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Episodio 8: La muerte de los salones recreativos
Antes de que el gaming sea una actividad exclusiva de entrecasa, cuando la industria aún era joven, los mejores videojuegos se desarrollaban para los arcades. Los orígenes del gaming lo postulaban como una actividad social, los jugadores debían salir de sus casas para poder jugar a los últimos juegos que venían en grandes gabinetes decorados. Los salones de arcades se llenaban de adolescentes y adultos, también de algunos niños sin supervisión, que pasaban horas con sus máquinas favoritas. Dentro de esos locales se vivía un ambiente diferente, formado por sudor y humo de cigarrillo, mezclado con el destello de las pantallas y los sonidos de docenas de máquinas funcionando a la vez.
En Argentina, los salones recreativos tuvieron una época de gloria desde mediados de los 80s hasta finales del 2000. Estaban presentes en todos los rincones del país, aún en los lugares más humildes, pero tenían su epicentro en el legendario Sacoa de Mar del Plata. Un gigantesco local subterráneo sobre la Peatonal San Martín que era la insignia de una empresa que supo tener más de 50 locales en todo el territorio nacional, con una presencia estelar en las ciudades balnearias más importantes. Dentro de un arcade noventoso convivían todo tipo de máquinas, desde clásicos indiscutibles como Tetris, Wonderboy o Double Dragon, hasta juegos de disparos o carreras para desafiar tanto a amigos como a desconocidos.
Los arcades eran un fenómeno social con reglas no escritas que la gran mayoría del público respetaba. Eran épocas de crisis y pocos tenían fichas de sobra, por eso se acostumbraba a mirar a otros jugadores. Esta actividad era más común en los chicos o jugadores más jóvenes que, a veces en su afán de estar en contacto con sus juegos favoritos, solían visitar los locales a pesar de no tener dinero. Uno podía mirar a cualquiera mientras respete el código de conducta implícito, que se basaba en no molestar al jugador. Aquellos que no lo respetaban se exponían a un reto, en especial cuando tocaban los botones del segundo jugador: “No toques los botones que se calienta la máquina” era un clásico. Era una forma de dar a entender al joven en cuestión que nos estaba distrayendo y podíamos terminar perdiendo por su culpa.
Las máquinas más populares solían ser los juegos de pelea, los de carrera para varios jugadores y un puñado de shooters espectaculares. Estos tenían un código de conducta propio que también se respetaba a rajatabla. Había que preguntar antes de desafiar a alguien que estaba jugando solo. No estaba bien visto interrumpir una partida de Street Fighter II metiendo una ficha y presionando “Start”, era considerado casi un acto de violencia. La forma correcta era preguntar: “¿Hacemos un mano a mano?”, y si nuestra intención era jugar solo cuando el otro jugador termine su partida, había que poner una ficha al lado del botón de Start, marcando territorio. Había máquinas que siempre tenían filas de fichas con sus dueños mirando alrededor de la pantalla, aunque todo esto cambiaría con la llegada de las tarjetas magnéticas. Sin embargo, los códigos de conducta se mantuvieron en vigencia.
La otra cara de los arcades eran los pinballs, o “flippers” como les solían decir en mi barrio. Los abuelos del gaming, máquinas mecánicas con pantallas de led que cumplían al pie de la letra con la descripción “Juegos Electrónicos”. Eran vestigios de una edad antigua de la industria, una alternativa a las máquinas tragamonedas de Estados Unidos que derivó en un juego de habilidad. Pocos niños comprendían sus encantos, pero los que entendían la propuesta quedaban enamorados en cuestión de días. Había un aire adolescente en esos sectores, poblado de jóvenes y adultos, que tenían la habilidad necesaria para golpear una bola de acero y dirigirla hacia donde era necesario. Los pinballs tuvieron también su edad dorada durante este período y compartieron la cartelera con los mejores arcades de la historia. Marcas como Data East, Williams, Bally y Gottlieb aprovechaban las grandes franquicias del cine para demostrar que podían crear una aventura desafiante y compleja en una tabla inclinada, con un elaborado panel eléctrico y tres bolas de acero bien pulidas.
