presidente del Banco Central ha empezado a mostrar su preocupación por el nivel de tasas, que ha barrido con el poco crédito privado disponible por el costo y por el sifoneo de fondos hacia el sector público (Crowding out). Eso podría terminar en otro parche para neutralizar el tratamiento de la enfermedad o vendiendo divisas para evitar la adecuación del tipo de cambio a la destrucción empecinada del peso en que se empeña (sic) el Estado.
No hay dudas de que una recesión es incompatible con las necesidades y las expectativas electorales, y hasta el propio Fondo lo entendió así al aceptar un criterio gradual —aunque más rápido— para adecuar la economía a pautas que no terminen en suicidio. Pero la sensación de que ni el Gobierno en su conjunto ni la oposición ni la sociedad han entendido la magnitud de la disyuntiva termina estallando en golpes de nocaut como los del Merval el miércoles o la suba del riesgo país a niveles congoleños o angoleños, merecidamente, cabe acotar. Siguiendo con los filmes de terror, el monstruo reapareció.
¿Qué es lo que debe entenderse? Que de cada uno de los ciclos de falsa bonanza creados por la irresponsabilidad, la ignorancia, la especulación política y el ventajismo personal que caracterizaron casi 90 años del país, se sale peor, más pobres y más ignorantes. Que los gobernantes no deben elegirse por su capacidad de repartir bondades y prebendas, crear consumo falso y regalar créditos, salarios o puestos públicos. Que el populismo es un veneno lento y adictivo, como lo es su consecuencia más visible, la inflación. Que el antídoto siempre crea una recesión. Lo que hay que elegir es el gobierno que mejor pueda gestionar esa recesión inevitable. El que trate de salir de ellas sin improvisaciones ni especulaciones electorales, ni facilismos cortoplacistas. Y que no las pretenda evitar con curanderismo.
Por supuesto que si se pudiera analizar en mayor detalle el gasto en cada área, en cada jurisdicción, en cada rubro, en cada contrato, en cada acto de corrupción con cualquier formato, esa etapa de ajuste y contracción de la demanda sería mucho menos dura e injusta. Mucho más corta y mucho menos generalizada. Por eso también la columna ha propuesto mecanismos de presupuestos base cero, que, por supuesto, jamás serán aplicados por el sistema político, gerente general y gestor senior del enorme negocio del gasto del Estado. También eso debe tener en cuenta la ciudadanía al elegir por quién votar. La frase "es la economía, estúpido", que suele utilizarse con aires de superioridad para explicarlo todo, culmina con la población votando por cualquiera, payasos que luego se transforman en verdugos, como en una novela de Stephen King.
No debe caerse en el error de creer que el Fondo Monetario financiará el populismo, más allá de todos los discursos y todos los gestos. Ni puede ni quiere ni debe. En poco tiempo habrá nuevas economías en crisis, y los recursos no son infinitos. Los desembolsos futuros competirán con los pedidos de otros países, y el escrutinio para nuevos desembolsos será cada vez más estricto, aunque eso implique cerrar la canilla. La deuda con el FMI no es defaulteable en la práctica. Eso también conviene que lo recuerden el Gobierno, la oposición y los círculos de todos los colores. Cambiemos haría bien en dejar en un segundo plano sus necesidades electorales. Y lo mismo puede aplicarse al peronismo multiforme, culpable mayoritario de los repetitivos ciclos de irresponsabilidad económica, social y jurídica.
Los tres deliberados errores conceptuales puntualizados al comienzo de la nota, cobijados, adoptados y amados por la sociedad —y no solamente por el Gobierno, las hordas piqueteras y el progreperonismo de calle— deben ser drásticamente corregidos primero desde la introspección y luego desde la práctica y la prédica constantes y contundentes. De lo contrario, cada proceso electoral será una nueva frustración y una nueva crisis en gestación.
La imagen de los hinchas aferrados a sus Fan ID, protestando en Rusia por la suba del dólar, es un sello de argentinidad indeleble e inconfundible que duele por su desembozo, avergüenza por su caradurez y agobia por el futuro.