Recién había pasado el 2000. Las computadoras no habían desatado ningún caos, el mundo seguía ahí y por dos series de televisión peregrinábamos hasta la casa de les afortunades que podían pagar el abono premium de cable: Buffy y Queer as Folk. En otro momento habría que describir esas juntadas y su modo específico de ver televisión, entre el consumo irónico y una admiración reverencial. Sobre Buffy, han corrido merecidísimos ríos de tinta; aquí me han pedido que escriba sobre Queer as Folk.
La serie contaba la vida de un grupo de amigos gays y una pareja de lesbianas, entre la adolescencia y la aterradora frontera de los 30 (así, al menos, era vivenciada por los personajes), de una manera considerada audaz y realista para la época. Esto quería decir, básicamente, que el melodrama vincular alternaba con escenas de representación de prácticas sexuales muy detalladas, en un conjunto de escenarios codificados por la comunidad LGTB+: el bar, la disco, el gimnasio, el espacio de arte, el dark room, la habitación. En el primer episodio, el personaje central de la serie —un gay atractivo, exitoso, autosuficiente y falsamente insensible— se convertía en padre por inseminación artificial (con su amiga lesbiana) y más tarde conocía a un estudiante de colegio secundario, con el que tenía un encuentro indubitablemente hot, en que el chico perdía su virginidad. El concepto era bastante claro, política y sexo, o mejor dicho, sexipolítica, y también un poquito de épater le hétérosexuel (y calentar al público no-heterosexual, claro).
Hasta aquí parecería ser una única serie, pero en realidad eran dos. A América Latina llegó primero la versión estadounidense (en realidad, una remake de la otra). HBO la estrenó a mediados de 2001, y fue tal el éxito que pocos meses después repitió toda la temporada en horario de trasnoche. Eventualmente, se afincó en el horario de los viernes. En noviembre, I-Sat estrenó la versión inglesa. Al día de hoy subsisten las polémicas respecto de la superioridad de una u otra. La original era bastante más explícita en la representación de los encuentros sexuales, y tenía una estética más realista o cruda en términos concretos, pero su consumo fue más restringido. La más vista, guste o no, fue la versión estadounidense, con su etnografía glamorizada del mundo gay.
¿Por qué fue importante, o al menos por qué era importante para nosotres, público homosexual o friendly (en aquellas juntadas de consumo colectivo, hasta donde recuerdo, éramos mayoritariamente putos y mujeres)? Hay que recordar la época. Tras el activismo de los setenta, más ligado a la agitación política, y el de los ochenta, luctuosamente vinculado a la epidemia de VIH-sida, a fines de los noventa la disidencia sexual vive un nuevo proceso de presentación en sociedad. No se trataba ya solo de tener los propios espacios (como la disco o el bar gay) o de preservar el derecho a vivir sin la agresión de la Policía. De manera sutil, comenzaron a aparecer espacios públicos no marcados como gays que claramente nos tomaban en cuenta. Nunca voy a olvidar la primera vez que, en Buenos Aires, con veinte años, entré a Memorabilia. Nacido en 1976, había internalizado o había hecho las paces con la idea de que ser homosexual era decidirse a quedar aparte, fuera, y de pronto había un restaurante abierto a todo el mundo que me consideraba a mí parte de “todo el mundo”. De la mano de diseñadores “jóvenes”, las vidrieras de los malls también daban un giro inesperado. En 2001, mismo año de Queer as Folk, las revistas argentinas Noticias y Veintitrés pusieron en tapa a personalidades locales haciendo su coming out público, un fenómeno que fue reiterándose en distintos países de la región.
En un período de tiempo muy acotado, la homosexualidad dejó de ser vergonzante y pasó a ser trendy. Hasta cierto punto, éramos conscientes de la relación entre esta apertura y el neoliberalismo: el capitalismo nos permitía salir a la luz en tanto consumidores (e incluso modelos de consumo). En sintonía, la serie ofrecía un modelo de vida homosexual publicitario, capaz de provocar y fascinar al público “común”. Ahora bien, lo que nos llevaba a aceptar este quid-pro-quo, lo que nos convencía de que era importante sostener y promover esos espacios, esas marcas, Queer as Folk, lo que nos empujaba a practicar efectivamente el consumo como parte de una sexipolítica, era la clara noción de que no se trataba de una batalla ganada.
