Las fuerzas invisibles que rigen los destinos de los mortales siempre fueron un tema de considerable interés para Neil Gaiman y las plasmó en sus fantásticos personajes, sujetos a caprichos y pasiones humanas como los mismísimos dioses del Olimpo y otras mitologías ancestrales que poblaron la imaginación de los poetas desde que el mundo es mundo. Desde siempre, fascinaron al autor británico y, a través de su pluma, a lectores de todo el mundo, capaces de esperar décadas enteras a que continúe una historia.
Eso fue precisamente lo que pasó con Good Omens, aunque -para ser francos- nadie lo esperaba. El anuncio de una segunda temporada para la serie basada en la obra conjunta de Gaiman y Terry Pratchett tomó desprevenidos a todos, incluso a los más fans. De hecho, los más fans fueron los más temerosos de ver concretado en pantalla esta especie de “fan-fiction oficial” concebido por la mitad de ese dúo creativo, continuando la historia que los dos escritores habían publicado hace treinta años.
Por algún capricho del destino, mensaje del más allá o quizás un acuerdo explícito entre los dos autores -tal vez nunca lo sabremos-, Neil Gaiman decidió escribir una continuación para la historia de Aziraphale y Crawley, el ángel y el demonio que unen fuerzas para salvar al mundo del Apocalipsis. Adaptada a la pantalla chica por Amazon Prime Video, fue una de las primeras producciones originales de la plataforma de streaming para su lanzamiento internacional, con el mismísimo Gaiman como encargado general de la serie. Los talentosos y carismáticos actores Martin Sheen (Inframundo, Crepúsculo) y David Tennant (Doctor Who, Harry Potter) fueron los elegidos para interpretar, respectivamente, a este ángel y este demonio que desafían las reglas inmutables de sus respectivos reinos para ahorrarle un mayor sufrimiento a la humanidad. Cuestiones sobre el bien y el mal, el origen y el final de todo, son tratadas con mucho humor e ironía, como si el destino del universo fuera una cuestión burocrática que se decide en las oficinas del Cielo y el Infierno, sin mayor consideración por las criaturas que sufrirán las consecuencias.
Acá es donde Aziraphale y Crawley se distinguen del resto de su especie y congenian a pesar de sus naturalezas diametralmente opuestas: ambos sienten empatía y amor por los humanos (y el uno por el otro), aunque a veces les cueste más admitirlo que demostrarlo. Lo que la segunda temporada viene a explorar, justificando su propia existencia, es precisamente el amor entre ellos y la cualidad redentora de su amor por los demás. Es particularmente contradictorio y conmovedor en Crawley, un demonio que por definición debería odiar a la humanidad.
Mientras la primera temporada -basada con bastante fidelidad en el libro original- seguía la historia de su improbable unión para evitar un mal mayor, en la segunda ya los encontramos con una relación de siglos consolidada. Un vínculo que pasa por amistad, pero a las claras es mucho, muchísimo más que eso. Enfrentados a decisiones que son aún más trascendentales que la vida o la muerte e implican condena o salvación eterna (e incluso la eliminación de la existencia), ambos eligen siempre el bienestar del otro por sobre sus propios intereses.
La historia que atraviesa la temporada es un misterio que irá dejando pistas desde el primer episodio y enfrenta nuevamente las fuerzas del Cielo y el Infierno. Desterrados a vivir entre los humanos -tanto por mandato divino como por elección propia- Aziraphale y Crawley se ven involucrados en medio de este complot místico. El protagonista de esta subtrama es el Arcángel Gabriel, uno de los principales antagonistas de la temporada pasada, interpretado nuevamente por Jon Hamm (Mad Men), esta vez en un registro completamente distinto.
Pero más allá de la resolución de su arco, que llegará recién en el último de seis episodios, la clave de la temporada está en las historias de amor. Los dos protagonistas encuentran su relación espejada en dos humanas con las que interactúan a diario, casi sin darse cuenta de que, al actuar en favor de ellas, están actuando en su propio favor. Sin embargo, las fuerzas de sus respectivos bandos les respiran en la nuca para interferir en sus destinos, que parecen no poder escapar de los designios demoníacos y divinos.
Atravesada por flashbacks que plantean cuestiones como el privilegio de clase, los sutiles matices de la moral, el doble discurso de la religión y los misterios sobre el origen de la creación -entre muchos otros tópicos del estilo-, la temporada profundiza en la relación de Aziraphale y Crawley desde el origen de los tiempos, siempre con el humor absurdo e irreverente que caracteriza esta obra de Gaiman. A través de relatos bíblicos, la dinámica entre ángel y demonio se va volviendo cada vez más ambigua y da lugar a un final abierto que nos deja a la espera de una -ahora necesaria- tercera temporada.
Seguir leyendo