La muerte —para algunos última estación del hilo de la existencia—, es uno de los grandes temas de la literatura, y tema medular para la pluma de numerosos poetas: obras fundamentales que la han dibujado desde la pérdida hasta la revelación, desde la angustia hasta la epifanía.
Desde el brote del primer latido, prevalece para cualquier ser una certidumbre de la muerte como enigmático final, que sin embargo, en última instancia, se trasluce en transformación, transmutación de elementos, transición de la materia —que se ve y no se ve, que se siente y se percibe— hacia nuevos paradigmas.
Y en la orilla de estos mundos finitos, la poesía es una gran Piedra de Rosetta ubicua y universal, que ha registrado sin tiempo y sin espacio un formidable avizoramiento hacia los mares emocionales e intelectuales que suscita la muerte como hecho inabarcable e inexorable.
De tal manera entreverados con el tema, muchos poemas logran mostrarse en toda su fuerza y naturaleza hasta que han sido concluidos, como señalara T.S. Eliot en Función de la poesía y función de la crítica: “La ‘experiencia’ puede ser resultado de una fusión de sentimientos tan numerosos y oscuros en sus orígenes que, aun en el caso de que se produjese la comunicación, el poeta se dará escasa cuenta de lo que comunica; y lo que ha de comunicarse no existía antes de que el poema estuviese terminado”.
El resultado, así como el abordaje del tema, depende al final de cada poeta. Tenemos por ejemplo las palabras de Homero en “La Ilíada”, que a través de Glauco describe de manera tan sutil como poderosa la muerte: “Como la generación de las hojas, así la de los hombres, nacen y el viento las esparce por el bosque”.
En nuestra lengua tenemos poemas fundamentales que abordan el tema de la muerte, pasando por momentos como el Siglo de Oro español, que nos legó obras fundacionales como la de Luis de Góngora o la de Francisco de Quevedo, de éste, por ejemplo, el soneto “Amor constante más allá de la muerte”, de gran profundidad, belleza y complejidad estilística.
En la poesía en lengua española, y en concreto en México —pasando por el barroco en la época virreinal, el neoclásico, el romanticismo y el liberalismo—, la muerte se ha hecho presente, dejando una impronta específica según cada poeta, pues aunque el tema sea el mismo, el abordaje difiere en gran medida. Así, por ejemplo, el tema del duelo por la muerte del padre, es tan distinto de un poeta a otro, como lo son las “Coplas” de Jorge Manrique y el enorme poema de Jaime Sabines, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”.
Nos dice Sabines en el soneto XII de su poema: “Morir es retirarse, hacerse a un lado, / ocultarse un momento, estarse quieto, / pasar el aire de una orilla a nado / y estar en todas partes en secreto. // Morir es olvidar, ser olvidado, refugiarse desnudo en el discreto / calor de Dios, y en su cerrado / puño, crecer igual que un feto. // Morir es encenderse boca abajo / hacia el humo y el hueso y la caliza / y hacerse tierra y tierra con trabajo. // Apagarse es morir, lento y aprisa, / tomar la eternidad como a destajo / y repartir el alma en la ceniza.”
Otro gran poeta de nuestra tierra, que abrevó como pocos en la muerte, es el poeta Enrique González Martínez, a quien Henríquez Ureña llamara uno de los “seis dioses mayores” de la poesía mexicana, entre otras cosas por su ruptura con la tradición, en obras memorables como Bajo el signo mortal, donde nos legó: “Roble, laurel, espina, poco importa; / lo que vale es vivir; en la tortura, / igual que en el placer, la vida es corta; / voluntad de vivir es lo que dura. / La frente al aire y la mirada absorta, / mil veces renovara mi aventura / de andar y desandar este camino / a fuer de voluntario peregrino”.
En otros grandes poemas, como “El hijo muerto”, González Martínez deja un estrecimiento perenne: “Soñé con tu palabra de poeta / para forjar en luminoso día / la estrofa presentida o incompleta. / Prendí tu antorcha… Pero boca impía, / soplando con aliento de pavura, / mató su llama sin tocar la mía… / Como pájaro ciego en la espesura / que a golpes busca al prófugo del nido / se estrella en tu silencio mi locura. // ¿A qué reino de sombras has huido? / Qué lengua aprenderé para llamarte? / ¿Qué viento me dirá que me has oído? // Brújula de dolor para buscarte, / se queda mi lamento suspendido / en el misterio trágico del mundo… ¡Oh, qué callar profundo! / ¿Contra quién me rebelo… o a quién pido?”
