Pablo dice que iba a verlo todos los viernes por la tarde. Hablaban: hablaban con un tema a modo de hoja de ruta, pero hablaban sobre todo con el deseo perderse, de escucharse. Adolfo lo esperaba y cada día le mostraba el avance de su pintura: estaba haciendo su versión —actual, incómoda— de La última cena. Una versión —actual, incómoda— en donde todos los apóstoles tienen cara, menos uno: Judas no tiene cara porque tiene muchas. Un viernes le dijo que no era posible que siendo pescadores no hubiera perros bajo la mesa. Y otra vez le preguntó: “¿Te imaginás, Pablo, que si Jesús sabía que era su última cena no iba a comer con la madre?”.
Así, entre charla y charla, entre observación y observación, nació Para ser humanos. El legado de Adolfo Pérez Esquivel, instrumento de la paz, un hermoso libro que lleva la firma de Pablo Melicchio pero que fue escrito —hablado— por ambos. Sin el ánimo de una biografía, pero con la intención de convertirse en una memoria activa, el libro recorre la vida y la obra del hombre que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1980: su infancia, sus aprendizajes, sus lecturas, su compromiso, su historia.
Adolfo Pérez Esquivel tiene 92 años; Pablo Melicchio, 54: un diálogo intergeneracional que encuentra en la espiritualidad y la necesidad de la empatía su punto de apoyo. “Por eso el libro se llama Para ser humanos”, dice Pérez Esquivel en una de las ventanas del Zoom —en la otra está Pablo Melicchio, que lo escucha con atención y se diría más: con afecto—, “ser más humano es reconocernos en el otro como iguales”.
—Quería comenzar la entrevista con una idea sobre el discurso de aceptación del Nobel. La Argentina, o al menos Buenos Aires, suele considerarse como un enclave europeo en América Latina. Pero cuando Adolfo Pérez Esquivel recibió el premio, dijo que no lo recibía en nombre de la Argentina, sino en nombre de la región.
Adolfo Pérez Esquivel: —Tal vez por los orígenes de uno. Mi abuela era una india guaraní, una iletrada sabia. Los sabios no siempre son los que leen libros, sino los que están en aquello en lo que encuentran un sentido de a vida y saben encontrar esa comunión con la madre tierra, con la vida. Tal vez eso me influenció. Comprender América Latina es comprendernos a nosotros mismos, porque la Argentina siempre fue algo separado del continente. Recién ahora empieza a pensarse como parte de un continente.
—¿Qué implica la palabra “legado” del subtítulo?
Pablo Melicchio: —Le propuse a Adolfo la escritura de este libro que quería que tuviera una similitud con el que hice con Norita Cortiñas y él prologó. Pensé, justamente, en seguir el legado de las Madres y pensar en el efecto de la dictadura y la democracia. En ese sentido fuimos construyendo juntos un libro de diálogos que tiene la maravilla de no saber. Es como el psicoanálisis, donde circula la palabra. Pero, por sobre todas las cosas, queríamos pensar la importancia de la memoria activa.
A.P.E.: —Me alegra haber hecho este libro con Pablo. Siempre digo que la memoria no es para quedarse en el pasado: la memoria nos ilumina al presente porque es a través del presente que podemos construir un nuevo amanecer. La memoria tiene luces y sombras; tiene tragedias, sufrimientos, pero también esperanzas, alegrías. César Vallejos era un poeta que vivió más tiempo en París que en el Perú, era un hombre trágico, angustiado, como lo fue Ernesto Sábato. En uno de sus poemas, Vallejos escribió: “Nací un día que Dios estuvo enfermo”. ¡Yo no! Nací un día que Dios estaba jugando. Yo he pasado por muchas etapas trágicas, pero también de luz. Y eso te lo da la espiritualidad. No nos mueve simplemente el hacer político, social o económico. No. Es el reconocimiento del otro, de la otra, del hermano y la hermana que nos enseña, y también la integración con la madre tierra. Con Pablo fuimos caminando. Yo digo que la palabra camina.
—Una característica del premio Nobel de la Paz es que lo ha recibido Gandhi, que fue la primera lectura de Adolfo, pero también otros como Barack Obama, que en su discurso dijo que había que avalar ciertas guerras. ¿Cómo toman el premio, no en el sentido político, sino en la dimensión espiritual?
A.P.E.: —Cuando le otorgaron el premio a Obama, le mandé una carta y le dije que me había extrañado que se lo dieran. Pero que ahora tenía que trabajar por la paz: tenía que levantar el bloqueo a Cuba, cerrar las cárceles de Abu Ghraib en Iraq —yo viaje a Iraq y vi las muertes y el horror cometido por la gran potencia que dice defender la libertad—, cerrar Guantánamo, evitar las torturas. Obama me respondió. Me escribió una carta donde me dijo que efectivamente había muchas cosas que no podía hacer porque dependía del Congreso de los Estados Unidos. Entonces, entendí que Obama era un esclavo del poder. No era un hombre libre como Gandhi, por ejemplo, que no quiso posesiones ni cargos políticos. Gandhi jamás asumió un cargo político y yo sigo ese ejemplo. Lo único que tengo es el cargo de profesor en Ciencias Sociales de la UBA, que es ad honorem. El poder condiciona: quien quiere el poder es esclavo del poder.
