La historia del horror queer, es de manera simultánea, tanto la trasposición literal como la antítesis de la famosa frase del músico y cantante mexicano Juan Gabriel aclarando que “lo que se ve no se pregunta”. Si bien los orígenes pueden rastrearse en la literatura romántica, remontándose a fines del Siglo XIX con Carmilla de Sheridan Le Fanu, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, e incluso el Drácula de Bram Stoker (que al parecer fue inspirada parcialmente por el juicio y aprisionamiento de su connacional), el nexo entre sensibilidad y contenido queer con el género fantástico o de terror solía verse como sutil, por no decir inexistente, y sólo en los años recientes se empezó a decir aquello que era obvio pero nadie decía. En parte, esto se explica por el hecho de que la teoría queer es mucho más reciente que la exhibición cinematográfica, coincidente solo con los últimos cuarenta años de la historia del cine.
Por otra parte, el estudio, o el análisis filtrado a través de la teoría queer sobre un género fílmico tan menospreciado como es el horror tuvo que pasar por varias etapas antes de finalmente acercarse a algo medianamente divulgado. De hecho, aunque la tendencia del cine a utilizar personajes y tramas caras a gays, lesbianas y trans dentro del cine de (principalmente) vampiros y asesinos seriales data al menos del cine previo al Código Hays, fue recién en los últimos tiempos que se empezó a hablar al respecto. Un sinfín de podcasts como Horror Queers, Girls Guts Giallo, Attack of the Queerwolves o Gaylords of Darkness, así como la inminente serie documental de Shudder, Queer for Horror (cuyo creador es Bryan Fuller, el mismo de la homoerótica Hannibal) han reivindicado y puesto el ojo queer en películas tan canónicas como Scream, infravaloradas como Jennifer’s body o desconocidas como Hello Mary Lou: Prom Night 2.
La elección de estos títulos no es casual y apuntan a tres posibles puntas de investigación dentro de un universo tan vasto y difícil (por no decir imposible) de abarcar como es el del subtexto (o texto) queer dentro del género: la misma orientación sexual de su o sus creadores; la existencia de personajes fuera de la heteronorma (sea esto explícito o sobreentendido), y por último la sensibilidad estética no hegemónica ni heterosexual de la misma obra.
Veamos: Scream fue guionada por Kevin Williamson, gay orgullosamente fuera del closet, y con cierta perspectiva dada por los años y su obra posterior, es evidente la relacion homosexual entre Billy y Stu, los dos adolescente asesinos que oculta la máscara de Ghostface. Jennifer’s body tuvo la muy mala suerte que el equipo de marketing de la Fox quisiera venderla como una especie de comedia de terror erótica, enfocándose en el cuerpo de Megan Fox para poder atraer mayormentente a varones heterosexuales (adolescentes y no tanto), cuando justamente su directora Karyn Kusama y la guionista Diablo Cody se alejan lo más que pueden de la male gaze (término que puede traducirse como “mirada masculina”) y narran la historia de una amistad femenina con rasgos lesbicos. Esto terminó perjudicando a Fox, Kusama y Cody: Jennifer’s body fue un injusto fracaso tanto crítico como de taquilla, principalmente por el humor negro levemente misándrico del film y la falta de fetichización del cuerpo de su actriz protagónica.
Por último, Hello Mary Lou, puede ser vista de manera camp, es decir, entrecomillada (o, a pesar de lo peyorativo de este término, como un modo de”consumo irónico”), al mismo tiempo que, para un público de gays, lesbianas y trans, las acciones de su protagonista promiscua, bisexual y asesina al poseer el cuerpo de una chica remilgada y emprender su venganza son gozosas y catárticas. No hace falta decirlo, pero a los integrantes del colectivo LGBT+ nos gustan mucho las mujeres poderosas que destruyen al patriarcado.
Es posible que la misma idea del horror queer pueda ser alienígena para una mirada no entendida. O que se piense que se trata de un intento algo forzado por parte un grupo de personas históricamente invisibilizadas de encontrar ejemplos de representación aunque esta sea “negativa”. Pero las mismas películas parecen una y otra vez combatir y corregir esta miopía. No hay que remontarse demasiado en el tiempo (bueno, si, casi tres décadas) para encontrar un texto notoriamente gay con una adaptación notoriamente ídem como Entrevista con el vampiro. Sin embargo, rara vez se la nombra dentro de un canon de representación gay en el cine, aunque sea uno de los pocos ejemplos de terror queer explícito dentro del mainstream.
