Leila Guerriero lo escribe así: “Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa”. ¿Cuántos cross a la mandíbula de los que Arlt les pedía a los libros entran en un párrafo?
El 29 de diciembre de 1976, quince o veinte días antes de irse de la Argentina, Silvia Labayru tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses. Andaba, como ella misma reconstruye, “con una pistola en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso”. Cumplía tareas de inteligencia en Montoneros. Llevaba el apellido de su padre militar y de su abuelo militar. Cuando sus secuestradores la metieron en la ESMA sin capucha pensó que eso de poder ver lo que estaba pasando equivaldría a no salir viva de ahí.
Fue picaneada y las descargas eléctricas en los pezones le iban a impedir amamantar a su segundo hijo, dieciocho años después del secuestro. Parió a su hija sobre una mesa rodeada de oficiales y de las dos mujeres que había pedido que la acompañaran, también secuestradas, también torturadas, también enfrentadas a la incertidumbre de si las subirían al vuelo (de la muerte) del siguiente miércoles.
Escuchó a Jorge “Tigre” Acosta, el represor que decidía sobre la vida y la muerte en ese centro clandestino de detención, decirle que para demostrar “que no los odiaba” (a los militares) y “que se estaba recuperando” (de su propia militancia) tenía que “tener una relación con algún oficial”. Entrevistada por Guerriero -durante un año y medio, en Buenos Aires y en Madrid, en casa de una y de la otra, con bastante barbijo al principio y sin nada de eso al final-, Labayru subtitula a Acosta: “Que me iban a violar y que me tenía que dejar violar”.
La violaron. Décadas después, cuando por fin los crímenes sexuales se consideraron delitos en sí mismos y no parte de la figura jurídica de “torturas y tormentos”, sería una de las primeras en denunciar esas violaciones. Sus victimarios, Alberto González y el propio Acosta, resultarían condenados. En su declaración, contó que incluso la esposa de González había abusado de ella.
Fue obligada a acompañar a Alfredo Astiz, y a hacerse pasar por su hermana, en la infiltración del marino en la organización Madres de Plaza de Mayo. Esa infiltración desencadenaría el secuestro, la tortura y la desaparición de tres de las Madres fundadoras, de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y de otras siete personas, entre activistas y familiares de otros desaparecidos.
Durante su secuestro, a Silvia Labayru se le permitió salir de la ESMA y permanecer en algunas ocasiones en casa de su padre; viajó tres veces -a Uruguay, Brasil y México- a encontrarse con su entonces pareja y el padre de su hija, en alguna ocasión con el traslado y la vigilancia a cargo de su violador. Fue devuelta a la ESMA. En junio de 1978 la liberaron y viajó a España para criar en el exilio a Vera, su hija, que había sido entregada a su familia.
Leila Guerriero transcribe el testimonio de Labayru: “Cuando llegué a España había mucha gente que no me quería escuchar, que me condenaba. Porque habíamos sobrevivido, teníamos que ser traidores. ¿Qué habíamos hecho para sobrevivir?”. Cuando llegó a España, le cuenta Labayru a Guerriero, le negaban el ingreso a reuniones de exiliados, le negaban el acceso a algunos bares, le pedían explicaciones a su pareja sobre qué había hecho Silvia para salir viva de la ESMA y le decían -él también lo había dicho- que su compañera era una traidora. Se alejaban de ella personas a las que consideraba sus amigos o compañeros de militancia. Un analista le dijo que, para decidir si iba a atenderla o no, ella debía responderle si era servicio de inteligencia. En todas esas escenas subyacía una pregunta: “¿Y a vos por qué no te mataron?”.
Guerriero se enteró de los datos centrales del cautiverio y los primeros tiempos del exilio de Labayru a través de una entrevista hecha por la periodista Mariana Carbajal en Página/12 en 2021. Unos días después de que se publicara, su amigo Dani Yako -fotógrafo, secuestrado, torturado, exiliado, vuelto a la Argentina a la par de la democracia, amigo de Labayru desde que el Colegio Nacional de Buenos Aires los juntó- le preguntó si había visto justamente esa nota (“¿Viste esto de mi amiga Silvia?”, escribió) y estuvo dispuesto a ser el puente para ponerlas en contacto.
