“No puedes cometer un pecado y pretender que los demás sientan lástima por tí cuando tienes que enfrentar las consecuencias”, le dice el personaje de Emily Blunt a J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) en una de las escenas clave de la película, que no tiene relación alguna con la creación de la bomba atómica pero resume a la perfección el espíritu de la historia que narra el guionista y director Christopher Nolan en su nueva épica cinematográfica.
El realizador detrás de películas como Interstellar, Inception y Dunkirk vuelve a la pantalla del IMAX y a los cines de todo el mundo, esta vez con un drama mucho más intimista que grandilocuente. Oppenheimer es un estudio de personaje sobre “el padre de la bomba atómica”, esa figura tan ambigua y polémica en la historia de Estados Unidos y del mundo entero, que dio origen -o al menos fue la cara visible- al artefacto que acabaría con la vida de miles de inocentes al mismo tiempo, en nombre de la paz y de la ciencia.
En sus tres horas de duración, la película recorre el camino que llevó a la creación de la bomba atómica y explora brevemente sus consecuencias, a través de dos perspectivas opuestas sobre los hechos, una filmada a color -la visión del mismísimo Oppenheimer- y la otra en blanco y negro; la versión de Lewis Strauss (Robert Downey Jr), su mayor adversario político y opositor. Como ya es costumbre en la filmografía de Nolan, las líneas temporales se entrecruzan y se plantean varios misterios a lo largo de la película, que se resuelven satisfactoriamente.
Esta vez, Nolan está mucho menos interesado en giros de guion ingeniosos e intrincadas explicaciones científicas que en otras oportunidades, y mucho más orientado a explorar el mundo interno de Oppenheimer, sus motivaciones y el reflejo de esos conflictos en el mundo exterior, con sus catastróficas consecuencias. Sin embargo, lo hace desde una perspectiva casi aséptica, como si la objetividad de observar sin emitir juicio fuera posible en el arte. En este sentido, es admirable cómo logra retratar el protagonista con su compleja escala de grises y dejar que el espectador saque sus propias conclusiones.
Con una rápida presentación de personajes, tanto nombres famosísimos de la ciencia como algunos no tan reconocidos fuera de los círculos académicos son introducidos a través de diálogos filosos, escenas reveladoras y pinceladas del guion que dan cuenta de sus diferentes búsquedas, tanto científicas como ideológicas, sus causas en común, sus egos e inseguridades. La primera hora es prácticamente un compendio de hombres en traje hablando sobre el estado del mundo y de la ciencia, pero uno muy necesario para entender el contexto social y político de la película, que no da nada por sentado pero tampoco ahonda demasiado en cuestiones de público conocimiento ni subraya por demás.
El elenco multiestelar representa sus papeles a la perfección -algunos muy brevemente- sin correr el foco de lo importante. Pero este es sin dudas el papel definitivo en la carrera de Cillian Murphy, un actor versátil como pocos, que estuvo relegado durante mucho tiempo a roles menores en la pantalla grande, muchos de ellos bajo la dirección del mismo Nolan. En Oppenheimer, Murphy es capaz de mostrar su rango para el drama y sostener primerísimos planos transmitiendo las complejas emociones del protagonista y su lucha interna. Junto con su interpretación, el sonido de la película cobra un rol importantísimo en la construcción de los momentos de mayor tensión y drama.
Nolan vuelve a interrumpir su larga historia de colaboraciones con el compositor Hans Zimmer para trabajar con el nuevo niño mimado de Hollywood, Ludwig Goransson (Creed, Black Panther, Tenet). El músico sueco capta como nadie el conflicto interno del protagonista y lo traslada a una banda sonora que nos mete de lleno en la historia y sus climas. “No hay que saber leer música, hay que saber escucharla”, dice en un momento el personaje de Kenneth Branagh, y esa es precisamente la esencia detrás Oppenheimer: un conjunto de artistas que entienden su oficio y saben interpretarlo y transmitirlo, así como sus personajes en la pantalla saben y entienden de ciencia y política.
Lo que ninguno de ellos se detiene demasiado tiempo a reflexionar es en las consecuencias de lo que están haciendo, hasta que ya es demasiado tarde. Nadie se pregunta a priori si deben hacerlo, solo si pueden. El poder sobre el deber es uno de los temas centrales y se explora a conciencia, desde una perspectiva europea que sin dudas aporta una mayor franqueza de la que un cineasta norteamericano jamás hubiera sido capaz. Por más que se trate de una historia real, la tensión y los riesgos se sienten palpables, así como el peso de las acciones y la responsabilidad que cada uno de estos hombres tuvo en la historia mundial.
Esta vez el formato IMAX no aporta demasiado a la experiencia del visionado, y la explosión de la bomba termina siendo casi anecdótica, aunque sin dudas, espectacular. Se hizo mucho hincapié en la campaña publicitaria sobre el uso de efectos prácticos y la inexistencia de tomas generadas por computadora, y eso se aprecia en todo su esplendor en los momentos más visuales, pero no llegan a marcar la diferencia. Esta es, antes que nada, una biopic. Una que fue narrada y filmada con la pericia de un cineasta consagrado, pero en su esencia un drama profundamente humano, donde los efectos están al servicio de la historia y no al revés.
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