“Las uvas de la ira” y su amarga vigencia

Este 20 de diciembre conmemoramos el aniversario luctuoso de John Steinbeck (1902-1968), uno de los autores estadounidenses más brillantes, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1962

María Vázquez Valdez, escritora y doctora en teoría crítica Crédito: (Cortesía de la autora)

Hoy recordamos a John Steinbeck a través de Las uvas de la ira, una formidable y conmovedora novela que ahonda magistralmente en sus personajes, publicada en 1939, por la cual recibió el Premio Pulitzer en 1940.

El viento eriza el polvo, que invade el aire que se respira, y hace imposible que las semillas germinen y que la vida florezca sin lluvia. El cielo es adverso y determina la pérdida gradual de los frutos de la tierra, y con su ausencia la pérdida de la tierra toda en manos del gran monstruo de metal que se cierne acechante, y cuyos tentáculos llegan desde un desalmado sistema económico hasta los rincones más apartados de un mundo que se desmorona.

Estamos en los tiempos de Las uvas de la ira, momentos aciagos que sobreviven a la Gran Depresión en Estados Unidos, en medio de la gran depresión real que va adueñándose de seres, familias, granjas marchitas, caminos atestados de grupos desposeídos por los bancos de lo único que tenían: un trozo de tierra cada vez más estéril, cada vez más acosado por un tiempo inclemente.

Las uvas de la ira, escrita por John Steinbeck en la década de 1930, y publicada en 1939 —a más de ocho décadas de distancia y sin embargo profundamente vigente y ubicua— es la historia de una familia, los Joad, y también de un país entero en crisis. Es el éxodo de una familia, y también de un grupo numeroso que parte impulsado por un sueño ingenuo e inalcanzable, trampa del mismo sistema que se va engranando hasta succionar lo que sea posible, palmo a palmo, a favor de unos cuantos y a costa de la mayoría.

El escritor norteamericano falleció hace 56 años, el 20 de diciembre de 1968.

John Steinbeck recibió el Premio Nobel de Literatura en 1962; años antes, en 1940, recibió el Premio Pulitzer por Las uvas de la ira, su obra magna, en la cual relata la vida de tres generaciones de la familia Joad —los dos abuelos, los padres y el tío John, y los hijos, Noah, Tom, Rosasharn, Al, Ruthie y Winfield—, que parten del oeste de Oklahoma rumbo a los paraísos californianos retratados en amañados panfletos que logran su cometido: atraer a miles de desesperados emigrantes, capaces de trabajar por los sueldos más bajos a cambio de una cada vez más angustiada y urgente sobrevivencia.

La novela muestra, con los tropiezos a los que se va enfrentando la familia, un contexto sociopolítico cruento, injusto, abusivo, y equidista con planteamientos ideológicos claros y bien estructurados, ambas cosas muy vigentes, y sin embargo no se diluye en la arenga política, sino que se va sustentando capítulo a capítulo con solidez verosímil, con la perseverancia firme de la tortuga del tercer capítulo que, a pesar de los obstáculos, vuelve una y otra vez a enfilarse con dirección al sur, con su casa a cuestas y sin importar los contextos más arduos.

John Steinbeck construye en Las uvas de la ira un armazón de personajes entrañables, y al mismo tiempo pone las bases firmes de una novela histórica, retrata una realidad esculpida en el tiempo con un cincel innegablemente humano, donde el microcosmos que va pautando la historia de los Joad es en definitiva el macrocosmos no sólo de Estados Unidos en ese momento histórico, sino de la condición humana llevada a los extremos de la desesperación, pero también del florecimiento de los aspectos más enaltecedores y luminosos de la vida.

