La reciente premiación de Zona de interés en el rubro de “Óscar a la Mejor película extranjera” vuelve a poner en escena, y como centro de estudio, los horrores del nazismo y el padecimiento de tantos destinos humanos vinculados al mismo. La película, dirigida por Jonathan Glazer y basada libremente en la novela homónima de Martin Amis es, como tantos otros testimonios contemporáneos y posteriores a los hechos (ficcionales o reales), un panóptico en el que basculan las acciones más atroces y los hechos más banales y prosaicos. La apacible, y sin embargo, demoníaca vida de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, y de su esposa Hedwig, madre de los cinco niños de la familia, es el símbolo perfecto de “una existencia que oculta otra: la verdadera y acaso unívoca”.
Es natural que nos representemos las figuras de los oficiales nazis (la literatura, el cine y nuestros propios prejuicios han contribuido para que esto suceda de esa manera) asociadas de manera estrecha a las formas de una encarnación despiadada, y a determinadas nociones en las cuales el Bien se encuentra perfectamente ausente. La sistematización en el exterminio de otros seres; la creencia en una superioridad racial que la justifique; la razonada crueldad puesta de manifiesto en la eliminación eutanásica de muchos seres y la deliberada ausencia de compasión en casi todos los ámbitos de la vida humana (características visibles del régimen al que sirvieron aquellos oficiales, y del cual fueron estos actores principales) crean la certeza absoluta de que el llamado Tercer Reich fue un universo en el que solamente el Mal, en su esencialidad más descarnada, podía tener imperio, y en el cual los actos vinculados a lo mejor que el hombre lleva en sí, estuvieron absolutamente ausentes.
La literatura, como tantas otras formas de aproximación y conocimiento, ha tratado de descifrar este misterio; algunas obras, y el destino de algunos seres, nos permiten (eso desearíamos, al menos), un acercamiento al mismo.
Rudolf Franz Ferdinand Höss fue comandante de Auschwitz a partir de 1939 y hasta los albores de 1943. Ahorcado en el mismo campo en el que planificó y diseñó el exterminio de millones de seres escribió, durante su presidio, y antes de la muerte, el libro Yo, comandante de Auschwitz. La obra, redactada en la cárcel de Cracovia, y culminada en febrero de 1947, dos meses antes del ajusticiamiento, es una autobiografía descarnada y fría de la vida de un hombre que, en las páginas finales de su libro escribe:
“Una y otra vez el destino me ha librado de la muerte para hacerme sufrir, ahora, un denigrante final. ¡Cuánto envidio a mis camaradas caídos como soldados en el campo del honor!
Yo era una inconsciente ruedecilla en la inmensa máquina del Tercer Reich. La máquina se rompió, el motor desapareció y yo debería hacer otro tanto. El mundo así lo pide.
Jamás habría accedido a revelar mis pensamientos más íntimos, más secretos, exhibiendo desde mi “yo”, de no haber sido tratado aquí con tanta comprensión, tanta humanidad.
Para responder a esta actitud, debía contribuir, en la medida de lo posible, a aclarar algunos puntos oscuros.
Si se utiliza esta exposición, quisiera que no se dieran a publicidad los pasajes que conciernen a mi mujer, mi familia, mis momentos de ternura y mis dudas secretas.
Respecto a que el gran público continúe considerándome una bestia atroz, un sádico cruel, el asesino de millones de seres humanos: las masas no podrán tener otra imagen del antiguo comandante de Auschwitz. Nunca comprenderán que yo también tenía corazón”.
El tono frío, clínico y desapegado recorre todas las páginas de la autobiografía. Höss, que fue combatiente en la Primera Guerra Mundial, y condecorado con la Cruz de Hierro, asistió a la organización del Partido Nacional-socialista Alemán de los Trabajadores. Sus convicciones acerca de la necesidad del exterminio de otros seres estarían intrínsecamente mezcladas a una vida familiar y sencilla; es esa dualidad la que aterroriza.
La mirada de Borges
Por alguna de aquellas raras simetrías del destino y el azar, exactamente un año antes de la culminación del libro de Höss, en 1946, Jorge Luis Borges publicaría en la revista “Sur” el cuento Deutsches Requiem. El relato formaría parte, en 1949, del libro El Aleph. Borges no podía conocer, evidentemente, la obra de Höss, pero algunas de las palabras del personaje central, el subdirector del campo de concentración de Tarnowitz, Otto Dietrich zur Linde, remiten (si bien en un plano más elevado y “literario”) a las confesiones del comandante de Auschwitz. Dice el personaje:
“Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quien soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no”.
La responsabilidad ante el sufrimiento y las muertes encuentra también concordancia entre el texto escrito por Rudolf Höss y el personaje imaginado por Borges. Así, el comandante de Auschwitz expresa:
“Cuántas veces tuve que esforzarme por aquel entonces para parecer duro e implacable! Pensaba que se me exigía realizar un esfuerzo sobrehumano; sin embargo, Eicke exigía que fuésemos aún más severos e inclementes con los prisioneros. Afirmaba que un SS debía ser capaz de aniquilar a sus propios padres si estos ofendían al estado o traicionaban el ideario de Adolf Hitler”.
Otto Dietrich zur Linde, en Deutsches Requiem, dice:
“El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas: el misericordioso, el piadoso, busca el examende las cárceles y el dolor ajeno”.
Borges no pudo leer casi ninguno de los testimonios de los ejecutores y verdugos del nazismo en el momento de la redacción de Deutsches Requiem. Debemos a su genio la intuición y el descifrado del lenguaje frío, monocorde y severo que caracterizó a muchos de los actores de aquel período infausto y la indagación de una forma de pensamiento para siempre, y por fortuna (eso desearíamos), aniquilada.