“Este libro es una cápsula de tiempo, porque todo el material aquí reunido fue escrito en los años 90 o apenas concluida la década: son textos y testimonios de primera mano, pensados y escritos en consonancia con los acontecimientos”, dice el crítico y periodista cultural Fabián Lebenglik del conjunto de ensayos, documentos y testimonios reunidos en Arte argentino de los años noventa. El libro, un proyecto de Lebenglik y el coleccionista Gustavo Bruzzone, fue publicado por Adriana Hidalgo Editora más de dos décadas más tarde de lo planeado.
Es un gran mérito de los editores no haber caído en la tentación de escribir una larga posdata que revisara esos años con espíritu crítico, o que siguiera el derrotero de sus protagonistas (nos enteramos de mínimos datos biográficos posteriores en las breves presentaciones indispensables para situarlos). De este modo nos acercamos a la escena sin la edición inevitable del paso del tiempo.
El libro nos sumerge en un rumor de voces frescas: muchas voces y ninguna imagen, al estilo de la mítica Revista ramona. Lo dice Bruzzone en su texto: para ver obras hay que consultar el libro del Fondo Nacional de las Artes Artistas argentinos de los ´90 editado por Luis F. Benedit.
El libro arranca con Marcelo Pacheco y María José Herrera discutiendo la herencia de los 60. Pacheco habla de “el mito de la edad de oro… imaginando el ayer como el tiempo en que Buenos Aires era una de las capitales internacionales del pop”. En realidad, “... entre los artistas que muestran en bares, teatros y boliches obras personales e inconexas, creando poéticas bizarras y diferentes, los 60 funcionaban como una realidad mucho más frágil y vital”. A los 60 los sucedieron los 70, que arrasaron con todo; algunos sobrevivientes de esa generación, como Pablo Suárez, Roberto Jacoby, Margarita Paksa y Oscar Bony, entrecruzan miradas con la nueva generación.
Nicolás Guagnini nos lleva de la mano por lugares míticos: el bar Einstein, Palladium, Cemento, Bolivia, el Parakultural, la Nave Jungla. Los artistas deambulaban por la noche porteña con la alegría de la libertad recuperada. El under del final de la dictadura “fue uno de los caldos de cultivo de lo que luego sería el arte noventista”.
Con la inauguración de “la galería del Rojas”, como se la llamaba a una sala precaria del Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, se consolida la nueva escena que se completa con otros espacios: el MAMBA, el CAyC, el ICI, Espacio Giesso, el Centro Cultural Recoleta, la Fundación Banco Patricios. Toda una geografía sensible para los que lo recuerdan.
El Rojas tuvo un papel decisivo en la conformación de una nueva estética. Jorge Gumier Maier, artista devenido curador, ignoró el arte de género y el resto de las convenciones de historiadores y curadores. “A decir verdad, en lo único que confié en todo momento fue en mi gusto. Y, precisamente, cuando un gusto coincide con un formato previo, generalmente ahí es cuando falla. El gusto es la manifestación de un tiempo propio”, cita Rafael Cippolini.
Inés Katzenstein analiza el modo en que “los lineamientos artísticos continuaron siendo establecidos… a través de las prácticas ‘ahora institucionales’ de ciertos artistas”: Gumier en el Rojas, Kuitca y su programa de artistas, Pablo Suárez y Benedit en los programas de becas de la Fundación Antorchas. La primera muestra curada por Gumier se llamó Algunos artistas; la llamó “el grado cero de la curación”. Según Katzenstein, “Gumier estaba diciendo, finalmente, que el denominador común de las obras presentadas radicaba en el hecho de haber sido realizadas por artistas sin filiación, desprotegidos, independientes”.
Jorge López Anaya llamó a estos artistas light. Fue en el diario La Nación, a propósito de una muestra de Benito Laren, Alfredo Londaibere, Omar Schiliro y Gumier Maier en el Espacio Giesso. Para Katzenstein, (Gumier) “logró transformar las acusaciones de vacío y banalidad en una mística del artista”. Para Ana Gallardo “aparecen… obras relacionadas con el placer y las obras abandonan cierto dramatismo, lo que no quiere decir que sean frívolas. Creo que Marcelo Pombo, por ejemplo, está hablando de cosas que son hasta dolorosas, pero sin ese dramatismo evidente”.