En los Joad tenemos bien perfilada la figura de los migrantes, que sin embargo son innegablemente estadounidenses, con generaciones de predecesores bien anclados en su tierra, con los derechos inalienables en su momento fincados en el color de su piel blanca, en su nacionalidad innegable. Y sin embargo son los hombres y mujeres explotados, presa fácil de depredadores del hombre, los que tienen el dinero y persiguen las ganancias a costa del rechazo más ciego, la explotación más vil, la persecución más irracional. Porque hay una ceguera irracional diseminada en todos los contextos de esta historia, infestada por el miedo. El miedo que sienten los propietarios californianos ante hordas de grupos hambrientos, necesitados y desesperados, que a su vez encienden la mecha del miedo en los migrantes que, antes ilusionados, se ven de pronto acosados, golpeados, maltratados, explotados hasta niveles inimaginables antes de su éxodo.

Portada del libro "Las uvas de la ira", de John Steinbeck. (Cortesía: Alianza Editorial).

Y esta ceguera, este miedo que se van enquistando, anquilosando, son parte de uno de los paradigmas que sostiene Steinbeck en Las uvas de la ira: la verdad y su distorsión, la percepción errónea del otro, siempre en detrimento del que menos tiene, por medio de la cual se trasluce, en cada parte de la historia, un firme sentido ético.

Las uvas de la ira sorprende por su claridad, por muchos episodios conmovedores y a la vez profundamente realistas, por la capacidad de su autor de narrar con maestría desde una posición asumida con firmeza para esa y cualquier época, para esta época. Es una historia valiente, que se arriesga al rechazo que efectivamente tuvo Steinbeck en su momento, pues todavía estaba lejos de sus manos el Nobel. Es una historia que denuncia y a la vez argumenta y demuestra un contexto que se puede extrapolar a muchos episodios históricos de cualquier parte del mundo, y eso es lo que la hace tan actual. Porque Las uvas de la ira bien podría ser la historia de una familia de sirios o palestinos, obligados a huir en medio de la guerra, o de un grupo de mexicanos emigrantes expulsados por Trump, o una familia de sudamericanos tratando de llegar a la tierra prometida, viajando en “La Bestia” hasta encontrarse con los páramos atroces de Tijuana.

56 años sin el escritor cuyo Premio Nobel fue ampliamente criticado. (Foto: New York Public Library).

El libro está dedicado a Carol, que según Steinbeck deseó este libro, y también a Tom, que lo vivió. Y si ese Tom es el de nuestra historia, efectivamente, con él inicia todo, y su destino lo deja Steinbeck a la deriva. Sabemos de su valentía, y también que es el hijo predilecto y pródigo, fiero y fiel a la vez, y con él se va destejiendo el hilo conductor de la novela, hasta llegar a su clímax como personaje, y a su redención como emblema narrativo.

En el inicio, Tom encuentra en su oportuno regreso a casa desde la prisión al ex reverendo Jim Casy, cuya presencia profundiza el sentido ideológico de la historia. Casy es el hilo filosófico y la reflexión social, la conciencia que es capaz de inmolarse a favor de los otros, de disolverse a favor de la mayoría, el que afirma y se afirma sin temor a las consecuencias, lo más honestamente posible. El que pone a la religión y a Dios en su lugar en toda esta historia, descorre con respeto los velos de la ilusión y la ingenuidad de los otros, y atiende con paciencia y humanidad a los demás. Casy es el que ve mejor de todos. El que se da cuenta de que el abuelo está muriendo sin su tierra, el que predice su final en silencio y sin alarma. Es el que se entrega a cambio de Tom, con agradecimiento y sin egoísmo, y el que al final trata de mostrar a todos el engaño de los patrones, el que habla y encabeza, el que se inmola y trasciende. De él hereda Tom la conciencia, la visión y la capacidad de hacer algo por los otros aun a costa de su vida.

Escena de "Viñas de ira", basada en la novela de John Steinbeck

En el largo éxodo de ilusiones progresivamente deshilachadas que emprenden los Joad desde Oklahoma, la familia se va desgranando como mazorca. El primero que muere es el perro, augurando la salida a un mundo hostil e incomprensible para ellos, lleno de peligros antes desconocidos, y mortales. La pesadilla alcanza un punto álgido en Hooverville, donde pareciera concentrarse la miseria con más intensidad, la desesperanza del despojo, el daño irreversible.