Puede que la presencia de un galán como Tom Cruise (que famosamente rechazó el protagónico en El joven manos de tijera de Tim Burton por considerarlo demasiado afeminado) haya suavizado algunas aristas del relato. Sin embargo, la historia de una pareja de dos hombres, Lestat y Louis, su relación amorosa que ahora se definiría como “tóxica”, la intervención e injerencia de terceros (una suerte de hija adoptiva y un amante compartido) están ahí a la vista, a pesar de que es raro encontrar notas contemporáneas al lanzamiento del film de Neil Jordan que se enfoquen en ello. No es necesaria una perspectiva “sesgada” para entender la película desde una sensibilidad gay.
Pero, ¿qué es la “sensibilidad gay”? Hugo Salas, en un extenso y excelente artículo publicado en la revista El Amante en Agosto de 1999, marcaba la existencia de diversas y distintas miradas (y estéticas) gay dentro de un movimiento intrínsecamente político como es la representación dentro del cine. Al hablar de una sensibilidad gay “escondida” (es decir, que no incluye a personajes que se declaren dentro del colectivo) enumeraba una serie de directores, entre los cuales se encontraba James Whale, el director de Frankenstein, al cual lo colocaba como una especie de precursor primitivo del trash asociado a John Waters o las primeras películas de Pedro Almodóvar. Sin embargo, no hay absolutamente nada de enclosetado en la vida personal de Whale (que pagó muy caro el precio de ser un gay tan visible), y aún menos en su cine.
En The Old Dark House, de 1933 (o sea, previa a las imposiciones que introdujo el código Hays), Whale se atreve, dentro de su estructura de comedia negra de sátira social con elementos fantásticos, a introducir una historia nada sutil de romance homesexual entre sus dos antagonistas (algo que también sucede entre los dos científicos locos de La novia de Frankenstein), y en hacer que una actriz interprete un rol masculino sin que la transexualidad sea un conflicto principal dentro de la trama.
Igualmente es injusto juzgar la arbitrariedad de la afirmación de Salas: este film de Whale, como tantos otros, fue sepultado por la productora y dejado en el olvido. La historia del cine, como la historia en general, es escrita por los ganadores. Y estos han relegado durante mucho tiempo a los homosexuales, las lesbianas y las personas trans a ser los villanos y no los héroes o heroínas. Las razones, claro, no tienen absolutamente nada que ver con presuntas tendencias al mal o al trastorno psicológico, como aseguraba la crónica policial, sino más bien con un atajo narrativo. El espectador es, por defecto, heterosexual. Para este “gran público” (por usar un término arcaico), todo aquello que se aleje de la heteronorma implica un grado de otredad y por lo tanto de una sensación de peligro y turbación.
También, dentro de una dinámica binaria y extremista en el cual las características de la masculinidad son fortaleza y pragmatismo, y las de la feminidad son delicadeza y debilidad, todo aquello que esté en el medio (un gay remilgado, una lesbiana “butch”, y horror de los horrores, un transexual que aúne ambos estereotipos de manera amorfa) confiere la ya mencionada sensación de amenaza y extrañeza, pero también la neutraliza.
Norman Bates, el protagonista de Psicosis de Alfred Hitchock, es terrible, pero solo bastará un golpe bien dado por el varón de turno para salvarnos. Esa no era la primera vez que Hitchock utilizaba el arquetipo del asesino afeminado: ahí también están Extraños en un tren (basada una novela de Patricia Highsmith), y más aún en La soga (basada muy libremente en el caso real de Leopold-Loeb). Este film, una adaptación de la obra teatral de Patrick Hamilton a cargo del dramaturgo abiertamente homosexual Arthur Laurents, evidencia la relación sexual y sentimental de un dúo de asesinos, amalgamando deseo homosexual con violencia, e incluye un triangulo amoroso latente con el profesor interpretado por James Stewart.
El énfasis en la lujuria hacia personas del mismo sexo como villanía es incluso más complejo en el caso de las lesbianas. Hay un vasto subgénero de vampiras que tocan su propio tambor dentro del cine de terror, siendo una precursora La Hija de Drácula. Si bien el estudio Universal quiso matizar el contenido lésbico y al mismo tipo capitalizar su morbo, provocando una respuesta moralista negativa, la interpretación de Gloria Holden en el papel protagónico, cargada de melancólica elegancia, terminan volviendo querible (y aspiracional) a su vampira.
