“¿Quieren saber qué es ser travesti? Desde los 8 años que estamos lejos de casa, en la calle. Y hemos sobrevivido, mínimo, hasta los 35 años. Nos empiezan a perseguir a los 18 mucho más sistemáticamente, de forma explícita. Nos matan”. Así comienza Furia travesti. Diccionario de la T a la T, el libro que escribió Marlene Wayar, activista y referente fundamental del movimiento travesti-trans en Argentina. Un diccionario que refuta, discute, que se corre de la intención arrogante de definir y explicar palabras para -en cambio- ponerlas en duda, para complejizar lo que se creía sabido. Un diccionario de carne y hueso, hecho de y desde las vivencias travas. Con furia.
Pero Marlene sonríe. A pesar del resfriado que fastidia, se ríe cuando habla. Y mueve mucho las manos y revolea los ojos. Sobre todo, Marlene se toma su tiempo para responder. Piensa las preguntas y lo que la impulsan a decir sin precipitarse, sin arrebatos. Después sí, parece tomar un rumbo y se deja llevar por reflexiones y teorías que tienen una primera persona entramada en un colectivo.
—Siempre hay un colectivo, una grupalidad en tus relatos. Cuando mencionás las estrategias de cuidado que ponen en práctica las travestis en situación de prostitución si hace frío, si las meten presas, si la compañera de pieza no volvió una noche; o las estrategias que se dieron para ingresar al discurso público. ¿Por qué ese plural omnipresente?
—Son las ventajas de las situaciones en las que te encontrás en una encerrona trágica. Nosotras somos siempre un texto en un contexto, y ese contexto te va formateando de una manera particular que te lleva a tu grupo. Nosotras somos un grupo identitario y nos dimos cuenta de que éramos un grupo porque a todas nos sucedía lo mismo en tanto sentimientos personales, búsqueda de construcción de la identidad. Y hasta una fenomenología a partir de eso: la expulsión del hogar, la expulsión o maltrato en la escuela, en las diferentes instituciones, el ir a parar a la calle y no tener otra herramienta más que tu propio cuerpo. Pero además, un espacio que te ofrece ayuda si le das ese cuerpo para usufructuarlo sexualmente, sin observar que tenés miedo, que sos niña. Lo hacen con mayor o menor violencia pero siempre se ejerce esa extorsión del poder, del abuso, de la situación absoluta de despoder de una criatura con hambre, con frío, con miedo. Entonces, para mí todo empieza a ser importante si es en términos grupales, si es en términos comunitarios.
—¿Serían estrategias colectivas de respuestas al contexto?
—Eso que se produjo como conocimiento de subsistencia, como conocimiento del otro y de la otra son respuestas al contexto. Y creo que poder hacer un ejercicio de estrategias que nos lleven a la autonomía tiene que ver con dejar de ser permanentemente un colectivo que reacciona al contexto para poder accionar. Eso sería salirse del victimismo. Es decir, reconocernos víctimas pero también ver lo que se ha producido aun en esa situación de víctimas. De ahí emergen la crítica, las posibles estrategias y por supuesto la creatividad para implementarlas. Las travestis dicen “yo no sé hacer nada”, pero no es cierto, se sostuvieron por mucho tiempo en la prostitución, por ende mínimamente saben comerciar. Deconstruyamos y veamos cuál es la mejor situación.
—¿Cómo sería?
—Por ejemplo, no es lo mismo si trabajabas en la calle que si trabajabas en una whiskería. Trabajar en la calle implica rapidez, estar lúcida para poder escapar de la Policía. Si estás en una whiskería, tu capacidad se centra en poder conversar y sostener el interés de la otra persona a través del diálogo, de la pregunta, de darle importancia al otro, de prestarle el oído. Siempre hay un saber específico y esas características se pueden ir adaptando a otras formas.
—¿Cómo viviste la aprobación del cupo laboral travesti-trans?