Y entonces Leila tiró de la punta del ovillo y lo que iba a ser un artículo periodístico largo para publicar en una revista se transformó en La llamada, un libro de más de cuatrocientas páginas pero, sobre todo, un libro de casi cien entrevistas. Editado por Anagrama, ya va por su cuarta edición en España, donde vendió más de 25.000 ejemplares, y está a punto de reimprimirse en la Argentina, apenas dos semanas después de su llegada a librerías.
La llamada podría ser la historia de ese año y medio en la ESMA y de los primeros meses o hasta de los primeros años de ese exilio signado por la sospecha, el desprecio y la firme convicción de que una persona puede ser acusada por no haber sido fusilada o arrojada al río desde un avión. Pero La llamada da cuenta de esos años y de todos los que pasaron (y todo lo que pasó) en la vida de Silvia Labayru hasta estos días.
Metiéndose con la historia de Labayru, La Llamada echa luz especialmente sobre dos cuestiones. La primera es que hubo (¿o todavía hay?) un “algo habrá hecho” mucho más solapado -y por eso más novedoso- que el “algo habrá hecho” que recaía en quienes fueron secuestrados, torturados y desaparecidos durante la última dictadura para responsabilizarlos por aquel destino. Se trata del “algo habrá hecho” pero para sobrevivir a un campo de concentración.
La segunda es que, más allá de todo lo que un sobreviviente de la dictadura -y del desprecio en el exilio- tiene para contar sobre eso, también puede tener para contar muchas otras cosas porque sus años estuvieron hechos de muchas otras cosas.
En el caso de Labayru, un brevísimo resumen: su hija, su hijo, sus nietos, su padre ya senil, sus trabajos como vendedora de publicidad de una revista y en el mercado inmobiliario, sus parejas pasadas y su pareja actual -un amor que había empezado antes del secuestro y que incluye cartas que nunca llegaron a destino-, cierto fanatismo por el Real Madrid especialmente en los años de Zinedine Zidane, gatos y un perro, España y Buenos Aires, mudanzas, libros de Marguerite Yourcenar, kilómetros hechos en bicicleta y miles de kilómetros hechos en avión, clases de salsa y de bachata, amigos de los dos lados del Atlántico, la patada de un alambre electrificado en un campo de Brasil que puede devolverla a la parrilla de tortura en un instante, el sexo. La vida.
Ahora, en un bar de Villa Crespo en el que suenan canciones de Vicentico, un viernes en el que una resolana le da cierto respiro a una Buenos Aires que lleva días bajo la lluvia, Guerriero alista un vaso de soda y conversa con Infobae Leamos del libro con el que, una vez más, acaba de sacudir el universo de la no ficción.
-Apenas empieza el libro contás que te enteraste de los detalles de la historia de Silvia Labayru a través de una nota de Mariana Carbajal en Página/12 y que, a la vez, tu amigo Dani Yako te acercó ese mismo texto y se ofreció como puente entre ella y vos. ¿Qué datos o qué características de la historia de Silvia te hicieron avanzar en este trabajo?
-Leí la nota y pensé “uy, qué historia”, pero no hice en ese momento el link de que podía ponerme a contar esa historia. Dani me ofreció preguntarle a Silvia si quería conversar conmigo y le dije “dale” pero como quien dice “dale” y después se verá. Ella dijo que sí y ese mismo día coordinamos un primer encuentro informal en el que me contó cosas que estaban en la nota y otras que no. No estaba en mis planes pensar en un trabajo de largo aliento, de hecho mi primera propuesta a Silvia fue entrevistarla para hacer un artículo. Lo que pasa es que al mes de estar entrevistándola supe que toda esa historia era irreductible a un artículo, sobre todo por la sutileza necesaria para hacer encajar todas las piezas sin que pareciera una especie de juicio moral. Así que le propuse eso a ella, que estuvo de acuerdo. Medio que me sonrió y me dijo algo así como “bueno, ya me parecía”.
“Los periodistas tenemos cierto prurito de que si mostramos alguna grieta en esas víctimas puras nos vamos a poner como victimarios, y si mostramos esa grieta en esos victimarios puros va a parecer que los estamos justificando”, dice Guerriero.
En ese primer encuentro, Guerriero escuchó hablar sobre la ESMA, sobre el exilio, sobre las cartas y telegramas que Silvia le había enviado en los setenta a Hugo Dvoskin, un novio al ella que había dejado no una sino varias veces (todas con el corazón roto), y que los padres de él habían interceptado para que la comunicación fuera imposible. Escuchó hablar sobre el reencuentro con Dvoskin más de cuarenta años después y de cómo ese reencuentro los hizo pareja de nuevo, hasta ahora.