Los arcades eran el lugar por excelencia para conocer gente con el mismo gusto que nosotros. Era tan simple como ponerse a hablar de un juego con alguien, pidiéndole un “truco” o un consejo sobre cómo pasar cierto nivel y, de repente, forjábamos un vínculo de amistad. Eran un lugar de reunión, a veces era más interesante ir al salón de arcades del barrio a ver quiénes estaban y charlar un rato que volver a pasar el Final Fight con una ficha. También era el refugio para las largas tardes de verano y el plan ideal para los días de lluvia en vacaciones. No solo íbamos a jugar, era un punto de conexión social en una época sin redes sociales o internet, pero con cientos de miles de adolescentes con ganas de vincularse.
Paradójicamente, el sueño del arcade en casa fue lo que terminó matando a los salones recreativos. La última generación de consolas que estuvo por debajo del estándar de calidad de los arcades fue la de 32 bits, con algunas excepciones, pero a partir de la llegada de Dreamcast, PlayStation 2, GameCube y Xbox la relación de poder se invirtió por completo. Cualquiera podía tener Street Fighter III, un juego de fútbol superior a Virtua Striker o un espectacular juego de carreras que dejaría humillado al glorioso Daytona USA. La masificación de los juegos en red fue el último clavo en el ataúd de los arcades, que ya ni siquiera servían para cumplir un rol social. ¿Quién iba a preferir un shooter sobre rieles para dos o tres jugadores cuando con una PC podía jugar partidas cerradas al Counter Strike 16 contra 16?
Poco a poco, los legendarios salones recreativos comenzaron a cerrar. La oferta de juegos bajó estrepitosamente, limitándose a un puñado de t´titulos de pelea, shooters sobre rieles que promocionaban películas y algún juego de carreras multijugador. Esas máquinas con tecnología de punta eran carísimas y la inversión no era rentable, y si a esto le sumamos el contexto de crisis económica los cierres masivos eran más que comprensibles. Algunos locales se transformaron en cybers, comercios dedicados a alquilar computadoras por hora ya sea para navegar por internet o jugar en red, y los demás tuvieron que adaptarse a una nueva realidad: los salones de arcades ahora eran para niños.
Los pinballs y videojuegos fueron reemplazados por máquinas de feria. Juegos mecánicos en los que debíamos tirar pelotas, disparar pistolas de agua o golpear muñecos de goma con un martillo. Bajo la premisa más simple del mundo, es decir, sumar una gran cantidad de puntos y luces coloridas, conseguían atraer a los más pequeños de la familia. Como recompensa nos podíamos llevar cupones para canjear por premios que iban desde caramelos, pasando por juguetes pequeños, hasta alguna locura como un televisor por una suma exorbitante. Los más grandes son verdaderos centros de diversión familiar, con calesitas, autitos chocadores y hasta simuladores con realidad virtual (o al menos así los llaman), pero nada conservan de la esencia original y siguen en peligro de extinción.
En el resto del mundo, los arcades compartieron más o menos el mismo destino. Sin ir más lejos, en 2022 Sega abandonó su legendario salón arcade de Tokyo y cada vez más locales se están declarando en bancarrota. A pesar de ser uno de los 3 países con mayor presencia de arcades, y tal vez el último bastión en cuanto al desarrollo de títulos nuevos, Japón se está quedando lentamente sin salones recreativos. Allá todavía se consideran una actividad social, fogoneada por la tradición de coleccionar los juguetes de las máquinas de garra y gashapones, pero nunca terminaron de recuperarse del impacto de la pandemia de COVID-19. La Tierra del Sol Naciente, que supo tener más de 26 mil salones en funcionamiento a finales de los ochenta tiene menos de cuatro mil al día de hoy y el futuro parece desolador.
En Argentina, aún quedan un par de locales para ir a revivir viejas glorias. Algunos clásicos marplatenses siguen abriendo sus puertas en las temporadas de invierno y verano, con un surtido de máquinas más o menos bien conservadas y precios accesibles. También hay locales en los centros comerciales más importantes, aunque se centran en máquinas modernas y, en especial, en los juegos electrónicos de feria. También se han puesto de moda, hace varios años, los bares con videojuegos (con acceso limitado a las fichas, lamentablemente) por lo que sigue siendo posible ir a experimentar esta fantástica costumbre del pasado. Tal vez sea un plan interesante solo para quienes vivimos esa época y las generaciones modernas lo vivan como ir a una excavación arqueológica, únicamente como material para hacer historias o subir fotos a su red social favorita, Pero, si realmente están interesados en conocer un poco más de este mundo, aún están a tiempo de experimentar, aunque sea, una pequeña parte de la magia.