Así que nos hicimos cargo de la situación y consumimos para existir. No, no era “nuestra vida”. En el contexto latinoamericano, y probablemente en el mundo entero, Queer as Folk no ofrecía tanto la realidad del mundo homosexual como un modelo aspiracional. Y sí, fue parte de la apertura que cambió nuestras posibilidades de vida, pero por eso mismo también las transformó.
Al volver la vista atrás, resulta claro que la serie fue uno de los dispositivos culturales que contribuyó a una reconfiguración decisiva de nuestras prácticas sociales y afectivas. En principio, desde luego, su “gayficación”, el centramiento en el modelo del varón profesional de clase media como única versión posible de la disidencia sexual, pero también la adopción definitiva de un modelo hegemónico de belleza muchas veces ligado a esa misma masculinidad cuya ausencia tanto irritaba a la heterosexualidad (“no seas maricón”), e incluso la división en identidades estandarizadas y estandarizantes (el twink, el stud, etcétera).
Más allá de los modelos propuestos, esa estandarización (es decir, la transformación de la identidad en un tipo reproducible y consumible) resultó en sí misma tan efectiva que la respuesta a estos cuerpos glamorizados, años después, llega de la mano de otra estandarización: los osos. Por último, resulta indudable que el modo de representación adoptado para las escenas de sexo aportó algo más que un grano de arena al proceso de pornificación de las prácticas sexuales que hoy se vuelve manifiesto en la constante proliferación, difusión y exposición de fotos del propio cuerpo desnudo en las redes sociales (la necesidad de afirmarse no solo como cuerpos deseantes sino también deseables, consumibles) e incluso la extendida participación en redes de pornografía más o menos amateur (el caso más emblemático sería OnlyFans). Así, la “promiscuidad” homosexual, que durante décadas había sido la reacción a la clandestinidad y la marginación, pasó a convertirse en una forma de consumo.
La cultura de masas raramente se limita a “darle voz” a un sector u otro; antes bien, al darle un espacio la moldea, mayormente en función de intereses económicos. ¿Resulta ingenuo, entonces, que para algunes de nosotres Queer as Folk, con todas sus limitaciones, incluso con su marginalización de otras disidencias, despierte cierta nostalgia? ¿Somos víctimas de un efecto ilusionista, del perenne atractivo de la ideología? Antes de apresurar una respuesta, de sonreír frente a la ingenuidad con que creíamos estar haciendo algo importante al ver/consumir la serie, cabe recordar todo lo que ha cambiado de entonces a ahora. Sí, hay nuevos marcos jurídicos, tenemos otros derechos, y no solo eso. Hay otra dinámica social, se nos permite ocupar de otra manera el espacio público, y “era puto” dejó de ser el remate cantado de cientos de chistes. Más importante: les adolescentes que hoy descubren su/s disidencia/s pueden hacerlo con mucha más libertad.
Pero lejos del “ya fue”, la batalla no es cosa del pasado. Distintas formaciones políticas de derecha, de manera cada vez menos embozada, están decididas hoy a hacernos retroceder. El “lobby homosexual”, la “ideología de género”, la “defensa de la familia” son algunas de las formas que repiten una y otra vez discursos que suponen que nuestra sola existencia viene a quitarles algo. Porque la idea es que el mundo es de ellos, solo de ellos. Quieren que volvamos a existir en la sombra. Quieren volver a dejarnos afuera. Y por eso, aun plenamente conscientes de sus limitaciones y trampas, Queer as Folk continúa siendo para nosotres un punto de referencia, un momento bisagra. A veces hay que aceptar que a la ideología solo se la combate con ideología.
Será interesante, entonces, ver qué forma da a estos dilemas el reboot de la serie anunciado para el próximo 9 de junio, con un elenco que incluye, entre otres, a Kim Cattrall y Juliette Lewis (la última, un guiño más que elocuente a los noventa) y, tal vez reconociendo las limitaciones de la anterior, se anuncia más diversa. Ubicada esta vez en Nueva Orléans, la historia del grupo queer comienza con un ataque homofóbico, inspirado en el tirador que en 2016 produjera una verdadera masacre en una disco gay de Orlando. Acaso ese puntapié sea el reconocimiento de un nuevo momento, de nuevas tensiones, en la experiencia política de la disidencia sexual. O acaso sea, como muchas veces sucede, solo un elemento de impacto para llamar la atención de les espectadores, a quienes luego se les ofrecerá una versión glamorizada y tranquilizadora de la realidad.
El autor es crítico cultural, escritor y traductor. Tiene un Master por la University of Pennsylvania.
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