Propuso que, después de esos encuentros informales, siguieran entrevistas ya formales, es decir, con el grabador encendido. Dijo algo que, casi tres años después de ese primer encuentro, cree que pudo haber ayudado a que Labayru le contara su historia: “Vamos a perder el tiempo juntas y después vemos qué”. Labayru preguntó si iba a poder leer el material antes de que se publicara y Guerriero contestó que no. Labayru preguntó si entonces ella también podía grabar las conversaciones y Guerriero contestó que sí. Y entonces se pusieron de acuerdo y empezaron las entrevistas en on. Silvia nunca encendió su grabador.
-El libro da cuenta de algo poco contado sobre las víctimas de la dictadura que sobrevivieron, que es ese manto de sospecha y acusación que padecieron, una especie de “algo habrán hecho” pero para no ser asesinados. ¿Por qué te parece que se habló tan poco de esto?
-Bueno, supongo que era algo que teníamos delante pero no habíamos visto mucho, ¿no? Creo que es Susana Burgos -otra sobreviviente de la ESMA- que me dice: “Están las asociaciones de Madres, de Abuelas, de Hijos, pero los sobrevivientes no estamos en ninguna parte”. Es cierto que hay libros como La Voluntad, que es un libro fabuloso, que recopila testimonios de ex militantes que sobrevivieron, pero no hay sobrevivientes que escuches en el relato público, en una entrevista de radio o tele, por ejemplo. Puedo aventurar que por un lado es difícil hablar de determinadas cosas en determinados espacios periodísticos en los que hay que hacer preguntas muy incómodas en un lapso de veinte minutos o menos. Yo tuve meses para hacer esas preguntas. Por otro lado, creo sobre todo que esas experiencias son algo que no se quiere escuchar. Puede resultar muy incómodo, tanto para quien escucha como para quien relata.
-¿Por qué?
-Involucra muchas cosas. Por un lado, en el caso de las mujeres tiene una especificidad y es que muchas fueron violadas en los centros clandestinos de detención. Si ya cuesta hacer una denuncia por violación en condiciones que no fueran estas, en esas condiciones es todavía peor. Pero también está involucrada la sospecha de colaboración, de delación. Desde afuera había una idea que mucha gente repetía que es que “la tortura se aguanta”. Y de hecho los militantes empezaron a tener a partir de determinado momento las pastillas de cianuro. La idea era “matate no sólo para que no te torturen sino para no poner en riesgo a los demás, para no cantar”. Y eso es pedirle a una persona algo imposible. Mucha gente lo hizo y no voy a juzgar si está bien o mal, pero instaurar una ley orgánica ante la decisión del abismo de la muerte, matarte antes de que te lleven, es muy heavy. Creo que son reglas que excedían lo que se le puede pedir a un ser humano.
-¿Cómo fue el trabajo para llegar a preguntas sobre, por ejemplo, haber sido obligada a acompañar a Astiz en su infiltración y que luego ese fuera el gran estigma de Silvia, sin que sintiera en esa pregunta una acusación?
-Con soltura. Una vez que tenés confianza, podés preguntar. Pero claro que eso lleva tiempo, meses en este caso. Fijate que le pregunté antes por la tortura que por todo el tema de las monjas y Astiz, que para ella fue el tema que más la estigmatizó. Para ella, todo lo que está relacionado con ese tema todavía puede lacerarla tremendamente, sobre todo cuando se posa sobre eso una palabra inadecuada como se hizo durante años desde la opinión de otros y desde la prensa. Palabras como que “acompañó a” o “se hizo pasar por la hermana de”. No se hizo pasar por nada, no acompañó a nadie: la llevaron, la obligaron, estaba bajo amenaza, su hija, su padre y sus suegros estaban bajo vigilancia. Entonces razonablemente hasta el día de hoy se pone muy mal cuando eso se mira sin tener en cuenta en qué condiciones estaba. Pero eran palabras de las que yo no me tenía que cuidar porque simplemente no estaban en mí, no era que me tenía que acordar de no decir tal o cual cosa y creo que eso colaboró mucho en que pudiéramos establecer una comunicación fluida porque era genuino. Así que me tomé mi tiempo y pregunté con confianza y con soltura.