—En el libro hay mucha espiritualidad. ¿Cómo buscaron trabajar esa parte?
P.M.: —Se fue dando porque los dos venimos de esa formación. Mi mejor amigo es un cura franciscano. Ambos creemos en Dios y creemos en la fe como un motor para la vida, la esperanza. La segunda vez que estuve con Adolfo hablamos sobre el Dalai Lama. El libro tiene muchos interrogantes y uno es por dónde pasa la espiritualidad: quizás haya más silencios y preguntas que respuestas. Creo que este libro es político, pero lo es porque es espiritual, es psicológico. Por otro lado, respondiendo la pregunta anterior, creo que, como todo premio, el Nobel puede haber sido injusto algunas veces: ¿cuántos lo merecían y no lo recibieron? Pero en el caso de Adolfo lo celebramos porque es consistente con lo que venía haciendo y con lo que siguió haciendo.
A.P.E.: Hay muchas formas de espiritualidad. Yo soy amigo del Dalai Lama; era muy cercano a Desmond Tutu, el arzobispo de Sudáfrica. Las vertientes de la espiritualidad son diversas, pero son como ríos: todos los ríos se dirigen a la mar, todos se unen en la mar. Ahí está el sentido de la trascendencia. El mundo está en plena transformación y tenemos que ver cómo caminamos en esta vida, cómo nos encontramos.
—Hablar de Derechos Humanos en la Argentina es, generalmente, volver a la década del 70 y al juicio a las Juntas del 85. Pero ¿cómo se habla de Derechos Humanos en la actualidad? ¿Cuáles son las luchas por los Derechos Humanos en 2024?
A.P.E.: —En un momento tuvimos que demandar la vida de hombres y mujeres frente a las atrocidades de una dictadura militar que arrasó con todo. Pero los Derechos Humanos son integrales: el medio ambiente, la pobreza, el hambre, los miles y miles de exiliados que salen a buscar otros caminos, la guerra en el Medio Oriente. Pero hay guerras silenciosas, como la guerra del hambre. Josué De Castro decía en su libro La geografía del hambre que los pobres no duermen porque tienen hambre y los ricos no duermen porque tienen miedo a los que tienen hambre. Antes de mi libro, Pablo escribió uno con Norita Cortiñas. Ella no se quedó con la angustia de su hijo, que lo sigue vivenciando y teniendo presente. Abrió su visión, su mirada a la problemática de los Derechos Humanos en el mundo. Norita me acompañó a Haití, fue a Medio Oriente. Hay que defender los Derechos Humanos en cualquier parte del mundo; ese es el desafío y el compromiso que tenemos con la humanidad.
P.M.: —Me gusta el concepto que maneja Adolfo de los Derechos Humanos como algo integral. Claro que los 70 son un punto de anclaje y por eso se habla de los 30.000. Pero lo integral sería no solamente tomar esas luchas contra los negacionistas, sino pensar en el 50% de pobreza. Nadie tiene que tener hambre, a nadie tiene que faltarle un techo. La salud mental es, para mí, la nueva pandemia: hay una crisis psicoemocional gravísima. Hablar de Derechos Humanos es hablar del ser humano en una dimensión psicofísico-espiritual y en un contexto social que hoy es adverso.
—Adolfo, si hablamos de legados, ¿qué enseñanza puede darnos a los que somos un poco más jóvenes para no perder la sensación de que todavía podemos hacer algo en el mundo?
A.P.E.: —Bueno, hay varias cosas. Puedo contar dos experiencias. Me encontré con la Madre Teresa varias veces. Una de ellas fue en París, en la casa del gobierno. Estaba François Mitterrand. Se hablaba de política, de economía. Teresa me miró y me dijo: “Yo no entiendo de qué habla esta gente”. Entonces le pregunté de qué entendía. “Yo entiendo una sola cosa”. ¿Cuál es esa cosa? “Que hay que poner el amor en acción”. Con eso me dijo todo.
—¿Y la segunda experiencia?
A.P.E.: —Yo tengo un amigo de hace muchos años, de los años 70. Los dos teníamos pelo negro, barba negra. Ahora estamos desteñidos. Se llama Lula y estaba preso en la cárcel de Curitiba. Fui dos veces a visitarlo. Una con el teólogo Leonardo Boff y otra con Ignacio Ramonet. Le pregunté: “Lula, ¿cómo te sentís?”. Y él me respondió: “Tengo que aprovechar la prisión para leer, estudiar y formarme para seguir aportando a mi pueblo”. Y así lo hizo. ¿Por qué Lula pensaba así? Porque siempre tuvo la esperanza, siempre tuvo la fuerza. La pasó muy mal. Cuando murió su nieto no le permitieron ir al sepelio. Pero en la cárcel… yo también lo aprendí cuando estuve en la cárcel: pueden meter nuestros cuerpos en una prisión, pero podemos seguir siendo hombres y mujeres libres. La libertad no es únicamente la física. Es la libertad de pensamiento, de espíritu y de conciencia que tenemos que asumir en nuestra época.