La detective privada Cora Bruno, en la nueva novela de Jorge Fernández Díaz, demuestra a cada paso que sabe lo que hace. Para evitar que una cliente mate a su marido infiel, improvisa (la cliente tiene una pistola temblorosa en la mano y Cora no puede jurar que no la matará a ella también) la existencia de una cuenta offshore cuya apropiación, le promete, será más dulce que hacer correr la sangre. La clienta baja el arma. También es una excelente observadora: de otra cliente advierte que tiene todo para ser linda, pero una veta de su carácter se lo impide: “A veces”, apunta Cora, “la personalidad embellece o afea la carne”.
Esas sabidurías de índole romántica tienen aplicaciones prácticas: por ejemplo, cuando el trabajo de Cora la conduce a vigilar cierta casa con chimenea, calcula que si hay un caballero en ese hogar y falta madera saldrá él mismo a buscarla; no dejará que la dama se arruine las manos. Y en efecto el caso, gracias a esta perspicacia, se resuelve. Agrego otra observación de Cora, que no le habría disgustado a los viejos maestros franceses de la psicología amorosa, como Stendhal o Constant: para una mujer muy hermosa (apunta), el deseo y su realización son casi lo mismo, y eso las hace vulnerables al menor capricho: el suyo propio.
Esas agudezas, aunque hacen de Cora una profesional capaz de llegar muy lejos (y vaya si lo hace, en una novela que no deja nunca de abrirse a mundos cada vez más oscuros), no protegen a Cora de su propia, constante vulnerabilidad, que la asalta a cada paso, desde la admiración acobardada que le inspira la mencionada mujer bella hasta la atracción que, muy a su pesar, siente por cierto macho retrógrado con olor a colonia y a cigarrillos, que el mandato feminista de la época censuraría con severidad; y sin olvidar su eterna lucha bíblica contra ese adversario más fuerte que es su propio trasero y el gag recurrente en el que Cora pide “algo fuerte” y, en lugar del whisky que habría aceptado Philip Marlowe, sus socias le traen una porción de Rogel o de Selva Negra.
Espero que estos apuntes alcancen a dar una idea de la humanidad de Cora Bruno. La ficción actual está obsesionada con una figura espuria a la que se conoce con el demagógico y mal ganado nombre de mujer fuerte. Entiéndase: auténticas mujeres fuertes abundan en la literatura y el cine. Lo son la temible Lady Macbeth, la heroica Sarah Connor, la altruista teniente Ripley y la ambiciosa Peggy Olson; lo son Catherine Earnshaw, de Cumbres Borrascosas, Scarlett O’Hara, de la plantación Tara, la princesa Leia Organa, del sistema Alderaan, o Judith, de la Torá, la primera agente secreta, por cierto, que registran las letras; y así podríamos seguir.
Pero lo que la corrección política nos ordena admirar son entelequias con tacos altos: personajes sin procesos ni conflictos ni casi órganos internos, que llaman “fuerza” a la irrealidad notoria de no equivocarse nunca y “libertad” a su incapacidad para toda imaginación o empatía, que hablan como ensayos de Judith Butler resumidos por una inteligencia artificial y fingen vapulear a hombres que las cuadruplican en masa muscular, obligando a más suspensión de la incredulidad de la que puede pedirse a quienes tienen cierta idea de que una mujer es un ser humano. En contraste con esa insondable estupidez de la época construye Jorge Fernández Díaz a Cora, tal vez su personaje más memorable hasta la fecha, y uno de los más queribles de toda la literatura argentina.
Claro que, como era de temer, a esta detective sensible le suceden cosas cada vez más duras, porque la novela de Fernández Díaz es también un viaje, a la manera de El Corazón de las tinieblas, de Conrad —o de Apocalypse Now, para los cinéfilos— en el que cada caso resuelto conduce a otro situado en un nivel superior de poder, y por eso también de peligro y de crueldad.
La Argentina cuyos estamentos recorre Cora no sólo es más depravada y más violenta cuanto más cerca se está del poder, una verdad que pertenece de algún modo a la tradición misma de la novela negra, sino que también duele más; y no me refiero a ningún dolor moral, sino al viejo y confiable dolor físico, el verdadero, el que provocan las contusiones y los traumatismos craneanos.
Hay páginas de Cora en las que Fernández Díaz ofrece una lección imborrable para escritores: sepan, parece decirnos, que así se siente en realidad un culatazo, un desmayo, el pozo depresivo que sigue al alta hospitalaria. El oficio consumado del autor, la estructura sabia del relato, hecha de anticipaciones precisas y vuelcos inesperados que, apenas leídos, parecen inevitables, nunca opacan un rasgo más importante: la impresión de que el narrador conoce las cosas de primera mano.
Esta convicción que genera en muchas páginas Fernández Díaz, la de que accedemos a lo real, de que leemos por fin ciertos hechos tal como los vivimos y no en la versión facilonga que ofrecen los relatos convencionales, es característica de las grandes novelas: uno siente que nadie, antes, había dicho la verdad sobre este asunto.
No quiero dar con esto la impresión de que Cora es una novela sórdida: al contrario, duele porque su protagonista no renuncia jamás —aunque razones no le faltarían— a su decencia, su compasión, su buena índole. Busco al azar una prueba y la encuentro en una observación lateral, que anda por la mitad del libro.
Cora dice que no cree en las venganzas sostenidas en el tiempo: “Te agarra una rabieta y un metejón, y lo hacés vos o se lo encargás a alguien”. Pero una vendetta organizada a lo largo de años le parece una fantasía. Ignoro si esto es verdad, pero pinta bien al personaje: las personas buenas no sólo no se vengan, sino que hasta son incapaces de concebir la venganza. Difícil que la Argentina merezca a Cora, pero lo cierto es que la necesita.