-Cuando hiciste La otra guerra, un libro sobre Malvinas, también te metiste con capas incómodas en relación a cierta historia oficial. Por ejemplo, al dar cuenta de las internas entre familiares de los soldados muertos. Y ahora de nuevo.
-Todas las historias son complejas en algún sentido y a mí me gusta complejizar las cosas. Hoy leí en un libro de Rebecca Solnit una frase que decía algo como que no hay una verdad de la que uno pueda arrogarse la revelación. Que eso que llamamos verdad está lleno de sensaciones, ilusiones, contradicciones. Y cuando trabajás con materia humana eso aparece siempre, aunque sea el más instalado de los relatos. Cuando complejizás te empezás a encontrar con cosas que no son tal cual el relato que tranquiliza: “Todos estos son los buenos, todos estos son los malos”. Y creo también que los periodistas tenemos cierto prurito de que si mostramos alguna grieta en esas víctimas puras nos vamos a poner como victimarios, y si mostramos esa grieta en esos victimarios puros va a parecer que los estamos justificando, cuando no es así en absoluto. Uno lo que tiene es el intento de entender qué paso, y en ese intento no estás justificando nada.
La llamada se llama La llamada porque el día que Silvia Labayru le contó a Leila Guerriero que cada 14 marzo posterior a su secuestro en la ESMA ella y su padre festejaban una especie de nuevo cumpleaños, “el de la resurrección” ese dato quedó reverberando en su cabeza. Es que el 14 de marzo de 1977, cuando Jorge Labayru llevaba tres meses convencido de que su hija estaba muerta, sonó el teléfono de su casa y alguien - el “Tigre” Acosta desde la ESMA- dijo: “Llamo para hablarle de su hija”. Formado en la marina y piloto de avión comercial, Jorge Labayru gritó: “¡Montoneros hijos de puta, ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija”. Esa confusión, creyeron los Labayru después, salvó la vida de Silvia: los militares habían visto en la estirpe de su víctima algo de sí mismos. La resurrección.
Leila Guerriero lo escribe así: “Sin él, sin lo que dijo en aquella llamada, ella no estaría aquí. ¿O sí? ¿O fue su astucia? ¿O fue su belleza? ¿O fue su familia de militares? ¿O fue que, simplemente, les dio la gana? La arbitrariedad garantiza el pavor perfecto: infinito”.
Cuando describe la hechura de su libro, Guerriero dice: “Reporteo. Reporteo. Reporteo. Escribir. Escribir. Escribir”. Y el desafío de que ese año y medio en la ESMA pudiera palparse todo el tiempo pero no lo ocupara todo.
A lo largo del libro, como un mantra, se repite varias veces un párrafo: “Después, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Al terminar, al irme, me pregunto cómo queda ella cuando el ruido de la conversación se acaba. Siempre me respondo lo mismo: ‘Está con el gato, pronto llegará Hugo’. Cada vez que vuelvo a encontrarla no parece desolada sino repleta de determinación: ‘Voy a hacer esto, y lo voy a hacer contigo’. Jamás pregunto por qué”.
“La pregunta de ‘¿vos por qué sobreviviste?’ yo no sólo que no se la haría nunca, sino que además no figura en mí. Es una pregunta muy jodida porque contiene una acusación”, reflexiona la periodista y escritora.
-¿Por qué Silvia Labayru te contó su historia?
-No me lo preguntaba. Yo lo hice explícito como una pregunta de la narración, está en el libro, pero es una pregunta que no estaba en mí. Ella tenía mucha determinación, yo no puedo responder por qué decidió que fuera ese el momento. Supongo que la llamada de Dani habrá sido como una garantía suficiente de que no iba a ser arrojada a alguien que pudiera ejercer sobre ella un juicio moral horroroso. Tenemos también a otra persona en común a quien las dos queremos mucho, que es Martín Caparrós: son amigos desde el secundario. Estoy segura de que hubo también algún intercambio.
-¿Y una vez que se conocieron?
-Supongo que esa primera conversación informal la debe haber sorprendido porque es difícil que un periodista te proponga perder el tiempo, suelen pedirse resoluciones rápidas. Y supongo también que se generó una corriente de confianza y encontró una escucha abierta, no obturada por el prejuicio. De hecho, esta pregunta de “¿vos por qué sobreviviste?” yo no sólo que no se la haría nunca, sino que además no figura en mí. Es una pregunta muy jodida porque contiene una acusación. Y en una entrevista que le hicieron hace poquito le escuché decir que el hecho de que yo perteneciera a una generación distinta, no involucrada en la lucha armada, creo que eso la hizo confiar también.