Un periplo de escapatoria, oasis repentinos, hambre y falta del trabajo está pautado por coordenadas en la historia, desde la carretera 66, esta vez hacia el norte, luego los explotadores de un campo de melocotones, un campo de algodón, una catástrofe natural con la lluvia, hasta llegar al final, donde Steinbeck, en boca del tío John, abre una herida como denuncia fatal. El tío John, que apenas habla en la historia, cargando sus pesados pecados imaginarios, incapaz de levantar la cabeza, es el que reclama a la crueldad de todo el contexto, el que deja la evidencia al descubierto, el dolor encendido de la muerte, el pisoteo a la esperanza más honda en cualquier lugar, en cualquier raza.

El camión es personaje central de la historia, hilo conductor literal, que simboliza la esperanza y también el caparazón de la tortuga, del tercer capítulo. Es protección y vehículo de las esperanzas y también de las posibilidades, el conducto de la fuga y el escondite, la herramienta fundamental del éxodo.

Portada del libro "De ratones y hombres", de John Steinbeck. (Cortesía: Editorial Edhasa).

La Madre es el sostén, el faro, es Moisés en este exilio, abriendo el mar rojo de furia con su determinada decisión por sacar adelante a su familia, con su fogón inalterable y su paciencia interminable. Es ella la que decide, la que arrastra los despojos de lo que queda, sin saber a dónde ni por qué, tan sólo sabiéndolo. Padre le pregunta: “¿Cómo lo sabes?” “No lo sé —responde ella—, simplemente lo sé”.

Hacia el final, Steinbeck, que nos había llevado todo el tiempo por una carretera central, de pronto vira por un sendero y nos muestra una maravilla que engrandece lo que pareciera un suplicio sin redención. Porque es un acto redentor de toda la especie lo que cierra la novela, que pareciera escrita, toda ella, para ese momento final que enciende la vela de todas las esperanzas, poniendo una vez más, al descubierto, el brillo que no enceguece, el brillo que ilumina y da calor, el brillo de un sutil roce de la vida descrito con la más alta grandeza de la literatura.

SEMBLANZA:

* María Vázquez Valdez. Poeta, editora, periodista y traductora mexicana. Autora de once libros publicados, entre los cuales se encuentran los poemarios Caldero, Estancias, Kawsay, la llama de la selva, y Geómetra. También es autora de Voces desdobladas / Unfolded voices (libro bilingüe de entrevistas a mujeres poetas de México y Estados Unidos, 2004), Estaciones del albatros (ensayos, 2008), y de cinco libros para niños y jóvenes.

Doctora en Teoría Crítica, maestra en Diseño y Producción Editorial, y licenciada en Periodismo y Comunicación. Ha traducido varios libros del inglés al español, y ha recibido becas y apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos y de la Secretaría de Cultura de México.

En distintas etapas, colaboradora en diversos medios, entre ellos las revistas Mira y Memoria de la CDMX; los periódicos Tiempo (San Cristóbal de las Casas), El Nuevo Mexicano (Santa Fe, Nuevo México), La Opinión (Los Ángeles, California), y el colectivo Bedröhte Volker, de Viena, Austria.

Ha sido parte del equipo editorial de la Academia Mexicana de la Lengua, y de diversos medios, entre ellos la revista GMPX de Greenpeace y la Editorial Santillana. Fue jefa de publicaciones de la Unión de Universidades de América Latina (udual), cofundadora y directora editorial de la revista Arcilla Roja, miembro del consejo editorial de la revista de poesía Alforja desde su fundación, y directora de la Biblioteca Legislativa y de la Biblioteca General del H. Congreso de la Unión.