El encanto de Nepal y Tíbet : crónica de un viaje de transformación personal

Por Carolina Rossi

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Fin del trekking de 103
Fin del trekking de 103 kilometros en Nepal

Nunca pensé que de las tierras del Himalaya uno podía volver tan distinto. Me reía de las celebrities que salían en revistas con cuestiones del estilo: “Viajar a India me cambió la vida”. Y hoy diría que me pasó algo parecido.

Decidí visitar Nepal & Tíbet convencida de encontrar paisajes soñados y experiencias fuertes. Pero todo lo vivido en esos veintiocho días que duró la aventura superó cualquier fantasía que tenía en la mente. No tiene que ver sólo con la belleza natural y la paz que abunda por esos lados. Creo que pasa por la filosofía y energía que gobiernan todo. A las personas, a las cosas, a la naturaleza. Formas de pensar y de vivir tan distintas que si uno capitaliza lo bueno, no vuelve a ser el mismo. Claro que hay personas que viajan y al regresar, su vida sigue igual. Porque hay que estar preparado para asimilar. Hay que estar “abierto al cambio”, como le dicen. La sensibilidad y la flexibilidad, creo, son claves. Para percibir, y para absorber.

En mi caso, la experiencia transcurrió en un momento de mi vida de mucha sed de cambio. Y la exprimí al cien. Fueron montones de escalas, más de dos días de conexiones hasta llegar a Katmandú, lo que sería nuestra base de operaciones. La capital de Nepal nos recibió de la mejor forma. Ya en el aeropuerto la actitud de la gente daba ganas de quedarse a vivir. Cero ansiedad, cero estrés. Podían cancelar o demorar vuelos y nadie se importunaba. No se oían quejas. Ni los bebés en brazos de sus madres lloraban. Y similar actitud pacífica reinaba en las calles y el tráfico. Nadie quería ser más piola que el otro. En callecitas angostas como un sendero circulaban autos, motos, y bicis en perfecto caos y armonía. A cada segundo nos parecía que irrumpiría un accidente, pero jamás vimos uno. Asombrados oíamos las incesantes bocinas, que no eran agresivas, sólo alertas preventivas. Nadie gritaba o insultaba. Y como peatones, autos y motos nos dejaban pasar siempre de forma amigable.

Aeropuerto de Lukla, Nepal
Aeropuerto de Lukla, Nepal

Visitamos algunos puntos clave de la ciudad, nos deleitamos con la comida exquisita y súper especiada, y partimos al plato fuerte del viaje: el trekking de siete días en el Himalaya con hermosas vistas del Everest y compañía, las montañas más altas del mundo. Conocimos aldeas hermosas que irrumpían de la nada, cruzando puentes, bosques y arroyos. Dormimos en varios refugios y escuchamos un montón de historias de nuestro guía, Bisnu. Recuerdo bien una en particular, acerca de una montaña que sólo pueden subir las mujeres. Recuerdo mis tantas preguntas al escuchar sus relatos, entre otras: ¿Cómo hacen para controlar que a esa montaña no suban hombres? A lo que nuestro amigo respondió: Nadie controla porque no hace falta. Y mi insistencia: ¿Pero si algún hombre quisiera subir? Y su remate: aquí ningún hombre se animaría a faltar el respeto a los dioses.

Nos asombrábamos constantemente no sólo por la belleza de los paisajes, si no por la concepción de la vida de la gente. Por su forma de aceptar y afrontar la adversidad, la pobreza, la muerte. Entendimos la diferencia entre sherpas y porteadores, muchas veces confundidos. Y también la esencia de quienes viven por esos lados nobles e invulnerables.

El inicio de la aventura
El inicio de la aventura

Ese trekking fue como un sueño cumplido. Siete días en el Himalaya, siete días en el paraíso. 103 kilómetros. Millones de estrellas. Sin ansias de récords personales ni cumbres difíciles, solo avidez de montaña y vivencias únicas. Conservamos intactas cada foto mental y cada sonrisa de la gente linda que cruzamos en los caminos, así como cada abrazo de llegada a cada refugio con el mejor compañero que podía tener; mi amigo y montañista preferido, Pablo Kommer. Con él ya había compartido otras experiencias viajeras fuertes, pero esta se venía presentando como insuperable. Su esposa María Inés también era de la partida, pero no se sumó al plan del Himalaya; ella eligió otra aventura para esos días.

Finalizadas las andanzas en las alturas era el turno de partir a la selva. Porque en Nepal no sólo hay montañas altísimas y clima seco y frío. Cuenta con una región calurosa, húmeda y selvática, el pantanoso parque nacional Chitwan, que se extiende hasta el límite con India. Ahí los elefantes son los reyes del lugar. Es común verlos caminar por la calle como si nada. Y también pueden disfrutarse rinocerontes, ciervos, pavos reales, y cocodrilos en su hábitat natural, además de tantas otras especies.

Ahí sí fuimos los tres juntos, y al igual que en todo lo anterior compartido, los días nos transcurrían en total armonía y sintonía. Yo estaba de vacaciones, soltera, con una pareja, pero esa situación jamás nos incomodó o perturbó. Fueron tres días donde seguían acompañándonos el disfrute y la sorpresa. Las ganas de parar el tiempo y quedarnos ahí indefinidamente.