-Además de su secuestro, su tortura y el maltrato que recibió en los primeros años del exilio, este perfil da cuenta de una vida cotidiana, familiar y social que no suele ser parte del relato público de quienes sobrevivieron. Eso también es novedoso. ¿Cómo fue para vos encontrar esas partes del relato y hacerlas crecer en la narración?
-Diría que había un equilibrio entre las dos cosas en el propio relato de Silvia, y yo me ocupaba mucho de preguntarle por esos aspectos. Ocupábamos mucho rato en que me contara su vida, sus viajes, sus complicaciones cotidianas. Creo que esa búsqueda tiene que ver con el equilibrio de la narración: si hacés hincapié sólo en un aspecto, por ejemplo la ESMA, esa vida que querés contar queda desequilibrada. Y además no es que yo haya insistido con otros aspectos “para balancear”: es la realidad de lo que ella me contaba. Es una tipa muy disfrutona, que va al teatro, al cine, recibe amigos, les prepara una cena. Hace siete programas por día. No hay manera de no ver todo eso si uno está reporteando con los ojos bien abiertos, y tampoco hay por qué sacar todo eso porque no sirve, porque si es una víctima tiene que sufrir y pasarla mal todo el tiempo.
-El libro da cuenta de varias maneras de lo sistemático del accionar de la dictadura, desde el vuelo de la muerte de cada miércoles hasta la asignación de los violadores que abusarían de las secuestradas. También da cuenta de que, durante su secuestro, vigilada y bajo amenaza, Silvia viajó para encontrarse con su entonces pareja e incluso con su hija en alguna ocasión, o se quedó algunos días en casa de su padre. “La arbitrariedad garantiza el pavor perfecto: infinito”, escribiste. ¿Qué creés que dicen sobre la dictadura esos viajes o esas salidas que tampoco han sido tan narrados?
-Parecen decisiones aleatorias y delirantes, ¿no? El libro dice eso: que la arbitrariedad garantiza el terror para siempre porque nunca se sabe. Creo que tiene que ver con la omnipotencia de esta gente, que no sólo sentían que podían sino que efectivamente podían hacer lo que quisieran con los secuestrados. Bajo un régimen de terror absoluto podían llevarte a cenar y encadenarte de nuevo a la noche. Podían decidir dejarte ir a Montevideo a encontrarte con tu esposo, y te mandaban con tu violador y tu violador te violaba un rato antes del encuentro. Así que creo que habla de un grado de perversión total y es la evidencia de que tenían el poder absoluto. Creo que son cabezas completamente perversas, y ni siquiera creo que esas acciones en particular hayan sido producto de una estrategia que pensara en cómo implementar el terror psicológico de la manera más eficaz posible. Eran demasiado brutos para ese tipo de refinamiento. Pero lo hicieron: una especie de perversión fuera de control.
-Casi al final del libro, contás que un amigo te dijo que por fin ibas a escribir sobre los setenta y que vos le respondiste: “¿Yo? Yo no me estoy metiendo en los setenta. Yo tengo bruto metejón con la historia de esta mujer”. Y sin embargo… ¿qué cuenta este libro sobre los setenta?
-Por supuesto cuenta un clima de época. La historia de Silvia representa una parte de lo que pasó en esos años. A Silvia le pasaron cosas muy puntuales como lo de Astiz, el embarazo, el parto, que su hija haya sido entregada a los abuelos, que era algo atípico. Y ella tiene una mirada crítica de esos años, que no es por ahí el relato que prima por lo menos entre la gente que estaba comprometida con las organizaciones armadas en ese momento. En ese sentido, creo que cuenta una visión distinta de una serie de personas muy jóvenes en ese momento y me parece que todos, aún con la crítica que se establece sobre la organización y lo que pasó, dan cuenta de un aire de utopía de época que ya es imposible. Veníamos de Woodstock, Mayo del 68, y creían que se podía hacer un mundo mejor. Después se podrá cuestionar si ese mundo mejor era alcanzable a través de, por ejemplo, las bombas. Pero creían en un mundo que ahora mismo es un mundo perdido.