Lo mismo sucede con las películas producidas por Hammer en los 70s (The Vampire Lovers y Lust for a vampire) y en la excelente Daughters of darkness. Es posible que esta tendencia al euro-sleaze sea la que abrió la puerta a un sinfín de subproductos (cuya calidad va desde lo interesante de Jean Rollin a lo desconcertante de Jess Franco) cuyo foco estaba en la estimulación erótica masculina. Es de perogrullo, pero la inclusión de escenas de sexo entre dos mujeres dentro de la pornografía masculina data de muchísimo tiempo atrás. Mientras los villanos gays y/o trans son anulados por su falta de virilidad, las lesbianas son simultáneamente objetivizadas y vilificadas. Su show erótico tiene como objetivo principal el voyeurismo heterosexual, pero una vez que esta curiosidad onanista es satisfecha, deben ser castigadas.
Sin embargo, a pesar de todo lo cuestionable y, para utilizar una terminología moderna pero cada vez más vetusta, “problemático” que sea representarnos como monstruos, la alternativa parece resultarnos peor. En los últimos años, como consecuencia de las reivindicaciones queer y transfeministas empezó a ser visible un nuevo subgénero de “terror woke”, como una especie de correctivo a años de representación negativa. En parte por la calidad de mediocre a mala de la mayor parte de estas películas (solo se salva Freaky, justamente co-guionada por Michael Kennedy, uno de los conductores del podcast Attack of the Queerwolves), en parte por su discurso programático que termina resultando pueril, parecería que preferimos seguir siendo lxs malxs. Es cierto, en la Jóvenes Brujas original no hay ningúna lesbiana, trans, ni bisexual, y el villano definitivamente no es el patriarcado (el patriarcado como entelequía maligna esta en muchas de estas películas). Pero puedo asegurar que todos los homosexuales y lesbianas que conozco prefieren ignorar la nueva versión, y Nancy (o Fairuza Balk) les sigue pareciendo un modelo de conducta aunque sea una chica cis-género hetero devenida psicótica.
Porque esta sensibilidad queer no tiene tanto que ver con la representación declarada. Hay una razón por la cual nos sentimos cercanxs a lxs malxs y el por qué aquellos que encarnamos sexualidades disidentes, tenemos una fascinación por el cine de terror. Porque la intención original de utilizar la ambigüedad sexual como manera de representar lo “anormal” terminó mordiéndose la cola. Así como la hija de Drácula siendo un dechado de ennui existencialista, o Mary Lou divirtiéndose con cada una de las maldades que hace, los monstruos resultan mucho más interesantes y tridimensionales que los héroes. Cuando alguien es una y otra vez empujado a los márgenes, cuando se lo invisibilizó, las posibilidades de identificación con aquello que también es señalado como el otro se acrecientan. Y cuando ese otro, otra, otre, es un disruptor de un orden que sabemos injusto, ponernos de su lado no va a costarnos mucho.
¿Horror queer en América Latina?
Es difícil encontrar ejemplos que puedan englobarse dentro del horror queer dentro del cine latinoamericano. A esto no ayudan en nada los diversos avatares para producir cine en la región, lo registrindo de su distribución, y por último la falta de cultura en cuanto a la preservación de archivos. Sin embargo, hay algunas películas que merecen nombrarse: si hablamos de estética camp, Embrujada, del dúo dinámico Armando Bo-Isabel Sarli, está muy alto en la lista con su historia de posesión demoníaca a cargo del Pombero, una criatura mítica de la cultura guaraní. Menos conocida pero igual de disfrutable es La venganza del sexo, de Emilio Vieyra, una de las cinco películas de terror que el director realizó a fines de los sesenta para su exhibición en el mercado latino de Estados Unidos. La historia del científico que secuestra personas y los obliga a tener sexo fue, además, la base para Frankenhooker, del director estadounidense cero enclosetado Frank Hennenlotter.
Fuera de Argentina, la alucinante Alucarda, de Juan López Moctezuma, con sus dos protagonistas lesbianas, fue criticada en su año de estreno (1977) para luego ser redescubierta y celebrada, entre otros por el director Guillermo del Toro. Más recientemente en el tiempo encontramos, desde Brasil, la excelente As Boas Maneiras y de nuevo desde México, La región salvaje, que ya se atreven a estar muy fuera del armario, y en utilizar el horror para hablar de represiones, salvajismos y conflictos sociales.
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