Napoleón Bonaparte escala posiciones de poder en una Europa devastada y en una Francia agobiada por las repercusiones de la Revolución Francesa. A fuerza de tácticas bélicas nunca vistas y un hambre de control absoluto, logra posicionarse hasta convertirse en Emperador. Pero un gran hombre lo es tanto como la mujer que lo acompaña, así que conocerá a Josefina, una viuda que lo enamorará hasta el límite de la obsesión. El auge y caída de un ícono histórico.
El padre de la criatura histórica
Existen pocas figuras míticas hoy en el mundo del cine. En ese panteón, donde están Steven Spielberg o Clint Eastwood, se encuentra Ridley Scott. Scott, director británico nacido el 30 de noviembre de 1937, con más de cinco décadas de carrera ha demostrado ser un cineasta versátil y, por sobre todas las cosas, visionario.
Su debut en la dirección fue con la película Los duelistas (The Duellists, 1977), una epopeya histórica que sentó las bases de su enfoque visual distintivo con las actuaciones de Harvey Keitel y Keith Carradine. Sin embargo, fue con Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) y Blade Runner (1982) donde Scott consolidó su estatus como uno de los grandes directores de ciencia ficción de la historia. Estas películas no solo redefinieron el género, sino que también establecieron el estándar para la estética futurista y atmosférica en el cine.
Scott continuó sorprendiendo al público con éxitos como Gladiador (Gladiator, 2000), que le valió el premio de la Academia al Mejor Director -y que pronto tendrá secuela dirigida nuevamente por él-, Misión Rescate (The Martian, 2015), una epopeya espacial que combinó la ciencia ficción con la narrativa humana, que lo regresó a sus fuentes junto a un reguero de figuras encabezadas por Matt Damon y El último duelo (The Last Duel, 2021), otra película histórica en el medioevo con una vuelta de tuerca en su narrativa siguiendo tres puntos de vista diferentes al estilo Rashomon. Su habilidad para fusionar lo visualmente impactante con historias emocionantes sigue siendo su sello distintivo.
Con una carrera potente, logra manejarse siempre entre dos grandes fetiches: la ciencia ficción y el drama histórico. Era momento de encarar a uno de los personajes más atractivos de la historia.
Un loco que le ganó a la historia
Napoleón Bonaparte, el estratega militar y líder francés, nació en Córcega el 15 de agosto de 1769. Su ascenso meteórico comenzó durante la Revolución Francesa, donde sus habilidades tácticas lo llevaron a destacarse. En 1799, dio un golpe de Estado y se autoproclamó Primer Cónsul, consolidando así su poder. Posteriormente, en 1804, se coronó Emperador de los franceses, marcando el inicio de la era napoleónica.
Conocido por sus geniales tácticas militares, Napoleón lideró campañas bélicas que abarcaron gran parte de Europa, intentando emular a Alejandro Magno. Su famosa batalla de Austerlitz en 1805 y la conquista de gran parte de Europa central lo consolidaron como una figura formidable. Sin embargo, su ambición llevó a su caída. La desastrosa invasión a Rusia en 1812 y la derrota en la Batalla de Leipzig en 1813 debilitaron su posición. Finalmente, en 1814, fue exiliado a la isla de Elba, aunque regresaría brevemente en 1815 en el episodio conocido como los “Cien Días”.
El declive de Napoleón culminó en la batalla de Waterloo en 1815, donde fue derrotado por las fuerzas británicas y prusianas. Fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde pasaría sus últimos días. Su legado es complejo: mientras algunos lo ven como un genio militar y reformador, otros lo consideran un tirano. Con todo este bagaje, no parece raro que Ridley Scott haya elegido contar su historia en la pantalla grande.
Un documental a gran escala
Ridley Scott decidió tomar la historia y plasmarla casi a un nivel documental, pero tomando como eje central, como columna vertebral, la relación entre Napoleón (interpretado por Joaquin Phoenix) y Josefina (interpretada por Vanessa Kirby). Ambos personajes atraviesan las consecuencias de la revolución y la lucha contra los realistas de manera diferente, pero se encuentran en un punto en común, una suerte de evento canónico que va a guiar todo el destino de Europa. Cuando sus caminos se bifurcan, comienza el fin.
La película se siente gigantesca, con planos filmados con lentes brillantes y angulares que permiten, como si fuese un gran partido de fútbol, disfrutar de todo el espectáculo sin perdernos nada. Scott nunca nos oculta lo que pasa, coloca la cámara en todos los lugares en donde ocurren cosas trascendentes para mostrárnoslas. Eso genera un sentimiento de estar ante las puertas de un documental que muchas veces se detiene para mostrarnos una relación tóxica entre los protagonistas.
Y allí radica uno de los problemas: la falta de conflicto. Al elegir un camino más “histórico / contemplativo”, se pierde la capacidad de narrar lo que sucede con un prisma particular, y al atenerse todo a lo rigurosamente histórico no existen sorpresas. Ni siquiera la relación entre ellos reviste algún tipo de conflicto narrativo: ella lo engaña, él se enoja; la echa, ella le dice que no, vuelven; ella no puede tener hijos, se separan, él tiene hijos… no existe una tensión que genere un choque entre fuerzas con objetivos disímiles o una búsqueda complicada en conjunto.
Rigor histórico y base en la actuación
La capacidad de recrear históricamente hechos de un pasado lejano es una de las características del cine de Ridley Scott (a pesar que en internet se dedican a observar hasta el mínimo detalle para desacreditarlo), y Napoleón no es la excepción.
Todo está tan bellamente engalanado que permite meternos en la historia desde el primer fotograma: los edificios, los elementos en pantalla, los vestuarios, los peinados… todo está armado para que podamos introducirnos rápidamente en este universo y que saltemos presurosamente a la historia en cuestión.
Joaquin Phoenix vuelve a ser el centro de la escena. Pero eso reviste varios problemas: uno es lo que llamo el “virus de Daniel Day-Lewis / Jared Leto”, una condición donde ciertos actores y actrices (en su minoría) se vuelven tan centrales en la industria por su capacidad camaleónica e interpretativa a través del “método” que terminan cayendo en una sobreactuación producto de no manejar el propio ego. Olvidan que son un elemento más en todo el entramado que hace a una película. Lo que ofrece Phoenix es bueno, aunque son cosas que ya vimos en sus propias actuaciones, pero también para el público que no lo recuerde, en una cinta de hace muchos años Desirée, la amante de Napoleón (Desiree, 1954) donde Marlon Brando (otro actor con la misma condición) personifica a Napoleón Bonaparte en una historia de amor. Los gestos y el tono general que ofrece el actor se asemeja a lo que hace casi setenta años ofrecía Brando.
Ahora, lo de Vanessa Kirby sí es un poco más parejo. Cada uno de sus momentos, sus vaivenes y su desarrollo se asemejan a los de una persona que atraviesa situaciones extraordinarias. Su personaje nunca se mantiene igual, muta y evoluciona haciendo que empaticemos con lo que le ocurre. Su fuerza actoral permite no ser arrastrada por eje gravitatorio de Phoenix.
Napoleón es una correcta biopic, logra captar a través del rigor histórico y planos bellamente desarrollados la historia conocida de uno de los personajes más controversiales de la historia, sin caer en excesos (que ante esta figura hubiese sido algo más deseado) y contando de manera ordenada su propio devenir que se encuentra plenamente aferrado al de toda Europa. Esa falta de “elección” le quita potencia y hace que sus casi tres horas de duración se sientan algo excesivas. El arte queda escondido bajo las capas de rigor histórico.