Eva Grinstein agrega: “Se ha discutido calurosamente… la supuesta sincronía de este arte joven, a grandes rasgos consciente de su apoliticismo, con la frivolidad del gobierno menemista, cuando en realidad el estímulo a su producción fue una iniciativa de la ‘primavera alfonsinista’. La aparición de una estética descontracturada, irreverente y hedonista se debió… al ascenso simbólico de una generación postrágica, desencantada y no urgida por la necesidad de transmitir sus ideas a través de la expresión artística”. Lo que Ana María Battistozzi llama el desarrollo de “una intensa poética de la intimidad”.
Omar Schiliro, Román Vitali, Feliciano Centurión, Fabio Kacero, Pablo Siquier, Sebastián Gordin (el artista que, según Lebenglik, va “de lo extraordinario a lo infra ordinario”), Cristina Schiavi, Marcelo Pombo, Daniel Ontiveros, Rosana Fuertes, Benito Laren, Fernanda Laguna, Miguel Harte, Elba Bairon, Ariadna Pastorini, Sergio Avello, Gachi Hasper, Fabián Burgos, Liliana Maresca, Nicola Costantino, y los fotógrafos que analiza Valeria González, Dino Bruzzone y Marcos López, circulan por el Rojas, por la Beca Kuitca, los talleres de Antorchas, y el ICI, casi todos con destino final en la galería de arte Ruth Benzacar. Es muy interesante la entrevista a Ruth y su hija Orly, porque allí se devela el modo en que el mercado responde a la escena.
Una escena que Fernando Fazzolari describe raquítica: “Es curioso ver que en Buenos Aires no hay ningún museo destinado a ser museo como decisión de gobierno. El Bellas Artes es una Casa de Bombas de Obras Sanitarias; el Palais de Glace es una pista de patinaje después convertida en bailongo; el Museo de Arte Moderno es una fábrica abandonada de tabaco; el Museo Sívori es una vieja confitería fatera del lago de Palermo”.
Y Sergio Avello suma: “Todo lo que vi me pareció pobre en su realización. Es un problema muy del arte argentino… Un folklore de pobreza en la producción; un problema en la realización, en los materiales… Por ahí una obra argentina está hecha con bronce. Pero enseguida le notás el bordecito mal cortado y los problemas del marquero”.
Hablando de escenas, el libro nos lleva de recorrida por lo que ocurría en Córdoba, Rosario, Tucumán, la Patagonia y Mendoza. Y nos regala las crónicas y las críticas de Fabián Lebenglik en el diario Página/12, casi el único que se tomó la cosa en serio y la acompañó desde sus inicios.
“La figura del curador en Argentina aparece en estos años”, dice Adriana Rosenberg, galerista y presidenta de la Fundación Proa desde 1996. “… la crítica en los noventa ofrece información muy poco crítica de la exhibición y funciona más como divulgadora de eventos sin un discurso propio”. Y Roberto Jacoby describe: “Los curadores forman parte de toda esta nueva trama social que está en estado de barbarie, donde no hay rigor académico, donde no existen reglas o normas de juicio sobre lo que está bien o está mal”.
Gumier no compartía del todo su opinión, ya que en diversas entrevistas reivindica el trabajo de Sonia Becce en la Alianza Francesa, y el de Laura Bucelatto en el ICI. Pero ambos, según Magdalena Jitrik, tenían algo en común: “… lo que tenían tanto Gumier Maier como Roberto Jacoby y Marcelo Pombo, era una aprensión enorme al psicobolchevismo”.
Arte argentino de los años noventa es un libro fascinante e imprescindible. Para algunos será volver a vivir. Para otros, una fuente inagotable de información que les permitirá adentrarse en un período inolvidable del arte argentino. En palabras de Graciela Sacco, “todo arte es político más allá de lo que se haga, la diferencia es que algunas obras tienen más contenido social que otras. … Posiblemente lo más transgresor sea trabajar con la belleza”.