—La promulgación o el voto de una ley son momentos muy totalizadores. Estás en un sentimiento que te lleva a fundirte en la masa. Son momentos súper esperanzadores y pueden salir bien, como la Ley de Cupo, o pueden salir mal como la primera votación por el derecho al aborto. Pero inmediatamente vienen los miedos y las sospechas. Sobre cómo se implementa por ejemplo. Porque ¿quiénes son los cuerpos y sus experiencias que fundamentan la ley de cupo trans? Las personas en situación de prostitución. Todas las que sufrieron el abuso policial, el maltrato, el desapego social, el abandono. Ahora ¿son estas personas las que el Estado fue a buscar a las zonas de prostitución para decirles “a partir de tal día tenés un trabajo y vamos a articular para que estés a la altura de ese trabajo”? No. El Estado fue por aquellas personas que estaban en alguna organización o cursando estudios, que de alguna manera podían entrar al sistema digital porque tenían cierta alfabetización 2.0, que podían hacerse un currículum y responder preguntas, personas de una franja etaria particular. Conclusión: no son los mismos cuerpos. Hay una distancia entre las personas que fundamentan la ley y quienes terminan pudiendo hacerse de esos derechos.
—¿Está mal que eso suceda?
—No. Lo que está mal es que los cuerpos que fundamental la ley simplemente sean olvidados e ignorados. Por eso nosotras vamos a llevar al Estado a juicio, para que esta sociedad comprenda cuál ha sido la gravedad de lo sucedido con la comunidad travesti. Porque entramos perfectamente en lo que el orden jurídico nacional, regional e internacional entiende por comunidad víctima de crímenes de genocidio. Y resarcir eso para reparar a las víctimas o sobrevivientes implica una serie de acciones. No es dar una jubilación de mínima en términos individuales. Tiene que ser algo que realmente intente restituir todo el padecimiento que han sufrido estas personas. Asistencia psicológica, una institución de memoria para que nuestras memorias no se pierdan y sean un insumo para la educación. Lo mismo que ha hecho Alemania con el nazismo. Básicamente a lo que atiende esta intención reparadora es a la garantía de no repetición. Que este país entienda lo sucedido para que no se repita, ni con esta comunidad ni con otras comunidades.
—La reparación económica apuntaría, además, a las travestis mayores, un sector especialmente desprotegido, ¿no?
—En ese sentido es muy importante para nosotras porque permitiría desentendernos de un buen modo de las personas adultas mayores, que ni ganas ni deseos tienen ya de seguir trabajando y seguir aportando, que tienen que descansar y ser un recurso del recuerdo para una construcción de la memoria. Y para la garantía de que los niños, niñas y niñes no estén expuestas a las mismas situaciones. Ayudarles a les niñes a que puedan abrazar sus propios cuerpos y sus contradicciones: un varoncito con vagina, una niña con pene. No pasa nada.
—¿Qué balance haces de los 10 años de la Ley de Identidad de Género?
—Me pone en la contradicción de la alegría y de la frustración. Una frustración muy grande, porque en la Argentina se piensa que se trata de pasar de un casillero a otro. Y no es tan liviano. Este país todavía no entendió que la autopercepción es en mis propios términos y en el de cada quien. Yo quiero que mi DNI diga Marlene Wayar, travesti. Así lo dice Wikipedia y no voy a exigirle menos al Estado. Y si no va a ser en mis términos, no lo necesito. Por eso yo no he hecho mi cambio de DNI. Legalmente puede ser una letra muy bien intencionada, muy linda, pero si no rompe el binarismo y no hace que se modifiquen todas las instituciones y la forma en que el Estado lee a las personas en esa diversidad, no estamos haciendo mucho.
—En el libro Furia travesti hay un apartado sobre “la trava activista” donde planteas que ser militante dentro de partidos políticos partidarios no se ajusta del todo a las prácticas de la comunidad travesti. ¿Por qué?
