Recorrer pasillos oscuros interconectados, descubriendo botones y pasadizos secretos. Avanzar a fuerza de llaves ocultas reventando todo a nuestro paso con armas que, casualmente, están ahí esperando a que las encontremos. El FPS como género surgió en una época en la que el hecho de estar jugando en primera persona ya era aliciente de sobra como para llamarnos la atención. Los grandes exponentes supieron transformar las limitaciones del hardware de aquel entonces en características que sumaban a la inmersión y, en cuestión de unos pocos años, los shooters en primera persona pasaron a estar en la vanguardia del gaming.
Durante la edad dorada, el género explotó con títulos de calidad por doquier. No solo estamos hablando de los clásicos de ID Software, como Doom o Quake, sino de cientos de juegos que aprovecharon este nuevo cambio de perspectiva para desarrollar aventuras más inmersivas. Desde Hexen hasta Soldier of Fortune, sumando elementos de otros géneros como la narrativa o un sistema de progresión, para eventualmente mutar hasta modificar los lineamientos fundacionales. La posibilidad de jugar en red abrió las puertas al multijugador y sus diferentes modos de juego, mientras que el avance tecnológico proveyó las herramientas necesarias para que el costado narrativo se vuelva una parte importante de la propuesta.
Gradualmente el género se fue subdividiendo en ramas. Los FPS competitivos y los que ofrecían una historia inmersiva cobraron una relevancia cada vez mayor y, eventualmente, monopolizaron el género. De a poco, la jugabilidad clásica, frenética y desenfadada de los clásicos de antaño comenzó a sentirse anticuada y la oferta de este tipo de títulos comenzó a disminuir. Con el avance de las experiencias cinemáticas de la saga Call of Duty, el combate masivo y más realista de Battlefield, los shooters centrados en campañas para un jugador y propuestas enfocadas en la acción comenzaron a adaptarse a las nuevas tendencias. Así comenzó la época en la que los puntos de experiencia, los árboles de habilidades y los sistemas de progresión o personalización se volvieron una constante.
Los FPS tradicionales nunca desaparecieron. Aún en medio del apogeo de las grandes sagas modernas, que siguen dominando el mercado, y la aparición de modos multijugador gigantes como el Battle Royale, siguieron saliendo títulos de calidad. Algunos modestos, aunque divertidos, como Shadow Warrior, otros capturaban la esencia clásica como los nuevos Wolfenstein y varios intentaban con buenas ideas pero no conseguían el balance ideal entre progresión, acción y el espíritu de siempre. No fue hasta la llegada del mismísimo Doom (2016) que la industria comprendió finalmente que se podía hacer un juego moderno y ,a su vez, plasmar el frenetismo, la ambientación y la sensación de estar ante un shooter de la vieja escuela.
Wolfenstein 2 y Doom Eternal seguirían por ese camino, aunque tomando dos estilos diferentes. El primero hacia la espectacularidad de los jefes gigantes y la campaña con un hilo narrativo más tradicional. El segundo, redoblando la apuesta por la jugabilidad vertiginosa, aunque sumando una fuerte dosis de plataformeo, casi bordeando el parkour. Sin embargo, representan la excepción a la norma y el resto de los lanzamientos de mediano o alto presupuesto terminaron en el olvido. Hoy en día, el último bastión del género que mantiene la esencia tradicional se encuentra en el mercado indie. El espíritu de Doom, Quake, Hexen y Heretic sigue vivo en títulos como Amid Evil, Dusk, Ion Fury y Project Warlock, en un subgénero que algunos llaman “Boomer Shooter” pero, ¿volveremos a ver un FPS peleando en el podio de los mejores del año?
La evolución natural del género, que no consiguió evitar la “RPGización” de la industria durante la última década, parece haber establecido un nuevo estándar. Es cada vez más difícil concebir un título sin un sistema de progresión construido alrededor de puntos de experiencia. El equipamiento intercambiable, personalizable y looteable ha llegado para quedarse y parece ser tan indispensable como incluir un árbol de habilidades. Algunos estudios se han esforzado en incluir diferentes opciones de diálogo, misiones opcionales y hasta NPC que nos acompañan en la acción. Estas características, que antes eran casi exclusivas de los RPG occidentales, porque la personalización siempre estuvo más vinculada a D&D (y sus derivados) que a los JRPG, pasaron a encarnarse en el resto de los géneros a tal punto que hoy sería inconcebible pensar en un FPS de alto presupuesto sin este conjunto de mecánicas.
¿Cómo recibiríamos un título moderno que se apegue a los orígenes del género? Un FPS técnicamente espectacular, pero que se desarrolle en laberintos y pasillos oscuros repletos de enemigos y munición escasa. Un shooter que requiera que encontremos llaves y botones ocultos para progresar, que no nos indique el camino a seguir con una flecha luminosa y, en cambio, requiera una exploración meticulosa de los escenarios. Uno donde no haya una mochila infinita donde llevar todas las armas, ni kioskos en medio de los niveles donde gastar recursos y que nos haga depender de botiquines escondidos para sobrevivir. Básicamente, un juego que escape a los recursos de gamificación actuales, que dependa enteramente de la propuesta jugable para entretener y cautivar, y no de una constante promesa de progresión y recompensa. Para mí, un tipo de 41 años que juega hace más de 30, suena como un sueño hecho realidad pero, ¿sería redituable o, al menos, relevante dentro de la industria actual? En el mejor de los casos, creo que complacería a un nicho y, con un poco de suerte, conseguiría el aval de la crítica, pero alcanzar el éxito comercial sería muy difícil. O, tal vez, hay una enorme audiencia esperando volver a sentir la opresión y el vértigo de los FPS clásicos, ¿no? Me gusta pensar que sí.