Poeta en el Uruguay ¿y el secreto mejor guardado de la literatura gay latinoamericana?

Alfredo Fressia fue alumno de Foucault, amigo de Puig y enemigo de Perlongher. Falleció a comienzos de este año, pero sus poemas cargados de deseo, homoerotismo y erudición comienzan a encontrar lectores en todo el mundo.

El poeta uruguayo Alfredo Fressia (Paola Scagliotti)

La última vez que estuvo en Montevideo, Alfredo Fressia caminó por la escollera Sarandí –un lugar icónico y misterioso de la parte más antigua de la ciudad- en la primavera del 2018. El sol era innegable y el calor crecía. Alfredo había elegido ese sitio para las fotos que debían tomarle para un suplemento cultural porque era su rincón especial. Ese lugar era desde donde el poeta conjugaba el nacimiento de Montevideo, la misma ciudad que lo había echado hacía algunas décadas durante la última dictadura militar. Luego, los nuevos hijos de este país lo recibían con admiración y amor infinito cada vez que volvía. Para ese entonces el escritor queer, el periodista, el cronista, el sospechado, el cultivador de amantes bajo el cielo carioca era, ya, un mito.

Nació en Montevideo el 2 de agosto de 1948. Fue poeta, cronista y traductor. Enseñó letras francesas durante varias décadas. En los setenta, los antojos dictatoriales del Uruguay lo destituyeron de su cargo de Profesor de Literatura y allí fue, buscando otro mundo desde el que sentir nostalgia, y se instaló en San Pablo, Brasil. Sus filiaciones políticas no eran la amenaza para el panorama de facto del país, su condición de marica sí lo era. La falta de enmascaramiento frente al panorama familiar de una sociedad encorsetada le traía algunos problemas. Fressia dibujó su sexualidad disidente en la vida y en la obra a tal punto que su “condición” se volvía una estética; sus poemas maniobraron siempre un universo del deseo masculino. Por otro lado, fue el primer poeta uruguayo gay en dejar clara una voz desde el desencuentro con la heteronorma. “Este está loco –contaba Alfredo que decían sus colegas escritores y sus compañeros gays- es puto y lo dice”. Su decir constante lo sacó del país y anduvo añorando por diferentes lugares, pero en Brasil y en Francia encontró un ambiente para la saudade de su deseo colorido.

Fue alumno de Michel Focault en París y conoció las teorías de “lo queer” mucho tiempo antes de que se hablara de eso con la naturalidad con la que hoy se manejan algunos de sus conceptos. Supo las ideas de lo “performativo” como formación cultural del amor y el sexo, tradujo textos filosóficos y poemas. Su obra siempre lo encontró provocando admiración y suspiros. Pero la cuidada manera con la que se inscribía en cierto neobarroco, sumado a la distancia en la que vivía, le trajo algunos años de obra sin los lectores que hubiera merecido. Eso no fue preocupación mayor para el escritor que, en la capital francesa, conoció a Jean-Francis, uno de sus dos amores eternos junto al escritor y filólogo uruguayo Juan Introini. Alfredo tenía a sus “dos Juanes”, como solía decir. Ambos amores conocieron el sinsabor de la distancia; Fressia volvió a San Pablo y desde allí visitó y fue visitado por sus dos novios: “bello amor, bellos amantes/ porque el amor no pasa/ de un memorial de hombres que me amaron”.

Dictó clases en universidades brasileras y francesas, fue crítico literario en medios de Uruguay, Brasil y México. En 1973 apareció su primer poemario “Un esqueleto azul y otra agonía” y su producción nunca se detuvo, pero hizo falta tiempo para sentirse leído y ser editado en diferentes países y en diversas lenguas. “En los 2000 vi, casi perplejo, aumentar el número de lectores de mis poemas, las ediciones se multiplicaron en Uruguay, en Brasil, en México, en Argentina, en Perú, en Francia, en Italia. Los festivales internacionales de poesía me invitaron, las ferias de libros, las conferencias, las universidades. Mis poemas se conocieron en buena parte de América Latina, en Francia, en Turquía, en Marruecos, en Italia. Yo sólo aspiraba desde los años 70 a escribir buena poesía. Pero las circunstancias llevaron a mis poemas a más lectores de lo que yo imaginaba”, decía en “Sobre roca resbaladiza” (Lisboa, Buenos Aires, 2019; Yaugurú, Montevideo, 2020), unas memorias y reflexiones acerca del oficio de poeta.

Fressia, durante su última visita a Montevideo en 2018 (Paola Scagliotti)

Inexplicablemente, o quizá, de manera lógica, la obra de Fressia fue requerida más que nada por editoriales que no eran uruguayas. En sus charlas y entrevistas jamás se lo veía contrariado al respecto. Pareciera que solamente se contentaba con que su poesía anduviera por ahí. El Río de la Plata, sin embargo, quiso compensarlo en el último tiempo; se reeditó su obra en Argentina y Uruguay, en 2018 fue declarado Ciudadano Ilustre de Montevideo y se publicó un libro de cuentos donde varios autores escribieron a partir de sus poemas, “Las historias que Fressia no contó” (Estela Editora, 2018). El tiempo parecía querer reparar cierto tufillo injusto que tenía la carrera de un de sus primeros poetas en “ser” queer.