—Son totalmente entendibles las situaciones que llevan a las personas a hacer el cambio registral y decir “me llamo Esteban, me llamo Mauricio, me llamo Victoria, Micaela”. Pero la verdad es que por cómo está implementada la ley, donde pasamos de un casillero al otro, esas personas pasan a ser hombres y mujeres. En ese sentido se pierde el valor radical de la diferencia. Es muy antipático, pero es como si Ceferino Namuncurá quisiera indagar sobre la religión mapuche. No, Ceferino se transformó al cristianismo y dejó lo mapuche. No tiene autoridad para hablar de lo mapuche. O si Pocahontas quisiera hablar de lo aborigen. No. Tomaron decisiones y esas decisiones las saca del colectivo y sobre todo las saca de la representatividad de ese colectivo. Entonces, todas las personas que hasta el momento han hecho el cambio registral pierden la autoridad para hablar por la comunidad travesti, trans, no binaria. Son hombres y mujeres. Lo han aceptado y esa es una decisión política.
— ¿La decisión política de sumarse al binarismo?
—Claro, porque si insistimos se viola también la ley que habla del resguardo de la identidad. Yo no quiero que se borre mi historia, que nací y que me leyeron como varón y que transité y construí mi género sin información, sin absolutamente nada hasta que conocí a mi propia comunidad. Quiero que eso se registre, no tengo por qué cambiar mi partida de nacimiento. Yo no tengo vergüenza de ser lo que soy. De ahí se basa el orgullo y el valor crítico de la diferencia: en ser quién soy y poder hacer lecturas desde mi posición. De lo contrario, estoy traicionando lo que soy. Es una decisión política elegir ser hombres o mujeres, y al sumarse al binarismo dejan de tener la representatividad de ser disidentes. Entonces, no tenemos una funcionaria travesti por tener a Alba Rueda; tenemos una compañera mujer. Las travestis, las personas trans y no binarias no estamos en la mesa política. No tenemos voz política. Y no hay democracia si no estamos en esa mesa política.
—¿Crees que falta trabajar desde la diferencia?
—Trabajamos permanentemente por licuar las diferencias en lugar de reconocer que somos diferentes y que en esa diferencia luchamos por equidad jurídica, por posibilidades de desarrollo en igualdad de condiciones. Eso permitiría una educación integral que nos contemple, que tengamos trabajo y que podamos ser una voz disidente dentro de las relaciones laborales. Que le podamos pedir a los sindicatos, por ejemplo, que dejen de enviarnos los mismos mensajes año tras año en el día de la madre, el día del niño, que dejen de proponernos el teatro de princesas para las vacaciones de invierno… porque no todas somos familias. Contemplen también a las personas que no tenemos una familia en términos hegemónicos, que elegimos ser solteras, que elegimos no ajustarnos a las dinámicas de heterosexualidad obligatoria.
—En el libro explicás que, como comunidad excluida, las travestis tienen la ética de no ocluir otras voces, de no censurar ni obturar la participación. En ese marco, ¿qué pensás de la convocatoria de ciertos grupos a un Encuentro Nacional de Mujeres en el mes de noviembre que no nombra a las lesbianas, trans, travestis, intersexuales, bisexuales y no binaries?
—El diálogo es siempre productivo dentro de un marco lógico. No podemos estar eternamente discutiendo. Hay cosas que ya se resolvieron y se ha establecido que hablar de determinadas maneras es instigar al odio. En este caso, el quiebre del Encuentro me parece productivo porque podrá haber dos posiciones que avancen en ambos sentidos, y estos avances quizás lleven más a la acción. Veremos qué acciones proponen quienes solo quieren la exclusión de algunos sectores, quienes se aferran a pensamientos sin interpretación viable de los fundamentos del movimiento. Somos impotentes ante quienes no quieren que sea un diálogo en diversidad. El lugar está abierto a que concurran todas y todes. Pero hay un principio de realidad: yo puedo transformar lo que yo soy, intentar que se transforme el contexto, pero ante el otro o la otra soy impotente. Si el otro o la otra no desea construcciones colectivas soy impotente, son decisiones que las otras personas tienen que tomar. Quedarse en una discusión maniquea es infructuoso.
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