Aldea Nepalí en las alturas
Aldea Nepalí en las alturas

Terminada la estadía en la jungla y de nuevo en Katmandú, quedaba el último y quizás más esperado de los destinos: Tíbet. Era 23 de diciembre y teníamos la fantasía de pasar navidad allá. Llegamos raspando. Tras vuelos demorados y aterrizaje forzoso por mal clima en una escala no esperada y poco feliz en Chengdu, China, perdimos más de un día entero del valiosísimo poco tiempo que quedaba. Pero una vez en Lhasa, todo fue muy intenso y nutritivo. La capital del país más alto del mundo cuya altura media ronda los 4900 mt snm se ubica a más de 3600 mt snm y la invaden las particularidades.

Transcurría el 2015 y nadie imaginaba al coronavirus ni a la pandemia, pero en Lhasa los barbijos en la calle ya eran habituales. No como escudos contra algún virus; si no contra el frío.

Una mañana helada me di el gusto de salir a correr. El termómetro marcaba 16 grados bajo cero, me abrigué lo mejor que pude, y salí. Siempre que viajo intento visitar cada ciudad, valle, o costa, trotando. Creo que es una forma única de conocer lugares desde otra perspectiva a la del turismo habitual. Por ahí nadie corría, y si bien me sentía un bicho raro, lo disfruté un montón.

Otra cosa llamativa de Lhasa para nosotros eran las carnicerías sin heladeras. La carne estaba colgada en ganchos a la vista o posada sobre mesas de madera, en los locales, o mismo en puestos callejeros. La temperatura ambiente no requería refrigeración eléctrica.

Carne a temperatura ambiente en
Carne a temperatura ambiente en Tíbet

Hicimos mucho menos de lo que hubiéramos querido por el tiempo limitado que teníamos, pero todo fue impactante. Conocimos el palacio de Potala, casa y templo del Dalai Lama, y también visitamos un monasterio de monjes tibetanos.

Esperábamos encontrar puro paisaje virgen y montaña, pero en Tíbet abundan las construcciones donde conviven lo ancestral y la vanguardia con un gran dejo de resignación. Nos topamos con autopistas de ingeniería del primer mundo y torres y edificios enormes, obras de la potencia y usurpación China.

Pasamos nochebuena en un restaurante chiquito y típico, donde comimos muy rico. Nos parecía raro que nadie celebrara, no contemplamos que para los budistas el 24 de diciembre es un día más.

Queríamos volver impregnados de esa serenidad espiritual, protegidos. Llevarnos el estado zen a nuestras rutinas. No creo haber logrado exactamente eso, pero nos trajimos mucho.

Cuando volví a Buenos Aires, al poco tiempo perdí a dos seres muy queridos. Uno de ellos, mi papá. Y no viví de forma pesada esas muertes. Mi papá era en ese momento la persona que más amaba y admiraba en la vida, de hecho siempre me torturaba la idea de que un día se fuera. Pensaba que no iba a poder superar su partida. Murió en una situación violenta y triste, y así y todo, no lo viví dramáticamente. Al día de hoy tampoco lo he extrañado. Nunca sentí que se fue. Y no es una neta cuestión de los recuerdos y las enseñanzas que me dejó. Es también una presencia permanente fuerte que regala paz. Es la convicción de que sigue vivo dentro mío y no me hace falta su presencia carnal. Yo no sé si todo eso hubiera cursado así en mí de no haber viajado a Nepal y Tíbet. De no haber presenciado funerales donde la gente quema a sus seres queridos y los tira al rio sin derramar una lágrima. Donde se prioriza lo espiritual, se desdramatizan a la muerte, y el culto a lo físico no existe. En ninguna de sus formas. Recuerdo patente que ahí estábamos con mis amigos y compañeros de viaje, Pablo y María Inés, el último día antes de volver, dale sacarle fotos a los muertos y sus hogueras, a las estupas, a las caras imperturbables, sin que nadie nos dijera nada en aquella ceremonia de cremación Hinduista.

Paseos en elefante en Chitwan
Paseos en elefante en Chitwan

Nada parece ser común en Nepal. Su bandera ya lo presenta como excepción: no es rectangular como las de todos los países. Los hombres caminan de la mano sin ser homosexuales, y los elefantes irrumpen en hoteles por la noche. La diferencia horaria con Buenos Aires es de 8 horas y 45 minutos, al tono con otras rarezas. Y la lista podría seguir.

De nuevo en mi hábitat tras terrible viaje, por seis meses se me cortó el período femenino. No me venía. Me hice análisis, visité a distintos médicos, y no me encontraban nada. No tenía nada físico. Parece que era un fuerte cortocircuito entre el cuerpo y la cabeza. El costo de una revolución espiritual. Mi envase tenía que re adaptarse al nuevo contenido, y no era tarea sencilla.

No hay dudas que viajar abre la cabeza, pero creo que pocos destinos abren el espíritu y el corazón como Nepal & Tíbet.

Por Carolina Rossi

Entrenadora Nacional de Atletismo, Running Team Leader FILA Argentina, y corredora

www.carolinarossi.com.ar / @carolinarossifilart

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