“Me da alegría ver el reconocimiento. Porque los uruguayos somos duros en el reconocimiento, y para alguien que nunca hizo marketing, tuve ese privilegio, de dialogar con los jóvenes, de que me leyesen. Es una suerte, ocurre o no ocurre, no depende de uno. Hay excelentes poetas que no son leídos y hay malos poetas que son más o menos leídos. Yo, por ejemplo, nunca corrí atrás de editores, y la vida siempre me dio editores en Francia, en Italia, en Uruguay o en Argentina. Eso fue suerte, hay excelentes poetas a los que les cuesta mucho acceder a eso”, comentaba Alfredo en aquella charla del 2018.

Luego de varios libros de poesía “Cuarenta poemas”, “La mar en medio”, “Poeta en el Edén”, “El memorial de hombres que me amaron”, entre otros, de tres libros de crónicas, “Destino Rúa Aurora”, “Frontera móvil” y “Ciudades de papel”, y con una autobiografía, “Sobre roca resbaladiza”, más el paso de los años, los textos de Fressia daban cuenta de un hombre preocupado, ansiado por conocer la entraña motora de los versos. “Yo siento que después de los 60, por ahí, me fui delimitando un poco más a mi mundo. Yo entiendo, ahora, que los poetas viejos lean menos a otros poetas, y no es ilícito. Hay un protagonismo de las obsesiones que ocupa un espacio que va quedando en los nuevos poemas”.

En sus últimos textos había teoría, propia y ajena. Con una sólida formación el poeta desarrollaba el fundamento en medio del recuerdo de su casa infantil. Es ahí donde el microensayo asomaba siempre dejando ver que quien escribía dominaba el arte de lo poético. Sus imágenes, sus ritmos, la cadencia de cada enunciado, lograban algo que tantas veces se olvida; la estética del pensamiento, la prosa embellecida del género ensayístico.

Brasil fue, como para Fernando Noy, Manuel Puig y para Néstor Pelongher, un lugar donde el gobierno dictatorial ejercía su mandato pero, al parecer, sin poder frenar una ola indomable de música, de creatividad, de deseo descarriado. Con Manuel Puig tuvo una amistad lejana pero afable. No así con Perlongher con quien se sacaban chispas “neobarrosas”. En una entrada de su diario, el poeta argentino cuenta cómo vio “a la Fressia” buscando taxi boys en una avenida de la ciudad. Alfredo decía que eso no era cierto, que el autor de “Por qué seremos tan hermosas” se encaprichaba con la realidad y la narraba a su antojo en diarios y cartas. Sus obsesiones, decía, no lo dejaban ver lo real. Luego contaría cómo en la casa de un amigo en común, Nestor Perlongher leyó para él y varios más su texto “Cadáveres” –obra cumbre de la poética argentina- y cómo recibió los reproches del autor cuando le dijo que no le había gustado.

Portada de "Última thule", libro póstumo de Alfredo Fressia.

Con “Sobre roca resbaladiza” Alfredo marcó agenda en torno a la formación de una “ética del escritor”. No es que el autor intentara hacerlo, sino que su recurso tan sentimental como erudito para presentarse y, sobre todo, con la humildad que lo caracterizaba, el libro se volvió guía para los y las poetas. En ese tomo se ve el alma del artesano que pelea para pulir cada vez más su materia, el modus operandi de la formación de una voz. Si Alfredo Fressia alguna vez se presentó a sí mismo como el domador de versos que es, como el manejador certero de la magia, nadie lo oyó. Siempre apareció como si nada pasara, como si agradeciera que le permitieran caminar por ahí robando ideas brutales respecto a la escritura, como quien pide permiso y con minucioso cuidado quita una flor de un jardín.

“Entiendo que no hay chamanes, lo que hay es un largo ejercicio de la poesía, un ejercicio que incluye la contemplación de la poesía –largos años de lecturas-, además de lo que simplemente se llama talento, mucho estudio (que en latín significa amor, recordaba siempre el profesor Juan Introini), y mucho trabajo”, dice en un fragmento del libro.

-Soy un viejo enfermo, por eso me senté al sol – dijo mientras esperaba la que sería una de sus últimas entrevistas. Mientras hablaba se encorvaba y movía las manos parodiando a una anciana que tira migas de pan a las palomas.

En el verano pasado sus editores Felipe Herrero y Gustavo Wojciechowski comentaron, en secreto, que Fressia se preparaba para escribir sus últimas líneas en el tiempo. Su enfermedad había vuelto para vengarse mientras se preparaba el que sería un libro epitafio de consciente encuentro con la muerte. “Última Thule” se editó con la voz de Alfredo ya apagada. Él mismo eligió la foto que iría en las ediciones de ambas márgenes del Río de la Plata; Paola Scagliotti lo capta caminando por esa serpiente rocosa de Montevideo que es la escollera, mientras el agua marrón se rompe contra las piedras bajo el sol de la primavera. Alfredo, de espaldas, camina hacia lo eterno con seguridad.

“Aquí yace el despojo de un poeta./ Nació bajo un eclipse, fue extranjero,/ nada os pidió, labró un Edén de ausencia/ y al fin reunió en la aurora a sus espectros.”

Falleció el siete de febrero de este año.

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