Manuel Acuña, otro gran poeta mexicano, joven médico que falleció por voluntad propia cuando tenía 24 años, nos legó una obra célebre por su “Nocturno a Rosario”. No obstante, es también autor de que es, quizá, el mejor poema del romanticismo mexicano, “Ante un cadáver”, que por supuesto vale la pena leer completo, y del que aquí extraemos algunas estrofas:
“(…) Pero, ¡no!... tu misión no está acabada, / que ni es la nada el punto en que nacemos, / ni el punto en que morimos es la nada. // Círculo es la existencia, y mal hacemos / cuando al querer medirla le asignamos / la cuna y el sepulcro por extremos. // (…) Y en medio de esos cambios interiores / tu cráneo, lleno de una nueva vida, / en vez de pensamientos dará flores, // en cuyo cáliz brillará escondida / la lágrima, tal vez, con que tu amada / acompañó el adiós de tu partida. / La tumba es el final de la jornada, / porque en la tumba es donde queda muerta / la llama en nuestro espíritu encerrada. / Pero en esa mansión a cuya puerta / se extingue nuestro aliento, hay otro aliento / que de nuevo a la vida nos despierta. // Pero allí donde el ánimo se agota / y perece la máquina, allí mismo / el ser que muere es otro ser que brota. // El poderoso y fecundante abismo / del antiguo organismo se apodera / y forma y hace de él otro organismo.”
Todo el poema de Manuel Acuña sostiene con gran fuerza y grandeza poética un hecho indiscutible de la naturaleza, y que se condensa en las dos últimas estrofas: “La tumba sólo guarda en esqueleto, / mas la vida en su bóveda mortuoria / prosigue alimentándose en secreto. // Que al fin de esta existencia transitoria / a la que tanto nuestro afán se adhiere, / la materia, inmortal como la gloria / cambia de formas, pero nunca muere”.
Tenemos en la poesía de Xavier Villaurrutia, otro gran poeta que ya nace con el siglo XX, una cuidadosa inmersión en los fractales de la muerte, a través de sus maravillosos “Nocturnos” y “Nostalgias”. Es Nostalgia de la muerte una de las plataformas definitivas de Villaurrutia, circunscrito en pinceladas muy cercanas a un lóbrego surrealismo.
“Nocturno de la estatua”, “Nocturno en que habla la muerte”, “Nocturno en que nada se oye”, “Nocturno sueño”, “Nocturno amor”, entre muchos más, nos entregan una deslumbrante aproximación de Villaurrutia a la muerte, poblada de respuestas y también de dudas, como esta estrofa de “Nocturno muerto”: “¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento / en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma / el corazón inmóvil como la llama fría?”
La poesía de Villaurrutia es prolija también en certezas: “La muerte toma siempre la forma de la alcoba / que nos contiene. / Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa, / se pliega en las cortinas en que anida la sombra, / es dura en el espejo y tensa y congelada, / profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.”
En la obra de Xavier Villaurrutia destaca la hermosa plaquette “Nocturna rosa”, dedicada a José Gorostiza, autor de “Muerte sin fin”, uno de los textos cardinales de la literatura mexicana. Salvador Elizondo consideró que este poema, publicado en 1939 “es la primera gran manifestación universal de la poesía mexicana de nuestro tiempo”.
Construido con sólidos recursos estilísticos, “Muerte sin fin” sostiene un hilo conductor que se asoma a la muerte del universo e interpela el proceso de la creación, como cuando nos dice, en uno de sus cantos, que “todo lo que vuela o nada, todo, / se encoge en un crujir de mariposas, / regresa a sus orígenes / y al origen fatal de sus orígenes”.
El poema discurre en numerosas estaciones que encallan en la muerte, como en el verso 240: “(…) irresponsable, eterno, / muerte sin fin de una obstinada muerte, / sueño de garza anochecido a plomo / que cambia sí de pie, mas no de sueño (…)”.
Algunas pistas para la reflexión acerca de la muerte, y por lo tanto acerca de la existencia, persisten, prevalecen consistentes en la poesía mexicana. Podemos concluir estas breves alcayatas con el baile final de “Muerte sin fin”, hacia el verso 770: “Desde mis ojos insomnes / mi muerte me está acechando, / me acecha, sí, me enamora / con su ojo lánguido”.
SEMBLANZA:
* María Vázquez Valdez. Poeta, editora, periodista y traductora mexicana. Autora de once libros publicados, entre los cuales se encuentran los poemarios Caldero, Estancias, Kawsay, la llama de la selva, y Geómetra. También es autora de Voces desdobladas / Unfolded voices (libro bilingüe de entrevistas a mujeres poetas de México y Estados Unidos, 2004), Estaciones del albatros (ensayos, 2008), y de cinco libros para niños y jóvenes.
Doctora en Teoría Crítica, maestra en Diseño y Producción Editorial, y licenciada en Periodismo y Comunicación. Ha traducido varios libros del inglés al español, y ha recibido becas y apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos y de la Secretaría de Cultura de México.
En distintas etapas, colaboradora en diversos medios, entre ellos las revistas Mira y Memoria de la CDMX; los periódicos Tiempo (San Cristóbal de las Casas), El Nuevo Mexicano (Santa Fe, Nuevo México), La Opinión (Los Ángeles, California), y el colectivo Bedröhte Volker, de Viena, Austria.
Ha sido parte del equipo editorial de la Academia Mexicana de la Lengua, y de diversos medios, entre ellos la revista GMPX de Greenpeace y la Editorial Santillana. Fue jefa de publicaciones de la Unión de Universidades de América Latina (udual), cofundadora y directora editorial de la revista Arcilla Roja, miembro del consejo editorial de la revista de poesía Alforja desde su fundación, y directora de la Biblioteca Legislativa y de la Biblioteca General del H. Congreso de la Unión.